El lobby israelí y la politica exterior norteamericana
John J. Mearsheimer y Stephen M. Walt
La
política exterior estadounidense determina acontecimientos en todos los
rincones del globo. En ningún sitio es esto tan cierto como en Oriente
Medio, una región de inestabilidad recurrente y de una importancia
estratégica enorme. Recientemente, el intento de la administración Bush
de transformar la región en una comunidad de democracias ha ayudado a
crear una insurgencia resistente en Irak, una fuerte subida en el ámbito
de los precios del petróleo y ataques terroristas en Madrid, Londres y
Ammán. Con tanto en juego para tantos, todos los países necesitan
entender las fuerzas que dirigen la política de los Estados Unidos en
Oriente Medio.
Los
intereses nacionales de los Estados Unidos deberían ser el primer
objetivo de la política exterior estadounidense. Durante las últimas
décadas, sin embargo, y especialmente desde la Guerra de los Seis días
en 1967, el asunto principal de la política estadounidense en Oriente
Medio ha sido su relación con Israel. La combinación de apoyo
inquebrantable de los EE. UU. a Israel y el consiguiente esfuerzo para
extender la democracia por toda la región ha inflamado a la opinión
pública árabe e islámica y ha puesto en peligro la seguridad de los EE.
UU.
La
situación no tiene parangón en la política americana. ¿Por que los EE.
UU. están dispuestos a dejar de lado su propia seguridad anteponiendo
los intereses de otro estado? Podríamos suponer que el vínculo entre los
dos países se basa en intereses estratégicos comunes o en imperativos
morales muy convincentes. Como veremos más adelante, sin embargo,
ninguna de esas dos explicaciones justifica la importante cantidad de
material y apoyo diplomático que los EE. UU. proporcionan a Israel.
En
lugar de eso, el empuje de la política estadounidense en la región se
debe casi totalmente a la política interna de los EE. UU., especialmente
a las actividades del “Lobby israelí”. Otros grupos con intereses
particulares han conseguido desviar la política exterior estadounidense
en direcciones que les favorecían, pero ningún lobby ha conseguido
desviarla hasta el punto de que el interés nacional norteamericano está
siendo descuidado mientras se intenta, simultáneamente, convencer al
pueblo estadounidense de que los intereses de los EE. UU. e Israel son
esencialmente idénticos.
En
las páginas siguientes describiremos cómo el Lobby ha conseguido esta
hazaña y cómo sus actividades han dado forma a las acciones
estadounidenses en esta zona tan crítica. Dada la importancia
estratégica de Oriente Medio y su potencial impacto en otras zonas,
tanto los norteamericanos como los que no lo son deben entender y
abordar la influencia del Lobby en la política estadounidense.
Algunos
lectores encontrarán este análisis preocupante, pero los hechos aquí
mencionados no se ven discutidos seriamente por los expertos. Nuestro
informe se basa sobre todo en el trabajo de expertos israelíes y
periodistas que merecen mucha credibilidad por echar luz sobre estos
temas. También nos basamos en pruebas aportadas por organizaciones para
los derechos humanos muy respetadas, internacionales e israelíes. Del
mismo modo que nuestras afirmaciones sobre el impacto del Lobby se basan
en testimonios de miembros del propio Lobby y también de políticos que
han trabajado con ellos. Los lectores pueden rechazar nuestras
conclusiones, por supuesto, pero las pruebas en las que se basan no
admiten polémica.
EL GRAN BENEFACTOR
Desde
la Guerra de Octubre de 1973, Washington ha dado a Israel una cantidad
de apoyo que eclipsa las cantidades ofrecidas a cualquier otro estado.
Es el mayor receptor anual de ayuda directa estadounidense tanto militar
como económica desde 1976 y el mayor receptor total desde la segunda
guerra mundial. La ayuda directa total de los EE. UU. a Israel supera
los 140.000 millones de dólares de 2003. Israel recibe unos tres
millones de dólares anuales en asistencia externa directa, lo que es,
aproximadamente, un quinto del presupuesto estadounidense para ayuda
externa. En términos per cápita los EE. UU. dan a cada israelí un
subsidio directo de unos 500 dólares al año. Esta generosidad sorprende
especialmente cuando uno se da cuenta de que Israel es hoy en día un
estado industrializado rico con una renta per cápita similar al de Corea
del Sur o España.
Israel recibe además otros tratos especiales de Washington.
Otros receptores de ayuda reciben su dinero en plazos trimestrales,
pero Israel recibe su asignación total al principio de cada año fiscal y
de este modo obtiene intereses extra. La mayoría de los receptores de
ayuda militar estadounidense deben gastar esa ayuda en los EE. UU., pero
Israel puede usar casi el 25% de su asignación para subvencionar su
propia industria defensiva. Israel es el único país receptor que no
tiene que dar cuentas de cómo gasta la ayuda, una excepción que hace que
sea casi imposible impedir que el dinero se use para fines a los que se
opongan los EE. UU., como la construcción de asentamientos en la Orilla
Oeste.
Aun
más, los EE. UU. han concedido a Israel unos tres mil millones de
dólares para el desarrollo de sistemas armamentísticos como el avión
Lavi
que el Pentágono no quería ni necesitaba, mientras daba a Israel acceso
a armas estadounidenses de alto nivel como los helicópteros Blackhawk y
los jet F-16. Además los EE. UU. dan a Israel acceso a secretos de la
OTAN que niega a sus aliados en la Organización y hace la vista gorda
con respecto a la adquisición por parte de Israel de armas nucleares.
Washington
también da a Israel un apoyo diplomático constante. Desde 1982 los EE.
UU. han vetado 32 resoluciones del Consejo de Seguridad de Naciones
Unidas que eran críticas para Israel, un número muy superior a los vetos
totales dados por todos los otros miembros del Consejo de Seguridad.
También bloquea los esfuerzos de los países árabes para poner el arsenal
nuclear de Israel en la agenda de la Agencia Internacional de la
Energía Atómica.
Los
EE. UU. también acuden al rescate de Israel en tiempos de guerra y se
ponen de su lado en las negociaciones de paz. La administración Nixon
abasteció a Israel durante la Guerra de Octubre y protegió a Israel de
la amenaza de la intervención soviética. Washington estuvo profundamente
implicado en las negociaciones que acabaron con esa guerra así como en
el largo proceso “paso a paso” que la siguió, jugando al mismo tiempo un
papel clave en las negociaciones que precedieron y siguieron a los
Acuerdos de Oslo de 1993. Hubo fricciones ocasionales entre
representantes estadounidenses e israelíes en ambos casos, pero los EE.
UU. coordinaron sus posiciones con Israel y apoyaron constantemente el
planteamiento israelí en las negociaciones. Claro que un participante
americano en Camp David (2000) dijo después: “… demasiado a menudo
actuamos… como abogado de Israel”.
Como
veremos más adelante, Washington ha dado a Israel mucha libertad en el
trato de los territorios ocupados, (la Orilla oeste y la Franja de
Gaza), incluso cuando sus acciones estaban en desacuerdo con la política
estadounidense establecida. Aun más, la ambigua estrategia de la
administración Bush para transformar Oriente Medio –empezando por la
invasión de Irak– tiene como fin parcial mejorar la situación
estratégica de Israel. Aparte de las alianzas en tiempos de guerra, se
hace difícil pensar en otra situación en la que un país haya dado a otro
un nivel similar de ayuda material y diplomática durante un periodo tan
extenso. El apoyo estadounidense a Israel es, en resumen, único.
Esta
generosidad extraordinaria podría ser comprensible si Israel fuera un
punto de estrategia vital o si hubiera un caso moral convincente para un
apoyo estadounidense ininterrumpido. Pero ninguno de esos motivos es
convincente.
UNA RESPONSABILIDAD ESTRATÉGICA
Según
la página web del Comité Americano-Israelí de Asuntos Públicos (AIPAC),
“los EE. UU. e Israel forman una alianza única para enfrontarse a las
cada vez mayores amenazas estratégicas de Oriente Medio. … Este esfuerzo
colaborador ofrece beneficios importantes tanto para los EE. UU. como
para Israel”. Esta afirmación es un artículo de fe entre los partidarios
de Israel y lo repiten constantemente los políticos israelíes y los
americanos pro-Israel.
Israel
quizá fuese un punto estratégico durante la guerra fría. Pero al actuar
como apoderado americano durante la Guerra de los seis días, (1967),
Israel ayudó a contener la expansión de la Unión Soviética en la región e
infligió derrotas humillantes a estados satélites soviéticos como
Egipto y Siria. Israel ha llegado a ayudar en otras ocasiones a proteger
a otros aliados de los EE. UU. (como el rey Hussein de Jordania) y su
capacidad militar obligó a Moscú a gastar más para ayudar a sus aliados
perdedores. Israel también dio a los EE. UU. información secreta útil
sobre la capacidad soviética.
Pero
no se debe exagerar el valor estratégico de Israel durante ese periodo.
Apoyar a Israel no resultó barato y complicó las relaciones
estadounidenses con el mundo árabe. Por ejemplo, la decisión
norteamericana de dar a Israel 2,2 mil millones de dólares como ayuda
para una urgencia militar durante la Guerra de Octubre provocó un
embargo de crudo de la OPEC que causó daños considerables en las
economías occidentales. Aun más, los ejércitos israelíes no pudieron
proteger los intereses estadounidenses en la región. Por ejemplo, los
EE. UU. no pudieron apoyarse en Israel cuando la revolución iraní de
1979 hizo aparecer preocupaciones sobre la seguridad de las reservas
petrolíferas del Golfo Pérsico y hubieron de crear su propias “Fuerzas
de despliegue rápido” (Rapid Deployment Force).
Aunque
Israel fuese un punto estratégico durante la guerra fría, la primera
guerra del Golfo (1990-91) reveló que Israel se estaba convirtiendo en
un peso estratégico. Los EE. UU. no podían usar las bases israelíes
durante la guerra sin romper la coalición anti-Iraquí y se vieron
obligados a desviar fuerzas (por ejemplo, baterías de misiles Patriot)
para impedir que Tel Aviv hiciera algo que pudiese fracturar la alianza
contra Saddam. La historia se repitió en 2003: a pesar de que Israel
estaba deseando que los EE. UU. atacasen a Saddam, el presidente Bush no
podía pedirle ayuda sin disparar la oposición árabe. Así que Israel
volvió a quedarse a un lado.
A
principios de los 90, especialmente después del 11 de setiembre (11S),
el apoyo a Israel se ha justificado con la afirmación de que ambos
estados se ven amenazados por grupos terroristas provenientes del mundo
árabe o del musulmán y con una serie de “estados matones” que apoyan a
esos grupos y con la búsqueda de armas de destrucción masiva. Estos
razonamientos implican que Washington debería dejar carta blanca a
Israel en sus negociaciones con Palestina y no presionar a Israel para
que haga concesiones hasta que todos los terroristas palestinos estén en
prisión o muertos. También implica que los Estados Unidos deber ir tras
países como la República Islámica de Irán, el Irak de Saddam Hussein y
la Siria de Bashar al-Assad. Israel es, de este modo, un aliado crucial
en la guerra contra el terror, porque sus enemigos son los enemigos de
los EE. UU.
Estos
nuevos razonamientos parecen convincentes, pero Israel es, de hecho,
una responsabilidad en la guerra contra el terror y el esfuerzo más duro
a la hora de tratar con los estados matones.
Para
empezar, el “terrorismo” es una táctica empleada por un amplio abanico
de grupos políticos, no es un adversario simple y unificado. Las
organizaciones terroristas que amenazan Israel (por ejemplo, Hamás o
Hezbollah) no amenazan a los EE. UU., excepto cuando actúan en su contra
(como en el Líbano en 1982). Aun más, el terrorismo palestino no es
violencia aleatoria dirigida contra Israel u “Occidente”, es, en gran
medida, una respuesta a la prolongada campaña israelí para colonizar la
Orilla Oeste y la Franja de Gaza.
Más
importante aún, decir que Israel y los EE. UU. están unidos por una
amenaza terrorista común invierte la base de la relación: es decir, los
EE. UU. tienen un problema de terrorismo en buena parte porque tienen
una alianza con Israel, no al revés. El apoyo de los EE. UU. a Israel no
es la única fuente de terrorismo antiamericano, pero es una muy
importante, y hace que ganar la guerra del terror sea más difícil. No
hay duda, por ejemplo, de que muchos líderes de al Qaeda, incluyendo a
Bin Laden, se ven motivados por la presencia israelí en Jerusalén y la
grave situación palestina. Según la Comisión del 11S, Bin Laden buscaba
explícitamente castigar a los EE. UU. por su política en Oriente Medio,
incluido su apoyo a Israel e incluso intentó programar los ataques para
remarcar ese punto.
Igual
de importante es que el apoyo incondicional de los EE. UU. a Israel
hace más fácil para extremistas como Bin Laden conseguir apoyo popular y
atraer reclutas. Encuestas de opinión pública confirman que la
población árabe se muestra muy hostil contra el apoyo estadounidense a
Israel y el Grupo consejero del departamento de los EE. UU. de
diplomacia pública para el mundo árabe y musulmán descubrió que “los
ciudadanos de estos países están muy angustiados por la grave situación
de los palestinos y por el papel que perciben que juegan los EE. UU.”.
Por
lo que respecta a los denominados “estados matones” de Oriente Medio
éstos no suponen una amenaza alarmante para los intereses
estadounidenses, aparte del compromiso de los EE. UU. con Israel. A
pesar de que los EE. UU. tienen ciertas desavenencias con estos
regímenes, Washington no debería estar tan preocupado por Irán, Irak o
Siria si no estuviese tan ligado a Israel. Aunque estos estados
consiguiesen armas nucleares –algo que obviamente no es deseable– no
supondría un desastre estratégico para los EE. UU. Ni los EE. UU. ni
Israel podrían ser chantajeados por una amenaza nuclear porque el
chantajista no podría llevar a cabo la amenaza sin recibir represalias
arrolladoras. El peligro de un “traspaso nuclear” a terroristas es
igualmente remoto ya que un estado matón no podría estar seguro de que
ese traspaso no sería detectado o de que no sería acusado y castigado
después.
Aun
más, en realidad la relación de EE. UU. con Israel les hace más difícil
tratar con estos estados. El arsenal nuclear de Israel es una de las
razones por la que algunos de sus vecinos quieren armas nucleares y
amenazar a estos estados con un cambio de régimen aumenta ese deseo.
Israel ni siquiera es valioso en el caso de que los EE. UU. contemplasen
usar la fuerza contra estos regímenes porque no puede participar en la
lucha.
En
resumen, tratar a Israel como el aliado más importante de los EE. UU.
en la campaña contra el terrorismo y las diferentes dictaduras de
Oriente Medio exagera la capacidad de Israel de ayudar en esos aspectos e
ignora la manera en la que la política de Israel hace más difíciles los
esfuerzos estadounidenses.
El
apoyo incondicional a Israel también debilita la posición de los EE.
UU. fuera de Oriente Medio. Élites extranjeras opinan constantemente que
los EE. UU. apoyan de demasía a Israel y creen que su tolerancia hacia
la represión israelí en los territorios ocupados es moralmente obtusa y
una desventaja en la guerra contra el terrorismo. En abril de 2004, por
ejemplo, 52 antiguos diplomáticos británicos enviaron al primer ministro
Tony Blair una carta en la que le decían que el conflicto
palestino-israelí había “envenenado las relaciones entre Occidente y los
mundos árabe e islámico” y le advertían que la política de Bush y del
primer ministro Ariel Sharon era “partidista e ilegal”.
Una
última razón para cuestionar el valor estratégico de Israel es que no
actúa como un aliado leal. Los funcionarios israelíes ignoran a menudo
peticiones de los EE. UU., faltan a su palabra en promesas hechas a
altos líderes estadounidenses (incluyendo compromisos anteriores para
detener la construcción de asentamientos y para frenar los “asesinatos
fijados” de líderes palestinos). Además, Israel ha proporcionado
importante tecnología militar estadounidense a rivales potenciales de
los EE. UU. como China, en lo que en Inspector General del Departamento
de Estado de los EE. UU. llamó “un sistema de traspasos sin autorizar
sistemático y creciente”. Según la Oficina General de Contabilidad de
los EE. UU., Israel también “lleva a cabo las operaciones más agresivas
de espionaje contra los EE. UU. por encima de cualquier aliado”. Además
del caso de Jonathan Pollard, que dio a Israel grandes cantidades de
material reservado a principios de los 80 (que Israel supuestamente pasó
a la Unión Soviética para conseguir más visados de salida para judíos
soviéticos), una nueva polémica surgió en 2004 cuando se descubrió que
un funcionario clave del Pentágono (Larry Franklin) había entregado
información secreta a un diplomático israelí supuestamente ayudado por
dos funcionarios del AIPAC. Desde luego Israel no es el único país que
espía a los EE. UU., pero su gran deseo de espiar a su principal
benefactor pone más en duda su valor estratégico.
UN CASO DE MORALIDAD MENGUANTE
Aparte
de su presunto valor estratégico, los partidarios de Israel también
afirman que merece apoyo incondicional de los EE. UU. porque 1) es débil
y está rodeado de enemigos; 2) es una democracia, que es una forma
preferible de gobierno; 3) el pueblo judío ha sufrido crímenes en el
pasado por los que merece un tratamiento especial; y 4) la conducta de
Israel es moralmente superior al comportamiento de sus adversarios.
Inspeccionados
más de cerca cada uno de estos argumentos es poco convincente. Hay un
caso moralmente fuerte para apoyar la existencia de Israel, pero eso no
está en peligro. Visto objetivamente, las conductas pasadas y presentes
de Israel no ofrecen una base moral para darles más privilegios que a
los palestinos.
¿Apoyo al más desvalido?
A
menudo se describe a Israel como débil y asediado, como un David judío
rodeado por un Goliat árabe. Esta imagen ha sido cuidadosamente
alimentada por los líderes israelíes y escritores simpatizantes con la
causa, pero la imagen opuesta está más cerca de la verdad.
Contrariamente a lo que se suele creer, los Sionistas tenían fuerzas
mayores, mejor equipadas y mejor mandadas durante la guerra de
independencia de 1947-49 y las Fuerzas de Defensa Israelíes (IDF)
consiguieron unas victorias rápidas y fáciles en 1956 y contra Egipto,
Jordania y Siria en 1967 –antes de que la ayuda a gran escala de los EE.
UU. empezase a llegar a Israel. Estas victorias dan pruebas evidentes
del patriotismo israelí, de su capacidad organizadora y de su capacidad
militar, pero también dejan claro que Israel nunca estuvo indefenso, ni
siquiera en los primeros tiempos.
Hoy
en día, Israel es la fuerza militar más importante de Oriente Medio. Su
ejército convencional es muy superior a los de sus vecinos y es el
único estado de la región que tiene armas nucleares. Egipto y Jordania
firmaron tratados de paz con Israel y Arabia Saudí también se ofreció a
hacerlo. Siria ha perdido a su benefactor soviético, Irak está diezmado
por tres guerras desastrosas e Irán está a cientos de kilómetros. Los
palestinos casi no tienen una policía eficaz, mucho menos un ejército
que pudiese amenazar a Israel. Según un estudio de 2005 del Jaffee
Center for Strategic Studies (Centro Jaffee para estudios estratégicos)
de la Universidad de Tel Aviv, “el balance estratégico favorece
decididamente a Israel, que ha continuado ampliando la distancia
cualitativa entre su propia capacidad militar y su poder de disuasión y
la de sus vecinos”. Si favorecer al más desvalido fuese un razonamiento
convincente, los EE. UU. deberían apoyar a los oponentes de Israel.
¿Ayuda a una democracia amiga?
El
apoyo americano a menudo se justifica afirmando que Israel es una
democracia amiga rodeada por dictaduras hostiles. Este razonamiento
suena convincente, pero no justifica el nivel de apoyo actual. Después
de todo, hay muchas democracias por el mundo, pero ninguna recibe el
suntuoso apoyo que recibe Israel. Los EE. UU. han derrocado gobiernos
democráticos en el pasado y han apoyado a dictadores cuando esto resultó
beneficioso para los intereses norteamericanos y tienen buenas
relaciones con un buen número de dictaduras actuales. Así pues, ser una
democracia no justifica ni explica el apoyo estadounidense a Israel.
El
razonamiento de “democracia compartida” se ve debilitado también por
aspectos de la democracia israelí que van en contra de valores
norteamericanos. La de los EE. UU. es una democracia liberal donde se
supone que la gente de cualquier raza, religión o grupo étnico goza de
los mismos derechos. Como comparación, Israel fue fundado explícitamente
como un estado judío y la ciudadanía se basa en el principio de
afinidad sanguínea. Dado este concepto de ciudadanía, no nos sorprende
que a los árabes de Israel, un millón tres cientos mil, se les trate
como a ciudadanos de segunda clase o que una reciente comisión del
gobierno de Israel declarase que Israel se comporta de forma “negligente
y discriminatoria” con ellos.
De
forma similar Israel no permite que los palestinos que se casan con
ciudadanos israelíes pasen a ser también ciudadanos israelíes y no les
concede a estas esposas el derecho a vivir en Israel. La organización
israelí para los derechos humanos B’tselem denominó esta restricción
“una ley racista que determina quién puede vivir aquí según criterios
racistas”. Tales leyes pueden ser comprensibles dados los principios
fundamentales de Israel, pero no están de acuerdo con la imagen de
democracia norteamericana.
El
estatus democrático de Israel también está minado por su negativa a
otorgar a los palestinos un estado viable propio. Israel controla la
vida de unos 3,8 millones de palestinos en Gaza y en la Orilla Oeste,
mientras coloniza tierras en las que los palestinos han vivido durante
mucho tiempo. Israel es una democracia formal, pero los millones de
palestinos que controla tienen negados sus derechos políticos y, por lo
tanto, el razonamiento de “democracia compartida” se ve
correspondientemente debilitada.
Compensación por los crímenes del pasado
La
tercera justificación moral es la historia del sufrimiento judío en el
occidente católico, especialmente el trágico episodio del Holocausto.
Como los judíos fueron perseguidos durante siglos y sólo pueden estar a
salvo en una patria judía, muchos creen que Israel merece un tratamiento
especial por parte de los EE. UU.
Está
claro que los judíos han sufrido mucho debido al despreciable legado
del antisemitismo y que la creación de Israel fue una respuesta adecuada
a una larga lista de crímenes. La historia, como hemos dicho, nos
ofrece un caso moralmente fuerte para la defensa de la existencia de
Israel. Pero la creación de Israel llevó consigo crímenes adicionales
contra un pueblo completamente inocente: el palestino.
El
desarrollo de estos acontecimientos está claro. Cuando el Sionismo
político comenzó en serio en el siglo XIX, en Palestina sólo había unos
15.000 judíos. En 1983, por ejemplo, los árabes comprendían
aproximadamente el 95% de la población y a pesar de estar bajo control
otomano, permanecieron en posesión de su territorio durante 1.300 años.
Incluso cuando se fundó Israel, los judíos eran sólo el 35% de la
población de Palestina y poseían el 7% de las tierras.
La
dirección de la principal corriente sionista no estaba interesada en
establecer un estado binacional o en aceptar una partición permanente de
Palestina. La dirección sionista deseaba a veces aceptar la partición
como primer paso, pero esto sólo era una maniobra táctica y no su
objetivo real. Como dijo David Ben-Gurion a finales de los años 30:
“Después de la formación de un gran ejército en la debilidad del
establecimiento de un estado, aboliremos la partición y nos expandiremos
por toda Palestina”.
Para
alcanzar esa meta los sionistas debían expulsar a un gran número de
árabes del territorio que acabaría siendo Israel. Era la única forma de
conseguir su objetivo. Ben-Gurion vio el problema con claridad y
escribió en 1941: “es imposible imaginar una evacuación general (de la
población árabe) sin usar la fuerza de forma brutal”. O como dice el
historiador israelí Benny Morris: “La idea de traslado es tan vieja como
el sionismo moderno y ha acompañado a su evolución y praxis durante el
último siglo”.
Esta
oportunidad llegó en 1947-48 cuando las fuerzas israelíes llevaron a
700.000 palestinos al exilio. Los israelíes han afirmado durante mucho
tiempo que los árabes se fueron porque sus líderes se lo mandaron, pero
estudios cuidadosos (muchos de ellos hechos por historiadores israelíes
como Morris) han echado abajo este mito. De hecho, la mayoría de los
líderes árabes pidió a la población palestina que se quedase en casa,
pero el miedo a una muerte violenta a manos de las fuerzas sionistas
hizo que la mayoría huyese. Después de la guerra Israel prohibió el
regreso de los palestinos exiliados.
El
hecho de que la creación de Israel suponía un crimen moral contra el
pueblo palestino estaba claro para los líderes israelíes. Como
Ben-Gurion le dijo a Nahum Goldmann, presidente del Congreso judío
mundial, “si yo fuese un líder árabe nunca haría las paces con Israel.
Es natural: hemos ocupado su país. … Procedemos de Israel, pero de eso
hace dos mil años, ¿qué tiene eso que ver con ellos? Ha habido
antisemitismo, los nazis, Hitler, Auschwitz, pero, ¿fue por su culpa?
Ellos sólo ven una cosa: hemos llegado aquí y les hemos robado su país.
¿Por qué tienen que aceptarlo?”.
Desde
entonces, los líderes israelíes han buscado repetidamente negar las
ambiciones nacionalistas de los palestinos. La primera ministra Golda
Meir dijo una frase que llegó a ser famosa: “no existe nadie que sea un
palestino”. Incluso el primer ministro Yitzhak Rabin, quien firmó en
1993 los Acuerdos de Oslo, nada menos que se opuso a la creación de un
estado palestino de derecho. La presión de extremistas violentos y el
aumento de población palestina ha obligado a los líderes israelíes
posteriores a retirarse de algunos de los territorios ocupados y a
explorar compromisos territoriales, pero ningún gobierno israelí ha
estado dispuesto a ofrecer a los palestinos un estado propio viable.
Incluso la supuestamente generosa oferta del primer ministro Ehud Barak
en Camp David en julio de 2000 sólo les daba a los palestinos una serie
de “Bantustans” desarmada y desmembrada bajo el control de facto de
Israel.
Los
crímenes europeos contra los judíos ofrecen una justificación moral
clara del derecho de Israel a existir, pero la supervivencia de Israel
no está en duda –aunque algunos extremistas islámicos hagan referencias
escandalosas y poco realistas a “borrarlo de la faz de la tierra” – y la
trágica historia del pueblo judío no obliga a los EE. UU. a ayudar a
Israel sin importar lo que hace en la actualidad.
Los “virtuosos israelíes” contra los “malvados árabes”
El argumento moral definitivo describe a Israel como un país
que ha buscado la paz constantemente y que siempre ha mostrado
contención incluso cuando era provocado. De los árabes, al contrario, se
dice que siempre han actuado con gran maldad. Esta narración –que
repiten hasta la saciedad líderes israelíes y apologistas
norteamericanos como Alan Dershowitz– es otro mito. En términos de
comportamiento actual, la conducta moral israelí no es moralmente
distinguible de las acciones de sus oponentes.
Estudios
israelíes demuestran que los primeros sionistas estaban muy lejos de
ser benevolentes con los árabes palestinos. Los habitantes árabes se
resistieron a la usurpación sionista, lo que no puede sorprender a nadie
dado que los sionistas estaban intentando crear su propio estado en
territorio árabe. Los sionistas respondieron vigorosamente y ninguno de
los dos bandos tiene moralmente la razón durante este periodo. Este
mismo estudio revela también que la creación de Israel en 1947-48
implicó actos explícitos de limpieza étnica incluidas ejecuciones,
masacres y violaciones por parte de judíos.
Además,
la conducta posterior de Israel hacia sus adversarios árabes y hacia
los palestinos ha sido, a menudo, brutal, sometiendo cada reivindicación
a una conducta moralmente superior. Entre 1949 y 1956, por ejemplo, las
fuerzas de seguridad israelíes mataron entre 2.700 y 5.000 infiltrados
árabes, la gran mayoría de los cuales estaba desarmada. Las IDF llevaron
a cabo numerosos ataques transfronterizos contra sus vecinos a
principios de los 50 y a pesar de que estas acciones fueron descritas
como respuestas defensivas, en realidad eran parte de un amplio esfuerzo
por expandir las fronteras de Israel. Las ambiciones expansionistas de
Israel le llevaron a unirse también a Gran Bretaña y Francia en el
ataque a Egipto de 1956, Israel sólo se retiró de las tierras
conquistadas tras la intensa presión ejercida por los EE. UU.
Las
IDF también mataron a cientos de prisioneros de guerra egipcios en las
guerras de 1956 y 1967. En 1967 expulsaron entre 100.000 y 260.000
palestinos de la recién conquista Orilla Oeste y echaron a 80.000 sirios
de los Altos del Golán. También fue cómplice de la masacre de 700
inocentes palestinos en los campos de refugiados de Sabra y Shatila
después de la invasión del Líbano en 1982 y una comisión de
investigación israelí declaró al ministro de defensa de aquel momento,
Sharon, “personalmente responsable” de estas atrocidades.
El
personal israelí ha torturado a numerosos prisioneros palestinos,
humillándolos sistemáticamente y ha molestado a civiles palestinos y
usado la fuerza indiscriminadamente contra ellos en numerosas ocasiones.
Durante la Primera Intifada (1987-1991), por ejemplo, las IDF
distribuyeron porras entre sus tropas y las animaron a romper los huesos
de los protestantes palestinos. La organización sueca “Save the
Children” estimó que “entre 23.600 y 29.000 niños habían necesitado
atención médica por heridas de golpes en los dos primeros años de la
intifada”, aproximadamente un tercio tenía huesos rotos. Casi un tercio
de los niños golpeados tenía diez años o menos.
La respuesta de Israel a la Segunda Intifada (2000-2005) ha sido más violenta, llevando a
Ha’aretz
a declarar que “las IDF … se están convirtiendo en una máquina de matar
cuya eficacia es impresionante, casi espantosa”. Las IDF dispararon un
millón e balas en los primeros días del levantamiento, lo que está muy
lejos de una respuesta comedida. Desde entonces Israel ha matado a 3,4
palestinos por cada Israel perdido, la mayoría de los cuales eran
testigos inocentes; la relación de niños palestinos muertos contra niños
israelíes es superior (5,7 contra 1). Las fuerzas israelíes han matado
también a varios activistas extranjeros por la paz, incluida la joven a
norteamericana de 23 años que fue aplastada por un bulldozer israelí en
marzo de 2003.
Estos
hechos sobre la conducta israelí han sido ampliamente documentados por
numerosas organizaciones pro derechos humanos –incluyendo destacados
grupos israelíes– y no admiten discusión por los observadores
internacionales. Por esto mismo cuatro antiguos miembros del Shin Bet
(la organización de seguridad interna de Israel) condenaron la actuación
israelí durante la Segunda Intifada en noviembre de 2003. Uno de ellos
declaró: “nos estamos comportando de una forma vergonzosa”, y otro tachó
la conducta de Israel de “claramente inmoral”.
¿Pero
no tiene derecho Israel a hacer lo que sea necesario para proteger a
sus ciudadanos? ¿No justifica el mal del terrorismo el apoyo continuo de
los EE. UU. aunque Israel responda con dureza?
De
hecho este argumento tampoco es una justificación moral convincente.
Los palestinos han usado el terrorismo contra los ocupantes israelíes y
su disposición a atacar civiles inocentes está mal. Ese comportamiento
no sorprende, sin embargo, porque los palestinos creen que no tienen
otra manera de forzar concesiones israelíes. Como admitió una vez el
primer ministro Barak, si hubiese nacido palestino “se habría unido a
una organización terrorista”.
Tampoco
debemos olvidar que los sionistas usaron el terrorismo cuando se vieron
en una situación de debilidad similar y estaban intentando conseguir su
propio estado. Entre 1944 y 1947 varias organizaciones sionistas usaron
ataques terroristas con bombas para expulsar a los británicos de
Palestina y por el camino se llevaron muchas vidas de civiles inocentes.
Terroristas israelíes también asesinaron al mediador de la ONU, el
conde Folke Bernadotte, en 1948 porque se oponía a su propuesta de
internacionalizar Jerusalén. Los autores de estos actos no eran
extremistas aislados: los jefes del plan de asesinato consiguieron la
amnistía del gobierno israelí y uno de ellos fue elegido para el
Knesset. Otro líder terrorista que aprobó el asesinato, pero que no fue
juzgado, fue el futuro primer ministro Yitzhak Shamir. Es cierto, Shamir
admitió públicamente que “ni la ética judía ni la tradición judía
pueden rechazar el terrorismo como medio de combate”. Al contrario, el
terrorismo tenía “un gran papel que jugar … en nuestra guerra contra el
ocupante (Gran Bretaña)”. Si el uso del terrorismo por parte de los
palestinos es moralmente censurable hoy en día, también la dependencia
que de él tenía Israel en el pasado, por lo tanto no puede justificarse
el apoyo de EE. UU. a Israel basándose en que su conducta en el pasado
había sido moralmente superior.
Quizá
Israel no haya actuado peor que muchos otros países, pero está claro
que no ha actuado mejor. Y si ni los argumentos morales ni los
estratégicos son válidos para el apoyo estadounidense a Israel, ¿cómo lo
explicamos?
EL LOBBY ISRAELÍ
La
explicación reposa en el incomparable poder del Lobby israelí. Si no
fuera por la habilidad del Lobby para manipular el sistema político
norteamericano, la relación entre Israel y los EE. UU. sería mucho menos
íntima de lo que es en la actualidad.
¿Qué es el Lobby?
Usamos
“el Lobby” como término breve cómodo para referirnos a la amplia
coalición de individuos y organizaciones que trabajan activamente para
dar forma a la política exterior de los EE. UU. en una dirección
pro-israelí. Que usemos este término no tiene como finalidad sugerir que
“el Lobby” es un movimiento unificado con un liderazgo central o que
individuos integrados en él no difieran en ciertos puntos.
El
corazón del Lobby está formado por judíos norteamericanos que hacen un
esfuerzo significativo en sus vidas diarias para inclinar la política
exterior estadounidense de forma que beneficie los intereses de Israel.
Sus actividades van desde simplemente votar candidatos pro-israelíes
hasta la escritura de cartas, contribuciones financieras y el apoyo a
organizaciones pro-israelíes. Pero no todos los judíos norteamericanos
son parte del Lobby, porque Israel no es un tema importante para muchos
de ellos. En un estudio de 2004, por ejemplo, apenas el 36% de los
judíos norteamericanos afirmó que no estaban “muy” o “nada en absoluto”
atados emocionalmente a Israel.
Los
judíos norteamericanos también difieren en políticas israelíes
específicas. Muchas de las organizaciones clave del Lobby, como el AIPAC
y la Conferencia de presidentes de grandes organizaciones judías
(CPMJO) están motivadas por líneas duras que generalmente apoyan las
políticas expansionistas del Likud israelí, incluyendo su hostilidad
hacia el proceso de paz de Oslo. La mayoría de los judíos
norteamericanos, por otra parte, estaría favorablemente dispuesta a
hacer concesiones a los palestinos y algunos grupos –como la Voz judía
por la paz– abogan con fuerza por esos pasos. A pesar de estas
diferencias, tanto los moderados como la línea dura apoyan firmemente el
apoyo de los EE. UU. a Israel.
No
sorprende que los líderes judío-norteamericanos consulten a menudo con
funcionarios israelíes para así poder ejercer la máxima influencia en
los EE. UU. como un activista de una importante organización judía
escribió “para nosotros es rutina decir: ‘ésta es nuestra política en
cierto tema, pero debemos comprobar lo que dicen los israelíes’. Como
comunidad lo hacemos constantemente”. También hay una norma muy dura en
contra de criticar la política israelí y los líderes
judío-norteamericanos rara vez apoyan que se ejerza presión sobre
Israel. Así que Edgar Bronfman padre, presidente del Congreso judío
mundial, fue acusado de “perfidia” cuando escribió una carta al
presidente Bush a mediados de 2003 pidiéndole que presionase a Israel
para que frenase la construcción de su polémica “valla de defensa”. Los
críticos declararon que “sería obsceno en cualquier momento que el
presidente del Congreso judío mundial presionase al presidente de los
EE. UU. para que se opusiera a políticas llevadas a cabo por el gobierno
de Israel”.
De
forma similar, cuando el presidente del Foro político de Israel,
Seymour Reich, aconsejó a la secretaria de estado Condoleezza Rice que
presionase a Israel para que reabriese un paso fronterizo crítico en la
Franja de Gaza en noviembre de 2005, los críticos denunciaron sus
acciones como “comportamiento irresponsable” y declararon que “no hay
lugar en absoluto en la corriente principal judía para actuaciones
contrarias a la política relacionada con la seguridad … de Israel”.
Huyendo de estos ataques, Reich declaró que “la palabra presión no
existe en mi vocabulario cuando nos referimos a Israel”.
Los
judíos-norteamericanos han formado una impresionante serie de
organizaciones para influir en la política exterior estadounidense, de
las cuales el AIPAC es el más poderoso y conocido. En 1997 la revista
Fortune
pidió a los miembros del Congreso y a sus plantillas que hiciesen una
lista con los lobbies más poderosos en Washington. El AIPAC era el
segundo detrás de la Asociación Americana de personas retiradas (AARP),
pero por encima de lobbies de peso como el AFL-CIO y la Asociación
Nacional del Rifle. Un estudio del
National Journal de marzo de
2005 llegó a una conclusión similar, colocaba al AIPAC en segundo lugar
(igualado con la AARP) en la “lista de poder político” de Washington.
El
Lobby también incluye a importantes cristianos evangélicos como Gary
Bauer, Jerry Falwell, Ralph Reed y Pat Robertson, así como a Dick Armey y
a Tom DeLay, antiguos líderes de grupo en la Cámara de Representantes.
Creen que el renacimiento de Israel forma parte de las profecías
bíblicas, apoyan su actividad expansionista y opinan que presionar a
Israel es contrario a los deseos divinos. Además, entre los miembros del
Lobby también hay no judíos como John Bolton, el ex-editor del
Wall Street Journal
Robert Bartley, el ex-secretario de educación William Bennet, la
ex-embajadora en la ONU Jeanne Kirkpatrick y el columnista George Will.
Fuentes de poder
Los
EE. UU. tienen un gobierno dividido que ofrece muchas formas de influir
en el proceso político. Como resultado, grupos con intereses concretos
pueden manejar esa política de muchas formas diferentes –presionando a
representantes electos y miembros de la parte ejecutiva, haciendo
campañas de contribuciones, votando en elecciones, moldeando la opinión
pública, etc.
Además,
los grupos con intereses especiales gozan de un poder desproporcionado
cuando están ligados a un tema particular y la mayoría de la población
es indiferente. Los hacedores de política tienden a acomodarse a
aquellos que se preocupan por el tema en cuestión, aunque sea un número
pequeño, confiando en que el resto de la población no los castigará.
El
poder del Lobby israelí mana de su incomparable habilidad par jugar a
este juego de la política de los grupos con intereses particulares. En
sus operaciones básicas no se diferencia de otros grupos como el Lobby
de granjeros, del acero o de los trabajadores textiles y otros lobbies
étnicos. Lo que distingue al Lobby israelí es su extraordinaria
eficacia. Pero no hay nada impropio en que los judíos-norteamericanos y
sus aliados cristianos intenten llevar la política de los EE. UU. hacia
Israel. Las actividades del Lobby no son el tipo de conspiraciones
descritas en tratados antisemitas como los
Protocolos de los ancianos de Sión (Protocols of the Elders of Zion).
Para la mayoría, los individuos y grupos que comprende el Lobby hacen
lo que otros grupos similares hacen, pero mucho mejor. Curiosamente los
grupos de intereses árabes son entre débiles e inexistentes, lo que hace
que la tarea del Lobby sea aún más fácil.
Estrategias para el éxito
El
Lobby persigue dos grandes estrategias para promover la ayuda
estadounidense a Israel. La primera, ejercer una influencia
significativa en Washington presionando tanto al Congreso como a la rama
ejecutiva para que apoyen a Israel. Sin importar cuáles sean las
opiniones de un legislador o un político, el Lobby intenta que vean que
apoyar a Israel es la “mejor” opción política.
La
segunda, el Lobby procura asegurarse que el discurso público sobre
Israel refleje una luz positiva repitiendo mitos sobre Israel y su
fundación y dando publicidad a la opinión de Israel en los debates
políticos diarios. El objetivo es evitar comentarios críticos sobre
Israel que surjan de una vista objetiva del ruedo político. Controlar el
debate es esencial para garantizar el apoyo de los EE. UU., porque una
discusión sincera sobre las relaciones entre los EE. UU. e Israel podría
llevar a los norteamericanos a optar por una política diferente.
Influencia en el Congreso
Un
pilar clave en la eficacia del Lobby es su influencia en el Congreso de
los EE. UU. donde Israel es prácticamente inmune a las críticas. Esto
es por sí mismo una situación extraordinaria ya que el Congreso casi
nunca se asusta de los temas conflictivos. Tanto si el tema es el
aborto, la acción afirmativa, la atención sanitaria o el bienestar
social, seguramente habrá un debate animado en el Capitolio. Cuando se
trata de Israel, sin embargo, los críticos potenciales permanecen en
silencio y prácticamente no hay debate.
Una
de las razones del éxito del Lobby en el Congreso es que algunos
miembros clave son cristianos sionistas, como Dick Armey, quien dijo en
setiembre de 2002 que “mi primera prioridad en política exterior es
proteger a Israel”. Cualquiera pensaría que la primera prioridad de
cualquier congresista debería ser “proteger a los EE. UU.”, pero eso no
fue lo que dijo Armey. También hay senadores judíos y congresistas que
trabajan para conseguir que la política exterior estadounidense apoye
los intereses israelíes.
Los
empleados pro-israelíes del Congreso son otra fuente del poder del
Lobby. Como una vez admitió un ex-líder del AIPAC, Morris Amitay, “hay
mucha gente, trabajadores de aquí (del Capitolio) … que resulta que es
judía y que está deseando … poder mirar ciertos temas desde el punto de
vista de su carácter judaico …. Toda esa gente está en una posición en
la que pude influir en la decisión de esos senadores…. Se puede
conseguir muchísimo sólo desde el nivel de los empleados”.
El
AIPAC en sí mismo es el que forma el corazón de la influencia del Lobby
en el Congreso. El éxito del AIPAC se debe a su capacidad para premiar a
legisladores y candidatos al Congreso que apoyen sus prioridades y
castigar a los que lo desafíen. El dinero es un punto importantísimo en
las elecciones norteamericanas (como el reciente escándalo sobre los
varios tratos en la sombra del cabildero Jack Abramoff nos recuerda), y
el AIPAC se asegura de que sus amigos reciban un fuerte apoyo económico
de la miríada de comités de acción política pro-israelíes. Por otra
parte, los que sean vistos como hostiles contra Israel, pueden estar
seguros de que el AIPAC dirigirá contribuciones de campaña contra sus
oponentes políticos. El AIPAC también organiza campañas de envío de
cartas y anima a los editores de periódicos a respaldar a los candidatos
pro-israelíes.
No cabe duda de la potencia de estas tácticas. Por coger sólo
un ejemplo, en 1984 el AIPAC ayudó en la derrota del senador Charles
Percy de Illinois quien, según una importante figura del Lobby, había
“manifestado insensibilidad e incluso hostilidad contra nuestros
intereses”. Thomas Dine, presidente del AIPAC en aquel momento explicó
lo que pasaba: “Todos los judíos de los EE. UU., de costa a costa, se
unieron para echar a Percy. Y los políticos norteamericanos –los que
tienen puestos públicos ahora y los que aspiran a ellos– entendieron el
mensaje”. La reputación del AIPAC lo define como un adversario
formidable, por supuesto, porque desanima a cualquiera a oponerse a su
programa.
Sin
embargo la influencia del AIPAC en el Capitolio va aún más lejos. Según
Douglas Bloomflield, antiguo miembro del personal del AIPAC, “es normal
que los miembros del Congreso y su equipo se dirijan al AIPAC en primer
lugar cuando necesitan una información, antes de llamar a la biblioteca
del Congreso, al Servicio de Investigación del Congreso, a miembros del
comité o a expertos de la administración”. Lo que es más importante,
señala que al AIPAC “se recurre a menudo para que redacten discursos,
trabajen sobre legislación, aconsejen sobre tácticas, reúnan
patrocinadores y votos”.
Lo
fundamental es que el AIPAC, que es un agente de un gobierno extranjero
de facto, tiene un dominio completo en el Congreso de los EE. UU. Allí
no hay debates abiertos sobre la política estadounidense hacia Israel, a
pesar de que esa política tiene consecuencias importantes para todo el
mundo. Por todo esto una de las tres ramas principales del gobierno de
los EE. UU. está firmemente comprometida con el apoyo a Israel. Como
dijo el ex-senador Ernesto Hollines (Demócrata, Carolina del Sur) cuando
dejó su cargo, “No se puede tener una política hacia Israel que no sea
la marcada por el AIPAC”. Así que no sorprende que una vez el primer
ministro israelí Ariel Sharon dijese al público norteamericano: “Cuando
la gente me pregunta cómo puede ayudar a Israel, le digo –Ayude al
AIPAC”.
Influencia en el ejecutivo
El
Lobby también tiene una influencia significativa en la rama ejecutiva.
Ese poder se deriva en gran medida de la influencia que los votantes
judíos tienen en las elecciones presidenciales. A pesar de ser un
pequeño porcentaje de la población (menos del 3%), hacen grandes
donaciones a las campañas de los candidatos de los dos partidos. El
Washington Post
estimó que los candidatos demócratas a la presidencia “dependen de los
apoyos judíos hasta en un 60% del dinero recibido”. Aun más, los
votantes judíos tienen un índice muy alto de votantes y están
concentrados en estados clave como California, Florida, Illinois, Nueva
York y Pennsilvania. Como son importantes en elecciones muy reñidas, los
candidatos a la presidencia procuran no contrariar a los votantes
judíos.
Organizaciones
clave en el Lobby también apuntan directamente a la administración que
esté en el poder. Por ejemplo, las fuerzas pro-israelíes se aseguran de
que los críticos con el estado judío no puedan conseguir cargos
importantes relacionados con la política exterior. Jimmy Carter quería
que George Ball fuese su primer secretario de estado, pero sabía que
Ball estaba visto como crítico con Israel y que el Lobby se opondría al
nombramiento. Esta prueba de fuego obliga a cualquier aspirante a
diseñador de políticas a convertirse en un gran partidario de Israel,
por eso los abiertamente críticos con la política de Israel se han
convertido en una especie en extinción entre el personal que se ocupa de
la política exterior de los EE. UU.
Estas
fuerzas siguen operando hoy en día. Cuando en 2004 el candidato a la
presidencia Hosard Dean pidió que los EE. UU. pasaran a un papel más
“imparcial” en el conflicto árabe-israelí, el senador Joseph Lieberman
lo acusó de traicionar a Israel y dijo que su declaración era
“irresponsable”. Prácticamente todos los altos cargos demócratas de la
Cámara firmaron una carta contundente dirigida a Dean en la que
criticaban sus comentarios y el
Chigago Jewish Star informó de
que “atacantes anónimos … están atascando los buzones de líderes judíos
por todo el país avisando -sin muchas pruebas- de que Dean podría ser de
algún modo malo para Israel”.
Esta
preocupación era absurda, dado que Dean, de hecho, es de la línea dura a
favor de Israel. El director de su campaña era un antiguo presidente
del AIPAC y Dean dijo que sus propias opiniones sobre Oriente Medio eran
más cercanas a las del AIPAC que a las del moderado Americanos por la
Paz Ahora. Dead sólo había sugerido que para “acercar a las partes”,
Washington debería actuar como un negociador honrado. Esto difícilmente
se puede considerar una idea radical, pero es algo inaguantable para el
Lobby que no está dispuesto a tolerar la idea de la imparcialidad en lo
que respecta al conflicto árabe-israelí.
Las
metas del Lobby también se ven beneficiadas cuando individuos
pro-israelíes ocupan puestos importantes en el ejecutivo. Durante la
administración Clinton, por ejemplo, la política sobre Oriente Medio la
conformaban sobre todo gente con fuertes lazos de unión con Israel o con
importantes organizaciones pro-israelíes –incluido Martin Indyk,
antiguo director adjunto de investigación del AIPAC y cofundador del
Instituto Washington de Política para Oriente Próximo (WINEP)
pro-israelí; Dennis Ross, que se unió al WINEP después de dejar el
gobierno en 2001 y Aaron Miller, que vivió en Israel y que va a menudo
de visita.
Estos
hombres estaban entre los consejeros más próximos al presidente Clinton
en la cumbre de Camp David de julio de 2000. A pesar de que los tres
apoyaban el proceso de paz de Oslo y estaban a favor de la creación de
un estado palestino, sólo lo hacían dentro de los límites de lo que
sería aceptable para Israel. En particular, la delegación norteamericana
seguía el ejemplo del primer ministro israelí Ehud Barak, coordinaban
las posiciones negociadoras con anterioridad y no ofrecían sus propias
propuestas independientes para la resolución del conflicto. No es
sorprendente que los negociadores palestinos se quejasen de que estaban
“negociando con dos delegaciones israelíes –una bajo bandera israelí y
la otra bajo bandera de los EE. UU.”.
La
situación es incluso más marcada en la administración Bush cuyas filas
incluyen individuos que apoyan fervientemente a Israel como Eliot
Abrams, John Bolton, Douglas Feith, I. Lewis (“Scooter”) Libby, Richard
Perle, Paul Wolfowitz y David Wurmser. Como veremos, estos miembros del
gobierno promueven políticas favorecidas por Israel y respaldadas por
las organizaciones del Lobby.
Manipulación de los medios
Además
de influir directamente en la política del gobierno, el Lobby procura
determinar las percepciones del público sobre Israel y Oriente Medio. No
quiere que surja un debate abierto sobre temas relacionados con Israel
porque un debate abierto podría llevar a que los estadounidenses se
cuestionen el nivel de ayuda que actualmente aportan. Según esto, las
organizaciones pro-israelíes trabajan duro para influir en los medios,
en grupos de expertos y en el mundo académico porque estas instituciones
son decisivas a la hora de dar forma a la opinión popular.
La
perspectiva del Lobby sobre Israel se ve ampliamente reflejada en los
principales medios en buena medida porque la mayoría de los
comentaristas son pro-israelíes. El debate entre expertos en Oriente
Medio, según escribe el periodista Eric Alterman, está “dominado por
gente a la que nunca se le ocurriría criticar a Israel”. Da una lista de
61 “columnistas y comentaristas con los que se puede contar para que
apoyen a Israel reflexivamente y sin reservas”. En el lado contrario,
Alterman sólo encontró cinco expertos que critican sistemáticamente el
comportamiento Israel o que respaldan posiciones árabes. De vez en
cuando los periódicos publican artículos de invitados que desafían la
política israelí, pero el balance favorece claramente al otro bando.
Esta predisposición pro-Israel se refleja en los editoriales de los principales periódicos. Robert Bartley, último editor del
Wall Street Journal,
señaló una vez que “Shamir, Sharon, Bibi –sea lo que sea lo que quieren
estos tíos, para mí está bien”. No es sorprendente que el
Journal, junto con otros periódicos importantes como
The Chicago Sun-Times y
The Washington Times, publiquen regularmente editoriales marcadamente pro-Israel. Revistas como
Commentary, la
New Republic y la
Weekly Estándar también defienden celosamente siempre a Israel.
También encontramos esta predisposición editorial en periódicos como el
New York Times. El
Times
rara vez critica la política israelí y a veces reconoce que los
palestinos hacen reivindicaciones legítimas, pero no es imparcial. En
sus memorias, por ejemplo, el ex-director ejecutivo del
Times,
Max Frankel reconoció el impacto que sus propias actitudes pro-israelíes
tenían en sus elecciones editoriales. En sus propias palabras: “Era
mucho más devoto de Israel de lo que me atrevía a reconocer”. Y sigue:
“Fortalecido por mis conocimiento de Israel y por mis amistades allí, yo
mismo solía escribir muchos de los comentarios sobre Oriente Medio.
Como más lectores árabes que judíos reconocen, los escribía desde una
perspectiva pro-israelí”.
Las
informaciones de los medios de nuevos acontecimientos referentes a
Israel son de algún modo más imparciales que los comentarios
editoriales, en parte porque los reporteros procuran ser objetivos, pero
también porque es difícil cubrir sucesos en los territorios ocupados
sin reconocer cuál es el comportamiento actual de Israel. Para
desalentar las informaciones desfavorables sobre Israel, el Lobby
organiza campañas de cartas, manifestaciones y boicots contra
distribuidores de noticias cuyo contenido se considera anti-israelí. Un
ejecutivo de la CNN ha dicho que a veces recibe 6.000 mensajes de correo
electrónico en un solo día en los que se quejan de que una historia es
anti-israelí. De forma similar, el Comité norteamericano para la
información fiel sobre Oriente Medio (CAMERA), también por-israelí,
organizó manifestaciones ante las emisoras de 33 ciudades de la Radio
Nacional Pública (NPR) en mayo de 2003 y también intentó convencer a los
patrocinadores de que retirasen su apoyo a la NPR hasta que su
información sobre Oriente Medio fuese más comprensiva con Israel. La
sede de la NPR en Boston, WBUR, informó que había perdido más de un
millón de dólares en aportaciones como resultado de aquellos esfuerzos.
La presión sobre la NPR también llegó desde los amigos de Israel en el
Congreso, quienes pidieron a la NPR una auditoría interna así como más
supervisión en su información sobre Oriente Medio.
Estos
factores ayudan a explicar por qué los medios norteamericanos contienen
pocas críticas a la política de Israel, por qué pocas veces cuestionan
la relación de Washington con Israel y por qué sólo ocasionalmente se
discute la marcada influencia del Lobby en la política estadounidense.
Expertos con un único modo de pensar
Entre
los expertos estadounidenses predominan las fuerzas pro-israelíes,
estos expertos juegan un papel muy importante en el desarrollo del
debate público y también en la política. El Lobby creó su propio grupo
de expertos en 1985 cuando Martin Indyk colaboró en la fundación del
WINEP. A pesar de que el WINEP minimiza sus lazos con Israel y proclama
en cambio que ofrece un perspectiva “equilibrada y realista” sobre los
temas de Oriente Medio, ésa no es la realidad. De hecho, el WINEP lo
fundaron y lo dirigen individuos que están profundamente comprometidos
con potenciar el programa israelí.
La
influencia del Lobby en el mundo de los expertos se extiende más allá
del WINEP. Durante los últimos 25 años, fuerzas pro-israelíes han
establecido una presencia dominante en el Instituto Americano para la
Empresa, la Institución Brookings, el Centro para Politíca de Seguridad,
el Instituto de Investigación de Política Exterior, la Fundación
Heritage, el Instituto Hudson, el Instituto para el Análisis de Política
Exterior y el Instituto Judío para Asuntos de Seguridad Nacional
(JINSA). Estos grupos de expertos son decididamente pro-israelíes e
incluyen pocos, o ningún, crítico con el apoyo estadounidense al estado
judío.
Un
buen indicador de la influencia del Lobby en el mundo de los expertos
es la evolución de la Institución Brookings. Durante muchos años su
mayor experto en temas de Oriente Medio fue William B. Quandt, un
académico distinguido y antiguo miembro del Consejo de Seguridad
Nacional con una bien merecida reputación de imparcialidad en lo
referente al conflicto árabe-israelí. En la actualidad, sin embargo, el
trabajo de Brookings sobre estos temas pasa a través de su Centro Saban
para los Estudios de Oriente Medio, que está financiado por Haim Saban,
un rico hombre de negocios israelí-norteamericano y un sionista
ardiente. El director del Centro Saban es el omnipresente Martin Indyk.
Así pues, el que era un instituto político imparcial sobre temas de
Oriente Medio es ahora parte del conjunto de expertos pro-israelíes
destacados.
Vigilancia del mundo académico
El
Lobby ha tenido su debate más agobiante y difícil sobre Israel en los
campus universitarios ya que la libertad académica está muy valorada y
porque los profesores numerarios son difíciles de amenazar o silenciar.
Aun así, hubo sólo unas mínimas críticas a Israel en los años 90 cuando
comenzaba el proceso de paz de Oslo. Las críticas comenzaron después del
colapso del proceso y con la subida al poder de Ariel Sharon a
principios de 2001 y se hicieron especialmente intensas cuando las IDF
reocuparon la Orilla Oeste en la primavera de 2002 usando una fuerza
desmesurada contra la Segunda Intifada.
El
Lobby reaccionó agresivamente para “recuperar los campus”. Surgieron
nuevos grupos como la Caravana por la Democracia que llevaba a oradores
israelíes a las universidades estadounidenses. Grupos establecidos como
el Consejo Judío para Asuntos Públicos y Hillel entraron en acción y un
grupo nuevo –Coalición Israelí en los Campus– se formó para coordinar a
tantos grupos que buscaban defender el caso israelí en los campus. Al
final, el AIPAC triplicó sus partidas presupuestarias destinadas a
controlar las actividades universitarias y a formar jóvenes abogados
para Israel con la finalidad de “expandir ampliamente el número de
estudiantes universitarios comprometidos … en el esfuerzo nacional
pro-israelí”.
El
Lobby también controla lo que los profesores escriben y enseñan. En
setiembre de 2002, por ejemplo, Martin Kramen y Daniel Pipes, dos
apasionados pro-israelíes neoconservadores, fundaron una página web
(Campus Watch) en la que hacían públicos dosieres sobre académicos
sospechosos y animaba a los estudiantes a informar sobre comentarios o
comportamientos que pudiesen ser considerados hostiles hacia Israel.
Este intento transparente de poner en la lista negra y de intimidar a
expertos provocó una fuerte reacción y Pipes y Kramer retiraron los
dosieres, pero la página web sigue invitando a los alumnos a que
informen sobre supuesto comportamiento anti-israelí en las universidades
norteamericanas.
Algunos
grupos del Lobby también dirigen su fuego hacia profesores en
particular y hacia las universidades que los contratan. La Universidad
de Columbia, que tenía como profesor en una facultad al palestino Edward
Said, ha sido frecuentemente un objetivo de las fuerzas pro-israelíes.
Jonathan Cole, anterior rector de Columbia, informó de que “Podemos
estar seguros de que cualquier declaración pública a favor del pueblo
palestino que haga el eminente crítico literario Edward Said provocará
que recibamos cientos de correos electrónicos, cartas y artículos
periodísticos que nos pidan que denunciemos a Said o que lo sancionemos o
que lo despidamos”. Cuando Columbia contrató al historiador Rashid
Khalid que estaba en la Universidad de Chicago, Cole dijo que “las
quejas de gente que no estaba de acuerdo con el contenido de sus ideas
políticas empezaron a llegar”. Princeton se enfrentó al mismo problema
pocos años después cuando consideró contratar a Khalidi y arrebatárselo a
Columbia.
Una
ilustración clásica del esfuerzo de esta policía académica se dio a
finales de 2004 cuando el “Proyecto David” produjo un film
propagandístico afirmando que el programa del profesorado de los
estudios de Oriente Medio de la Universidad de Columbia era antisemita y
que intimidaba a los estudiantes judíos que defendían a Israel.
Removieron Columbia de arriba abajo, pero un comité asignado para esta
investigación no encontró prueba alguna de antisemitismo y el único
incidente digno de mencionar fue la posibilidad de que un profesor había
“respondido acaloradamente” a la pregunta de un estudiante. El comité
descubrió también que los profesores acusados habían sido blanco de una
campaña de intimidación.
Quizá
el aspecto más inquietante de esta campaña para eliminar la crítica a
Israel en los campus sea el esfuerzo de los grupos judíos por hacer que
el Congreso establezca mecanismos que controlen lo que los profesores
dicen sobre Israel. A las universidades que se suponía que tenían
predisposición anti-israelí se les negarían fondos federales. Este
esfuerzo por entrar en la política de campus de los EE. UU. todavía no
ha tenido éxito, pero el intento ilustra la importancia de los grupos
pro-israelíes en el control del debate de estos temas.
Finalmente,
un número de filántropos judíos han fundado programas de estudios
israelíes (que se suman a los casi 130 programas de estudios judíos ya
existentes) con el fin de incrementar el número de profesores pro-Israel
en los campus. La Universidad de Nueva York anunció la creación del
Centro Taub para estudios israelíes el uno de mayo de 2003 y programas
similares se han ido creando en otras universidades como Berkeley,
Brandeis y Emory. La administración académica insiste en el valor
pedagógico de estos programas, pero la verdad es que, en gran parte, su
finalidad es promocionar la imagen de Israel en los campus. Fred Laffer,
director de la Fundación Taub, deja claro que su Fundación creó el
centro de la Universidad de Nueva York para ayudar a hacer frente al
“punto de vista árabe (sic)” que él cree que es el predominante en los
programas sobre Oriente Medio de la Universidad de Nueva York.
En
resumen, el Lobby ha llegado a realizar esfuerzos considerables para
aislar a Israel de las críticas de los campus universitarios. No ha
tenido tanto éxito en el mundo académico como en el Capitolio, pero ha
trabajado duro para suprimir las críticas a Israel por parte de
profesores y estudiantes y hoy en día hay muchas menos en los campus.
El gran silenciador
Ninguna
discusión sobre cómo opera el Lobby estaría completa sin examinar una
de sus armas más poderosas: la acusación de antisemitismo. Cualquiera
que critique las acciones de Israel o que diga que los grupos
pro-israelíes tienen una influencia significativa sobre la política
estadounidense en Oriente Medio –una influencia que festeja el AIPAC–
corre el riesgo de que lo etiqueten de antisemita. De hecho cualquiera
que diga que hay un Lobby israelí corre el riesgo de que se le acuse de
antisemita, a pesar de que los mismos medios israelíes se refieren al
“Lobby Judío” de EE. UU. En efecto, el Lobby alardea de su propio poder y
luego ataca a cualquiera que llame la atención sobre ese hecho. Esa
táctica es muy eficaz porque el antisemitismo es detestable y ninguna
persona responsable quiere que le acusen de algo así.
Los
europeos han estado en los últimos tiempos más dispuestos que los
estadounidenses a criticar la política de Israel, algo que algunos
atribuyen a un resurgir del antisemitismo en Europa. Estamos “llegando a
un punto”, dijo el embajador estadounidense en la Unión Europea a
principios de 2004, “en el que estamos tan mal como en 1930”. Medir el
antisemitismo es un asunto complicado, pero el peso de la prueba apunta
en la dirección opuesta. Por ejemplo, en la primavera de 2004, cuando
las acusaciones de antisemitismo en Europa se hacían notar en los EE.
UU., distintas encuestas a la opinión pública europea llevadas a cabo
por la Liga antidifamación y el Centro de investigación Pew para el
pueblo y la prensa mostraron que en realidad estaba declinando.
Tomemos
por ejemplo Francia, a quien las fuerzas pro-israelíes retratan a
menudo como el estado más antisemita de Europa. Una encuesta realizada a
ciudadanos en 2002 descubrió que el 89% se podría imaginar viviendo con
un judío; el 97% creía que hacer grafitis antisemitas es un delito
grave; el 87% opinaba que los ataques a sinagogas francesas era un
escándalo; y el 85% de los católicos practicantes franceses rechazaban
la afirmación de que los judíos tienen demasiada importancia en los
negocios y las finanzas. No nos sorprende que el presidente de la
Comunidad Judía francesa declarase en el verano de 2003 que “Francia no
es más antisemita que los EE. UU.”. Según un artículo reciente aparecido
en
Ha’aretz, la policía francesa informó de que los incidentes
antisemitas en Francia habían disminuido casi un 50% en 2005 y esto a
pesar del hecho de que Francia tiene la mayor población musulmana de
toda Europa.
Por
último, cuando un judío francés fue brutalmente asesinado el mes pasado
por una banda musulmana, decenas de miles de franceses salieron a la
calle para condenar el antisemitismo. Aún más, el presidente francés
Jacques Chirac y el primer ministro Dominique de Villepin asistieron al
servicio fúnebre para mostrar su solidaridad con los judíos franceses.
También merece la pena señalar que en 2002 emigraron más judíos a
Alemania que a Israel, haciendo que sea “la comunidad judía con más
crecimiento de todo el mundo”, según un artículo publicado en el
periódico judío
Forward. Si Europa de verdad está volviendo a 1930, resulta difícil imaginar que los judíos vuelvan a ella en grandes cantidades.
Reconocemos,
sin embargo, que Europa no está libre del estigma del antisemitismo.
Nadie puede negar que todavía quedan algunos antisemitas autóctonos y
virulentos en Europa (también los hay en los EE. UU.), pero su número es
pequeño y sus opiniones extremas se ven rechazadas por la gran mayoría
de los europeos. Tampoco puede negarse que hay antisemistismo entre los
musulmanes europeos, en parte provocado por el comportamiento israelí
hacia los palestinos y otra parte debido sencillamente al racismo. Este
problema es preocupante, pero está bajo control. Los musulmanes
constituyen menos del cinco por ciento de la población total europea y
los gobiernos europeos trabajan duro para atajar el problema. ¿Por qué?
Porque la mayoría de los europeos rechazan esas ideas. En resumen, en lo
referente al antisemitismo, la Europa actual no guarda apenas ningún
parecido con la Europa de 1930.
Por eso la
s
fuerzas pro-israelíes, cuando se ven forzadas a ir más allá de la
afirmación, explican que hay un “nuevo antisemitismo” que identifican
con las críticas a Israel. En otras palabras, critica la política de
Israel y por definición eres antisemita. Cuando el sínodo de la Iglesia
Anglicana votó recientemente dejar de invertir en Caterpillar Inc
basándose en que Caterpillar fabrica los bulldozers que se usan para
demoler los hogares de los palestinos, el gran rabino se quejó de que
esto tendría graves repercusiones en … las relaciones cristiano-judías
en Gran Bretaña, mientras el rabino Tony Bayfiel, cabeza del movimiento
reformista dijo: “Hay un claro problema de antisionismo –al borde del
antisemitismo– y estas actitudes surgen de las raíces de las hierbas e
incluso en las filas de la Iglesia”. Sin embargo, la Iglesia no era
culpable ni de antisionismo ni de antisemitismo, sólo protestaba por la
política israelí.
A
los que son críticos también se les acusa de colocar a Israel en un
lugar injusto o de cuestionar su derecho a existir, pero esas
acusaciones también son falsas. Los occidentales que critican a Israel
casi nunca cuestionan su derecho a existir. Al contrario, lo que
cuestionan es su comportamiento hacia los palestinos, que es una crítica
legítima: los mismos israelíes lo cuestionan. Tampoco se está juzgando
injustamente a Israel. Pero la forma israelí de tratar a los palestinos
suscita críticas por ser contraria a las normas ampliamente aceptadas
sobre derechos humanos y leyes internacionales, además del principio de
autodeterminación nacional. Y no es precisamente el único país que ha
tenido que enfrentarse a duras críticas por motivos similares.
En
resumen, otros lobbies étnicos sólo pueden soñar con tener el músculo
político que poseen las organizaciones pro-Israel. La cuestión, por lo
tanto, es ¿qué efecto tiene el Lobby en la política exterior de los EE.
UU.?
LA COLA QUE MUEVE AL PERRO
Si
el impacto del Lobby se limitase a la ayuda económica de los EE. UU. a
Israel, su influencia no sería tan preocupante. La ayuda extranjera es
valiosa, pero no tan útil como tener a la superpotencia mundial para que
actúe con sus amplias capacidades a favor de Israel. Por consiguiente,
el Lobby ha procurado manejar los elementos principales de la política
estadounidense en Oriente Medio. En particular ha conseguido convencer a
los líderes norteamericanos de que apoyen a Israel en su represión
continua sobre los palestinos y que apunten contra sus principales
adversarios de la región: Irán, Irak y Siria.
Demonizar a los palestinos
Esto
ya está ampliamente olvidado, pero en el otoño de 2001 y especialmente
en la primavera de 2002, la administración Bush intentó reducir el
sentimiento antiamericano del mundo árabe y reducir el apoyo a grupos
terroristas como al Qaeda deteniendo las políticas expansionistas de
Israel en los territorios ocupados y abogando por la creación de un
estado palestino.
Bush
tenía un enorme potencial de aplacamiento a su disposición. Podía haber
amenazado con reducir la ayuda económica y diplomática que los EE. UU.
ofrecían a Israel y el pueblo estadounidense seguro que lo apoyaba. Una
encuesta de mayo de 2003 reflejaba que más del 60% de los
norteamericanos estaban de acuerdo con retirar ayudas a Israel si se
resistía a la presión de los EE. UU. para solucionar el conflicto y ese
porcentaje llegaba al 70% entre los estadounidenses “políticamente
activos”. También es destacable que el 73% opinaba que los EE. UU. no
deberían favorecer a ninguno de los dos bandos.
Pero
la administración Bush no consiguió cambiar la política israelí y
Washington acabó respaldando el enfoque de línea dura de Israel. Con el
tiempo la administración también adoptó las justificaciones israelíes
para esa actuación, así que la retórica israelí y estadounidense llegó a
ser similar. En febrero de 2003 un titular del
Washington Post
resumía la situación: “Bush y Sharon casi idénticos en la política de
Oriente Medio”. El principal motivo de este cambio fue el Lobby.
La
historia comienza a finales de setiembre de 2001 cuando el presidente
Bush comienza a presionar al primer ministro israelí Sharon para que se
modere en los territorios ocupados. También presiona a Sharon para que
permita al ministro de exteriores Shimon Peres que se reúna con el líder
palestino Yasser Arafat, a pesar de que Bush era muy crítico con el
liderazgo de Arafat. Bush llegó a decir públicamente que poyaba un
estado palestino. Alarmado por estos planteamientos, Sharon acusó a Bush
de intentar “apaciguar a los árabes a nuestra costa”, avisando de que
Israel “no sería Checoslovaquia”.
Según
se dice, Bush se puso furioso cuando Sharon lo comparó con Neville
Chamberlain y el secretario de prensa de la Casa Blanca Ari Fleischer
declaró que las afirmaciones de Sharon eran “inaceptables”. El primer
ministro israelí ofreció una disculpa pro forma, pero se alió
rápidamente con el Lobby para convencer a la administración Bush y al
pueblo americano de que los EE. UU. e Israel se enfrentaban a una
amenaza común del terrorismo. Funcionarios israelíes y representantes
del Lobby insistieron repetidamente de que no había una diferencia real
entre Arafat y Osama Bin Laden e insistieron en que los EE. UU. e Israel
debían aislar al líder electo palestino y no tener nada que ver con él.
El
Lobby también se puso a trabajar en el Congreso. El 16 de noviembre, 89
senadores enviaron una carta a Bush en la que alababan su negativa a
reunirse con Arafat y en la que le pedían que los EE. UU. no impidieran a
Israel tomar represalias contra los palestinos e insistían en que el
gobierno dejase públicamente claro que apoyaba firmemente a Israel.
Según el
New York Times, la carta “había surgido en una reunión
de hace dos semanas entre líderes de la comunidad judía y senadores
clave” y añadía que el AIPAC había sido “especialmente activo ofreciendo
consejos para la carta”.
A
finales de noviembre las relaciones entre Tel Aviv y Washington habían
mejorado considerablemente. Esto se debe en parte a los esfuerzos del
Lobby para moldear la política estadounidense en la dirección de Israel,
pero también a la victoria inicial de los EE. UU. en Afganistán, lo que
reducía la necesidad de apoyo árabe para tratar con al Qaeda. Sharon
visitó la Casa Blanca a principios de diciembre y mantuvo una reunión
amistosa con Bush.
Pero
los problemas volvieron a surgir en abril de 2002, después de que las
IDF lanzaran la Operación Escudo defensivo y retomaran el control de
prácticamente la mayoría de áreas palestinas de la Orilla Oeste. Bush
sabía que la acción de Israel dañaría la imagen estadounidense en el
mundo árabe e islámico y que minaría la guerra contra el terrorismo, así
que el cuatro de abril pidió que Sharon “detuviese las incursiones y
comenzase a retirarse”. Subrayó este mensaje dos días después diciendo
que la “retirada debía ser inmediata”. El siete de abril, la consejera
para la seguridad nacional, Condoleezza Rice, dijo a los periodistas que
“inmediata quiere decir inmediata. Quiere decir ya”. Aquel mismo día el
secretario de estado Colin Powell salió para Oriente Medio para
presionar a las partes para que dejasen la lucha y comenzasen a
negociar.
Israel
y el Lobby entraron en acción. Un objetivo clave era Powell, quien
comenzó a notar una intensa presión por parte de funcionarios
pro-israelíes de la oficina del vicepresidente Cheney y del Pentágono,
así como también de expertos neoconservadores como Robert Kagan y
William Kristol que le acusaban de haber “borrado virtualmente la
distinción entre terroristas y los que luchan contra los terroristas”.
Un segundo objetivo era el mismo Bush, quien estaba empezando a
presionar a líderes judíos y a cristianos evangélicos, estos últimos un
componente clave de sus bases políticas. Tom DeLay y Dick Armey eran
especialmente francos sobre la necesidad de apoyar a Israel y DeLay y el
líder de la minoría del Senado Trent Lott visitaron la Casa Blanca y le
advirtieron a Bush que se echase atrás.
El
primer signo de que Bush estaba cediendo llegó el 11 de abril –sólo una
semana después de haber dicho a Sharon que retirase sus tropas– cuando
Ari Fleischer dijo que el Presidente cree que Sharon es “un hombre de
paz”. Bush repitió públicamente esta afirmación al regreso de Powell de
su frustrada misión y les dijo a los periodistas que Sharon había
respondido satisfactoriamente a su llamada para una retirada completa e
inmediata. Sharon no había hecho nada de eso, pero el Presidente de los
EE. UU. no estaba dispuesto a insistir más sobre ese punto.
Mientras
tanto, el Congreso también apoyaba a Sharon. El dos de mayo hizo caso
omiso de las objeciones del gobierno y aprobó dos resoluciones
reafirmando el apoyo a Israel. (La votación del Senado fue de 94 contra
2; la de la Cámara se aprobó por 352 contra 21). Ambas resoluciones
insistían en que los EE. UU. “son solidarios con Israel” y en que los
dos países están, según la cita de la resolución de la Cámara “ahora
unidos en una lucha común contra el terrorismo”. La versión de la Cámara
también condenaba “el actual apoyo al terror por parte de Yasir Arafat”
a quien se describía como un elemento central del problema del
terrorismo. Unos días después una delegación bipartidaria de
congresistas en misión de reconocimiento en Israel declaró públicamente
que Sharon debería resistirse a la presión de los EE. UU. para negociar
con Arafat. El nueve de mayo un subcomité de la Comisión de Gastos de la
Cámara de Representantes se reunió para tomar en consideración darle a
Israel 200 millones de dólares más para luchar contra el terrorismo. El
secretario de estado Powell se opuso a la medida, pero el Lobby la
respaldó, igual que había ayudado en la autoría de las dos resoluciones
del Congreso. Powell perdió.
En
resumen, Sharon y el Lobby se enfrentaron al presidente de los EE. UU. y
triunfaron. Hemi Shalev, un periodista del periódico israelí
Ma’ariv
informó de que los ayudantes de Sharon “no podían esconder su
satisfacción ante el fracaso de Powell. Sharon miró a los ojos al
presidente Bush, ambos fanfarroneaban, pero el Presidente pestañeó
primero”. Pero fueron las fuerzas pro-Israel de los EE. UU., no Sharon
ni Israel, las que jugaron el papel decisivo en la derrota de Bush.
La
situación ha cambiado poco desde entonces. La administración Bush se
negó a seguir negociando con Arafat, quien murió en noviembre de 2004.
Posteriormente ha aceptado al nuevo líder palestino, Mahmoud Abbas, pero
ha hecho poco por ayudarle a conseguir un estado viable. Sharon ha
continuado desarrollando sus planes para un “desacoplamiento” unilateral
de los palestinos que se basa en la retirada de Gaza unida a una
expansión continua por la Orilla Oeste, lo que lleva consigo la
construcción de la llamada “valla de seguridad” sobre tierras de
propiedad palestina y ampliando los asentamientos y las redes de
carreteras. Se niega a negociar con Abbas (que está a favor de un
acuerdo negociado) haciendo que sea imposible para éste ofrecer
beneficios tangibles al pueblo palestino. La estrategia de Sharon
contribuyó directamente a la reciente victoria electoral de Hamás. Con
Hamás en el poder resulta que Israel tiene otra excusa para no negociar.
El gobierno ha apoyado las acciones de Sharon (y las de su sucesor,
Ehud Olmert), y Bush ha respaldado incluso anexiones unilaterales de
Israel en los territorios ocupados dando marcha a atrás en la política
estatal de todos los presidentes desde Lyndon Johnson.
Algunos
miembros del gobierno estadounidense han hecho críticas suaves a
algunas acciones israelíes, pero han hecho muy poco para contribuir a la
creación de un estado palestino viable. Un antiguo asesor para la
seguridad nacional, Bret Scowcroft, llegó a declarar en octubre de 2004
que Sharon tenía al presidente Bush “comiendo en la palma de su mano”.
Si Bush intenta distanciar a los EE. UU. de Israel o incluso si critica
las acciones israelíes en los territorios ocupados, seguramente tendrá
que enfrentarse a la ira del Lobby y a sus partidarios en el Congreso.
Los candidatos del partido demócrata a la presidencia comprenden
perfectamente también estos hechos de la vida, por eso mismo John Kerry
se esforzó mucho para demostrar su apoyo sincero a Israel en 2004 y por
eso también Hillary Clinton está haciendo lo mismo hoy en día.
Mantener
el apoyo estadounidense a las políticas israelíes contra los palestinos
es una meta vital para el Lobby, pero sus ambiciones no terminan ahí.
También quiere que los EE. UU. ayuden a Israel a seguir siendo la fuerza
dominante en la región. Como era de esperar, el gobierno israelí y los
grupos pro-Israel de los EE. UU. trabajan juntos para manejar la
política de la administración Bush con respecto a Irak, Siria e Irán y
también con respecto a su gran esquema para la reordenación de Oriente
Medio.
Israel y la guerra de Irak
La
presión por parte de Israel y del Lobby no ha sido el único factor
existente tras la decisión estadounidense de atacar Irak en marzo de
2003, pero fue un elemento decisivo. Algunos estadounidenses creen que
ésta fue “una guerra por petróleo”, pero hay muy pocas pruebas que
apoyen esa afirmación. En lugar de eso, la guerra vino motivada en gran
medida por el deseo de hacer que Israel estuviese más seguro. Según
Philip Zelikow, miembro de la Junta Consultiva del Presidente para
Informaciones Extranjeras (2001-2003), director ejecutivo de la comisión
del 11S y ahora consejero de la secretaria de estado Condoleezza Rice,
la “amenaza real” de Irak no era una amenaza contra los EE. UU. La
“amenaza tácita” era “la amenaza contra Israel”, dijo Zelikow al público
de la Universidad de Virginia en setiembre de 2002, señalando además
que “el gobierno norteamericano no quiere insistir demasiado sobre esto
porque no es un tema popular”.
El
16 de agosto de 2002, once días antes de que el vicepresidente Cheney
empezase la campaña a favor de la guerra con un discurso de línea dura a
los veteranos de guerras en el extranjero, el
Washington Post
informó de que “Israel presiona a miembros del gobierno de los EE. UU.
para que no retrasen un ataque militar contra el Irak de Saddam
Hussein”. En este punto, según Sharon, la coordinación estratégica entre
Israel y los EE. UU. había alcanzado “dimensiones sin precedentes” y
miembros de la inteligencia israelí le habían dado a Washington varios
informes alarmantes sobre los programas iraquíes de armas de destrucción
masiva. Como diría después un general israelí retirado: “La
inteligencia Israel fue el gran aliado del cuadro presentado por la
inteligencia norteamericana y británica con respecto a la capacidad de
armas no convencionales de Irak”.
Los
líderes israelíes se angustiaron profundamente cuando el presidente
Bush decidió pedir la autorización del Consejo de Seguridad de Naciones
Unidas para entrar en guerra en setiembre y se preocuparon todavía más
cuando Saddam permitió que inspectores de Naciones Unidas volviesen a
Irak ya que estos acontecimientos parecían reducir las probabilidades de
una guerra. El ministro de exteriores Shimon Peres dijo a los
periodistas en setiembre de 2002 que “la campaña contra Saddam Hussein
es una necesidad. Las inspecciones y los inspectores están bien para la
gente decente, pero la gente deshonesta vence fácilmente a inspecciones e
inspectores”.
Al mismo tiempo, el ex primer ministro Ehud Barak escribió un artículo en el
New York Times advirtiendo que “ahora el mayor riesgo es no hacer nada”. Su predecesor, Bejamin Netanyahu, publicó un artículo similar en el
Wall Street Journal
que se titulaba “El argumento para derrocar a Saddam”. Netanyahu
declaraba “Hoy en día no vale nada más que desmantelar su régimen” y
añadía que “creo que hablo por la aplastante mayoría de israelíes al
apoyar un ataque preventivo contra el régimen de Saddam”. O como
informaba
Ha’aretz en febrero de 2003: “Los militares (israelíes) y los líderes políticos anhelan una guerra en Irak”.
Pero
como Netanyahu sugiere, el deseo de guerra no se reducía a los líderes
israelíes. Aparte de Kuwait, que Saddam había conquistado en 1990,
Israel era el único país del mundo donde tanto los políticos como la
opinión pública apoyaban con entusiasmo la guerra. Como observó en aquel
momento el periodista Gideon Levy, “Israel es el único país occidental
cuyos líderes apoyan la guerra sin reservas y donde no se expresa
ninguna opinión alternativa”. De hecho, los israelíes tenían tanto
entusiasmo por la guerra que sus aliados norteamericanos les dijeron que
sofocasen esa retórica de línea dura no fuese a parecer que la guerra
era por Israel.
El Lobby y la guerra de Irak
Dentro
de los EE. UU. la fuerza principal detrás de la guerra de Irak era un
pequeño grupo de neoconservadores, muchos de ellos con vínculos
estrechos con el Partido Likud israelí. Además, líderes clave de las
principales organizaciones del Lobby prestaron sus voces para la campaña
a favor de la guerra. Según
Forward “Mientras el presidente Bush
intentaba vender … la guerra de Irak, las organizaciones judías más
importantes de los EE. UU. se unieron en una sola para defenderlo.
Declaración tras declaración los líderes de la comunidad resaltaron la
necesidad de liberar al mundo de Saddam Hussein y de sus armas de
destrucción masiva”. El editorial sigue diciendo que “la preocupación
por la seguridad de Israel influyó legítimamente en las deliberaciones
de los principales grupos judíos”.
A
pesar de que los neoconservadores y otros líderes del Lobby ansiaban
invadir Irak, la mayoría de la comunidad judía norteamericana no. De
hecho, Samuel Freedman informó justo después del comienzo de la guerra
de que “una recopilación de encuestas a nivel nacional llevadas a cabo
por el Centro de Investigación Pew muestra que los judíos apoyan en
menor grado la guerra de Irak que la población en general, 52% contra
62%”. A pesar de todo nos equivocaríamos si achacásemos la guerra de
Irak a la “influencia judía”. En realidad la guerra se debió en gran
medida a la influencia del Lobby, particularmente a los neoconservadores
incluidos en él.
Los
neoconservadores ya estaban determinados a derrocar a Saddam antes de
que Bush llegase a la presidencia. Ya habían causado una conmoción a
principios de 1998 al publicar dos cartas abiertas al presidente Clinton
pidiendo que se retirase a Saddam del poder. Los firmante, muchos de
los cuales tenían vínculos estrechos con grupos pro-Israel como JINSA o
WINEP, y en sus filas estaban Elliot Abrams John Bolton, Douglas Feith,
William Kristol, Bernard Lewis, Donald Rumsfeld, Richard Perle y Paul
Wolfowitz no tuvieron muchos problemas para convencer a la
administración Clinton de que adoptase la meta general de expulsar a
Saddam. Pero los neoconservadores no fueron capaces de vender una guerra
para alcanzar ese objetivo. Como tampoco fueron capaces de generar
mucho entusiasmo hacia la invasión de Irak en los primeros meses de la
administración Bush. Con todo lo importantes que fueron los
neoconservadores para conseguir la guerra de Irak, necesitaron ayuda
para alcanzar su meta.
La
ayuda llegó el 11S. Específicamente, los terribles acontecimientos de
ese día llevaron a Bush y a Cheney a cambiar el rumbo y a convertirse en
grandes defensores de una guerra preventiva en Irak para derrocar a
Saddam. Los neoconservadores del Lobby –principalmente Scooter Libby,
Paul Wolfowitz y el historiador de Princetown Bernadr Lewis– jugaron
papeles destacados en el convencimiento del presidente y el
vicepresidente a favor de la guerra.
Para
los neoconservadores el 11S fue una oportunidad dorada de defender la
postura de la guerra de Irak. En una reunión clave en Camp David el 15
de setiembre, Wolfowitz defendió atacar Irak antes que Afganistán, a
pesar de que no había pruebas de que Saddam tuviese algo que ver con los
ataques a los EE. UU. y se sabía que Bin Laden estaba en Afganistán.
Bush rechazó su consejo y decidió ir a por Afganistán, pero la guerra de
Irak era ahora una posibilidad seria y el Presidente de los EE. UU.
encargó a los planificadores militares el 21 de noviembre de 2001 que
desarrollaran planes concretos para una invasión.
Mientras
tanto, otros neoconservadores seguían trabajando en los pasillos del
poder. Todavía no tenemos la historia completa, pero académicos como
Lewis y Fouad Ajami de la Universidad John Hopkins jugaron, según se
dice, papeles clave para convencer al vicepresidente Cheney de ir a la
guerra. Las opiniones de Cheney también estaban muy influidas por los
neoconservadores de su equipo, especialmente Eric Edelman, John Hannah y
el jefe de grupo Libby, uno de los personajes más importantes del
gobierno. La influencia del vicepresidente ayudó a convencer a Bush a
principios de 2002. Con Bush y Cheney a bordo, la guerra estaba
decidida.
Fuera
del gobierno, los expertos neoconservadores no perdían el tiempo y
proclamaban que invadir Irak era esencial para ganar la guerra al
terrorismo. Sus esfuerzos se dirigían especialmente a mantener la
presión sobre Bush y en parte pretendían vencer la oposición a la guerra
dentro y fuera del gobierno. El 20 de setiembre un grupo de destacados
neoconservadores y sus aliados publicaron otra carta abierta en la que
le decían al Presidente que “aunque las pruebas no relacionen
directamente a Irak con el ataque (del 11S), cualquier estrategia
destinada a la erradicación del terrorismo y de los que lo apoyan debe
incluir un esfuerzo firme para desbancar a Saddam Hussein del poder en
Irak”. La carta también le recordaba a Bush que “Israel ha sido y sigue
siendo el más firme aliado de los EE. UU. contra el terrorismo
internacional”. En la edición del uno de octubre del
Weekly Standard
Robert Kagan y William Kristol pedían un cambio de régimen en Irak
inmediatamente después de la derrota talibán. Ese mismo día, Charles
Krauthammer exponía en el
Washington Post que cuando hayamos
acabado en Afganistán, Siria debería ser el siguiente, seguido por Irán e
Irak. “La guerra contra el terrorismo”, argumentaba, “terminará en
Bagdad”, cuando acabemos con “el régimen terrorista más peligroso del
mundo”.
Estas
salvas fueron el principio de una campaña de relaciones públicas
implacable con el fin de ganar apoyos para invadir Irak. Una parte clave
de esta campaña fue la manipulación de la información de inteligencia
para que Saddam pareciese una amenaza inminente. Por ejemplo, Libby
visitó la CIA varias veces para presionar a los analistas para que
encontrasen pruebas que demostrasen la postura de la guerra y ayudó a
preparar un informe detallado sobre la amenaza de Irak a principios de
2003 que llegó a Colin Powell que estaba preparando su infame informe
sobre la amenaza iraquí ante el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
Según Bob Woodward, Powell “estaba horrorizado ante lo que él
consideraba ir demasiado lejos e hipérbole. Libby sólo sacaba las peores
conclusiones de fragmentos e hilos de seda”. A pesar de que Powell
descartó las afirmaciones más escandalosas de Libby, su exposición ante
la ONU seguía plagada de errores como Powell reconoce ahora.
La
campaña para manipular a los servicios de inteligencia también
alcanzaba a dos organizaciones creadas después del 11S que informaban
directamente al subsecretario de defensa Douglas Faith. El Grupo de
Evaluación de la Política Contra el terrorismo debía buscar relaciones
entre al Qaeda e Irak que la comunidad de inteligencia supuestamente no
había visto. Los dos miembros clave fueron Wurmser, neoconservador de
núcleo duro, y Michael Maloof, un libanés-norteamericano que tenía
vínculos estrechos con Perle. La Oficina de Planes Especiales tenía la
misión de encontrar pruebas que pudieran usarse para vender la guerra
contra Irak. La dirigía Abram Shulsky, un neoconservador con antiguos
lazos con Wolfowitz y en sus filas había expertos pro-Israel.
Como
prácticamente todos los neoconservadores, Feith está muy comprometido
con Israel. También tiene lazos antiguos con el Likud. En los años 90
escribió artículos apoyando los asentamientos y defendiendo que Israel
debía mantener los territorios ocupados. Más importante aún, junto con
Perle y Wurmser, en junio de 1996 escribió el famoso informe “Clean
Break” para el primer ministro israelí entrante Benjamin Netanyahu.
Entre otras cosas recomendaba a Netanyahu que se “centrase en eliminar a
Saddam Hussein del poder en Irak –un objetivo israelí estratégicamente
importante por derecho propio”. También decía que Israel debía dar los
pasos necesarios para reordenar todo Oriente Medio. Netanyahu no puso en
práctica sus consejos, pero Feith, Perle y Wurmser pronto abogaron
porque la administración Bush persiguiese los mismos fines. La situación
llevó al columnista de
Ha’aretz Akiva Eldar a avisar de que
Feith y Perle “están caminando sobre una línea fina que está entre su
lealtad a los gobiernos estadounidenses … y los intereses israelíes”.
Wolfowitz está igualmente comprometido con Israel.
Forwardk
le describió una vez como “la voz pro-Israel más dura del gobierno” y
le eligieron en 2002 como el primero de 50 personajes destacados que “se
han dedicado conscientemente al activismo judío”. Aproximadamente en la
misma época, JINSA otorgó a Wolfowitz su Premio Jackson a Servicios
Distinguidos por promocionar una sociedad fuerte entre Israel y los EE.
UU. y el
Jerusalén Post describiéndolo como “devotamente pro-Israel” le nombró “Hombre del año” en 2003.
Finalmente
unas pocas palabras sobre el apoyo pre-guerra de los neoconservadores a
Ahmed Chalabi, el exiliado iraquí sin escrúpulos que dirigía el
Congreso Nacional Iraquí (INC). Acogieron a Chalabi porque había
trabajado en el establecimiento de vínculos estrechos entre grupos
judío-norteamericanos y había proclamado que fomentaría las buenas
relaciones con Israel cuando llegase al poder. Eso era precisamente lo
que los pro-israelíes que proponían un cambio de régimen querían oír,
así que apoyaron a Chalabi. El periodista Matthew Berger expuso el
meollo del trato en el
Jewish Journal: “El INC vio en la mejora
de las relaciones un camino para explotar la influencia judía en
Washington y en Jerusalén y para movilizar un mayor apoyo para su causa.
Por su parte los grupos judíos vieron la oportunidad de pavimentar el
camino para unas mejores relaciones entre Israel e Irak, si y cuando el
INC se implique en sustituir el régimen de Saddam Hussein”.
Dada
la devoción de los neoconservadores hacia Israel, su obsesión con Irak y
su influencia en la administración Bush, no sorprende que muchos
norteamericanos sospecharan que la guerra estaba diseñada para fomentar
los intereses israelíes. Por ejemplo, Barry Jacobs del Comité
Judío-Americano reconoció en marzo de 2005 que la creencia de que Israel
y los neoconservadores conspiraban para conseguir que los EE. UU.
entraran en guerra con Irak era “generalizada” en la comunidad de
inteligencia estadounidense. Pero muy poca gente diría algo así en
público, y la mayoría de los que lo hicieron – incluyendo al senador
Ernest Hollings (Demócrata, Carolina del Sur) y el representante James
Moran (Demócrata, Virginia) – fueron censurados por sacar el tema.
Michael Kinsley lo expuso claramente a finales de 2002 cuando escribió
que “la falta de discusión pública sobre el papel de Israel … es como el
elefante en la habitación del refrán: todo el mundo lo ve, pero nadie
lo menciona”. La razón para esta renuencia, observó, era el miedo a ser
etiquetado como antisemita. Aun así, caben pocas dudas sobre que Israel y
el Lobby fueron factores clave en la decisión de la guerra. Sin los
esfuerzos del Lobby, los EE. UU. habrían estado más lejos de ir a la
guerra en marzo de 2003.
Sueños de transformación regional
Se
suponía que la guerra de Irak no iba a ser un cenagal costoso. Al
contrario, se pretendía que fuese un primer paso de un plan más amplio
para reordenar Oriente Medio. Esta ambiciosa estrategia fue un cambio
dramático con respecto a la política previa de los EE. UU. y el Lobby e
Israel dirigían de forma crítica las fuerzas de este cambio. Este punto
quedó claro tras el comienzo de la guerra de Irak en una historia de
portada del
Wall Street Journal. El titular decía: “El sueño del
Presidente: cambiar no sólo un régimen sino una región. Una zona
democrática pro EE. UU. es una meta que tiene raíces israelíes y
neoconservadoras”.
Las
fuerzas pro-israelíes están interesadas desde hace mucho en conseguir
que los EE. UU. se involucren más directamente en el ámbito militar en
Oriente Medio para ayudar a proteger a Israel. Pero durante la guerra
fría el éxito en este campo fue limitado porque los EE. UU. actuaban en
la región como un “nivelador en la distancia”. La mayoría de las tropas
estadounidenses destinadas en Oriente Medio, como las Tropas de
Despliegue Rápido, se mantuvieron “más allá del horizonte” y donde no
podían recibir daños. Washington mantuvo un equilibrio de poder
favorable haciendo que los poderes locales se enfrontasen entre sí, por
esto la administración Reagan apoyó a Saddam contra el Irán
revolucionario durante la guerra Irán-Irak (1980-88).
Esta
política cambió después de la primera Guerra del Golfo, cuando la
administración Clinton adoptó la estrategia de “contención doble”. Esta
estrategia consistía en apostar tropas estadounidenses en la región para
contener tanto a Irán como a Irak, en lugar de usar a uno contra el
otro. El padre de la contención doble no era otro que Martin Indyk, que
expresó esta estrategia por primera vez en mayo de 1993 en el grupo de
expertos pro-Israel WINEP y luego la mejoró como Director de Asuntos de
Oriente Próximo y Sur Asiático en el Consejo de Seguridad Nacional.
A
mediados de los 90 la insatisfacción con la contención doble era
considerable porque hacía que los EE. UU. fuesen el enemigo mortal de
dos países que también se odiaban entre sí y esto hacía que Washington
debiera cargar con el peso de contenerlos a ambos. Como era de esperar,
el Lobby trabajó activamente en el Congreso para salvar la contención
doble. Presionado por el AIPAC y otras fuerzas pro-israelíes, Clinton
endureció la política en la primavera de 1995 imponiendo un embargo
económico a Irán. Pero el AIPAC y compañía querían más. El resultado fue
el Acta sancionadora a Irán y Libia de 1996 que imponía sanciones a
cualquier compañía extranjera que invirtiera más de 40 millones de
dólares en el desarrollo de recursos petrolíferos en Irán o Libia. Como
Ze’ev Schiff, el corresponsal militar de
Ha’aretz, hizo notar en
aquel momento, “Israel sólo es un elemento diminuto en el gran esquema,
pero no debemos llegar a la conclusión de que no puede influir en este
círculo(Beltway)”.
A
finales de los 90, sin embargo, los neoconservadores argumentaron que
la contención doble no era suficiente y que el cambio de régimen en Irak
era ya esencial. Derrocando a Saddam y haciendo de Irak una democracia
viva, decían, los EE. UU. desencadenarían un proceso de cambio de mayor
alcance en todo Oriente Medio. Esta línea de pensamiento, por supuesto,
era evidente en el estudio “Clean Break” que los neoconservadores habían
escrito para Netanyahu. En 2002, cuando la invasión de Irak se había
convertido en un tema que no se podía posponer, la transformación
regional había pasado a ser un artículo de fe en círculos
neoconservadores.
Charles
Krauthammer describe este gran esquema como un invento de Natan
Sharansky, el político israelí cuyos escritos han impresionado al
presidente Bush. Pero Sahransky no era una voz solitaria en Israel. De
hecho, israelíes de todo el espectro político creían que derrocar a
Saddam alteraría Oriente Medio en beneficio de Israel. Aluf Benn informó
en
Ha’aretz (17 de febrero de 2003): “Oficiales superiores de
las IDF y personas cercanas al primer ministro Ariel Sharon, como el
consejero de seguridad nacional Ephraim Halevy, muestran un cuadro de
color de rosa del maravilloso futuro que Israel puede esperar después de
la guerra. Prevén un efecto dominó, con la caída de Saddam Hussein
seguida por la de los otros enemigos de Israel … Con estos líderes
desaparecerían también el terror y las armas de destrucción masiva”.
En
resumen, los líderes israelíes, los neoconservadores y la
administración Bush, todos veían en la guerra de Irak el primer paso de
una ambiciosa campaña para rehacer Oriente Medio. Con el primer
resplandor de victoria, volvieron la vista hacia los otros oponentes
regionales de Israel.
Disparos sobre Siria
Los
líderes israelíes no impulsaron a los EE. UU. a echar sus redes sobre
Siria antes de marzo de 2003 porque estaban demasiado ocupados
insistiendo en la guerra de Irak. Pero después de la caída de Bagdad a
mediados de abril, Sharon y sus lugartenientes empezaron a presionar a
Washington para que apuntase hacia Damasco. El 16 de abril, por ejemplo,
Sharon y Shaul Mofaz, su ministro de defensa, concedieron entrevistas
de primera plana a diferentes periódicos israelíes. Sharon en
Yedioth Ahronoth, pedía a los EE. UU. que presionase “con fuerza” a Siria. Mofaz dijo a
Ma’ariv
que “Tenemos una larga lista de asuntos que pensamos pedir a los sirios
y sería apropiado hacerlo a través de los EE. UU.”. El consejero de
seguridad nacional de Sharon, Epharim Halevy, dijo ante el público del
WINEP que ahora era importante para los EE. UU. ponerse duros con Siria y
el
Washington Post informó de que Israel estaba “avivando la
campaña” contra Siria entregando a los servicios de inteligencia de los
EE. UU. informes sobre las acciones del presidente sirio Bashar Assad.
Importantes miembros del Lobby hicieron declaraciones similares tras la
caída de Bagdad. Wolfowitz declaró que “debe haber un cambio de régimen
en Siria” y Richard Perle le dijo a un periodista que “podemos entregar
un mensaje breve, un mensaje de tres palabras (a los regímenes hostiles
de Oriente Medio): ‘Sois los siguientes’”. A principios de abril el
WINEP emitió un informe bipartidario en el que se afirmaba que Siria “no
debería obviar el mensaje de que aquellos países que sigan el
comportamiento temerario, irresponsable y desafiante de Saddam podrían
acabar compartiendo su destino”. El 15 de abril Yossi Klein Halevi
escribió un artículo en
Los Angeles Times titulado “Lo siguiente: apretar las tuercas a Siria”, mientras que al día siguiente Zev Chafets escribía un artículo para el
New York Daily News titulado “Siria, el amigo del terror, también necesita un cambio”. Tampoco hay que olvidar que Lawrence Kaplan escribió en
New Republic el 21 de abril que el líder sirio Assad era una amenaza seria para los EE. UU.
De
vuelta en el Capitolio, el congresista Eliot Engel, (Demócrata, Nueva
York) volvió a introducir el Acta de Responsabilidad de Siria y
Restauración de la Soberanía Libanesa el 12 de abril. Se amenaza con
sanciones a Siria si no se retiraba de El Líbano, entregaba sus armas de
destrucción masiva y dejaba de apoyar el terrorismo, también pedía a
Siria y a El Líbano que diesen pasos concretos para hacer la paz con
Israel. Esta legislación estaba fuertemente apoyada por el Lobby
–especialmente por el AIPAC– y había sido “elaborada” según la
Jewish Telegraph Agency,
“por algunos de los mejores amigos de Israel en el Congreso”. Había
permanecido en el olvido algún tiempo, sobre todo porque a la
administración Bush no le entusiasmaba mucho, pero el acta anti-Siria
fue aprobada por mayoría (398 contra 4 en la Cámara de Representantes;
89 contra 4 en el Senado) y Bush la firmó como ley el 12 de diciembre de
2003.
Pero
la administración Bush seguía dividida sobre la conveniencia de apuntar
sobre Siria en ese momento. A pesar de que los neoconservadores estaban
deseando empezar la lucha con Damasco, la CIA y el Departamento de
Estado se oponían. E incluso después de que Bush firmase la nueva ley
remarcó que iría despacio en su cumplimiento.
La
ambivalencia de Bush es comprensible. Primero, el gobierno sirio había
entregado a los EE. UU. importante información sobre al Qaeda desde el
11S y también había avisado a Washington sobre un ataque terrorista en
el Golfo. Siria también había dado a interrogadores de la CIA acceso a
Mohammed Zammar, la persona que supuestamente había reclutado a los
secuestradores del 11S. Tener al régimen de Assad en el punto de mira
podría poner en peligro esas conexiones tan valiosas y, por lo tanto,
minar la guerra contra el terrorismo.
Segundo,
Siria no tenía malas relaciones con Washington antes de la guerra de
Irak (por ejemplo, incluso había votado a favor de la resolución 1441 de
Naciones Unidas) y no era una amenaza para los EE. UU. Hacerle el juego
duro a Siria podría hacer que los EE. UU. pareciesen un matón con un
apetito insaciable por pegar a los estados árabes. Finalmente, poner a
Siria en la lista negra de los EE. UU. daría a Damasco un buen incentivo
para crear problemas en Irak. Aunque se quisiera presionar a Siria,
sería buena idea acabar primero el trabajo en Irak.
Pero
el Congreso seguía insistiendo en apretarle las tuercas a Damasco, en
gran parte como respuesta a la presión de funcionarios israelíes y
grupos pro-Israel como el AIPAC. Si el Lobby no existiese, no habría
Acta de Responsabilidad Siria y la política estadounidense hacia Damasco
estaría más en consonancia con los intereses nacionales de los EE. UU.
Poner la red sobre Irán
Los
israelíes tienden a describir cada amenaza con los términos más
fuertes, pero Irán es visto abiertamente como su enemigo más peligroso
porque es el adversario con más probabilidades de conseguir armas
nucleares. Prácticamente todos los israelíes miran a un país islámico de
Oriente Medio con armas nucleares como una amenaza existencial. Como
señaló el ministro de defensa israelí Ben-Eliezer un mes antes de la
guerra de Irak: “Irak es un problema …. Pero debemos entender, si me lo
preguntan, que Irán es hoy en día más peligroso que Irak”.
Sharon comenzó a presionar públicamente a los EE. UU. para que se enfrentase con Irán en noviembre de 2002 en una entrevista en
The Times
(Londres). Describía Irán como “el centro del mundo del terror”, con
capacidad para hacerse con armas nucleares, declaró que la
administración Bush debía actuar de forma represiva contra Irán “el día
después” de haber conquistado Irak. A finales de abril de 2003,
Ha’aretz
informaba de que el embajador israelí en Washington solicitaba un
cambio de régimen en Irán. El derrocamiento de Saddam, señalaba, “no era
suficiente”. Según sus propias palabras, los EE. UU. “deben seguir
adelante. Todavía hay amenazas de esa magnitud provenientes de Siria,
provenientes de Irán”.
Los
neoconservadores tampoco perdieron el tiempo a la hora de pedir un
cambio de régimen en Teherán. El seis de mayo, la AEI copatrocinaba una
conferencia intensiva sobre Irán con la Fundación para la Defensa de las
Democracias, pro-Israel, y el Instituto Hudson. Los oradores defendían
todos ardientemente a Israel y muchos de ellos apelaron a los EE. UU.
para que substituyesen el régimen iraní por una democracia. Como
siempre, hubo un montón de artículos escritos por destacados
neoconservadores abogando por el ataque a Irán. Por ejemplo, William
Kristol escribió en el
Weekly Standard el 12 de mayo que “La
liberación de Irak era la primera gran batalla por el futuro de Oriente
Medio … pero la siguiente gran batalla – esperamos que no sea militar –
será la de Irán”.
La
administración Bush respondió a la presión del Lobby trabajando horas
extras para clausurar el programa nuclear iraní. Pero Washington ha
tenido poco éxito y parece que Irán está decidido a conseguir un arsenal
nuclear. Como resultado, el Lobby ha intensificado su presión sobre el
gobierno de los EE. UU. usando todas las estrategias de su manual.
Editoriales y artículos advierten ahora de los inminentes peligros de un
Irán nuclear, prudencia ante un apaciguamiento de un régimen
“terrorista” y hacen referencias enigmáticas a acciones preventivas en
caso de que falle la diplomacia. El Lobby también está presionando en el
congreso para que apruebe el Acta de Apoyo a la Libertad de Irán, la
cual ampliaría las sanciones existentes sobre Irán. Miembros del
gobierno israelí también avisan de que podrían emprender acciones
preventivas en caso de que Irán continúe por el camino nuclear,
comentarios que en parte pretenden mantener a Washington concentrado en
este tema.
Alguien
podría decir que Israel y el Lobby no han tenido mucha influencia en la
política estadounidense con respecto a Irán ya que los EE. UU. tienen
sus propios motivos para impedir que Irán se haga con armas nucleares.
En parte es cierto, pero las ambiciones nucleares de Irán no amenazan la
existencia de los EE. UU. Si Washington pudo vivir con una Unión
Soviética con armas nucleares, con una China nuclear e incluso con una
Corea del Norte nuclear, entonces puede vivir con un Irán con armas
nucleares. Por eso el Lobby debe mantener una presión constante sobre
los políticos estadounidenses para que se enfrenten a Teherán. Irán y
los EE. UU. no serían aliados si el Lobby no existiera, pero la política
norteamericana sería más moderada y la guerra preventiva no sería una
opción seria.
Resumen
No
sorprende que Israel y sus partidarios norteamericanos quieran que los
EE. UU. manejen todas las amenazas contra la seguridad israelí. Si sus
esfuerzos por moldear la política estadounidense tienen éxito, entonces
los enemigos de Israel quedan debilitados o derrocados, Israel recibe
carta blanca con los palestinos y los EE. UU. se llevan la mayor parte
de la lucha, la muerte, la reconstrucción y el gasto.
CONCLUSIÓN
¿Puede
restringirse el poder del Lobby? Nos gustaría pensar que sí dada la
debacle iraquí, la necesidad obvia de reconstruir la imagen de los EE.
UU. en el mundo árabe e islámico y las recientes revelaciones sobre
funcionarios del AIPAC que pasaban secretos gubernamentales
estadounidenses a Israel. También podríamos pensar que la muerte de
Arafat y la elección de Abu Mazen, más moderado, llevaría a Washington a
insistir vigorosa e imparcialmente en un acuerdo de paz. En resumen,
hay razones sobradas para que los líderes estadounidenses se distancien
del Lobby y adopten una política referente a Oriente Medio más coherente
con unos intereses norteamericanos más amplios. Concretamente, si los
EE. UU. usasen su poder para lograr una paz justa entre Israel y los
palestinos eso ayudaría a avanzar en las metas de luchar contra los
extremismos y a promover la democracia en Oriente Medio.
Pero
eso no va a suceder en un corto espacio de tiempo. El AIPAC y sus
aliados (incluidos los Sionistas Cristianos) no tienen oponentes serios
en el mundo de los lobbies. Saben que hoy en día es más difícil defender
la postura de Israel y responden ampliando sus actividades y su
personal. Aun más, los políticos estadounidenses siguen siendo
extremadamente sensibles a las contribuciones de campaña y a otras
formas de presión política y los grandes medios parece que van a seguir
siendo comprensivos con Israel sin importar lo que haga.
Esta
situación es profundamente preocupante porque la influencia del Lobby
causa problemas en varios frentes. Aumenta el peligro de terrorismo al
que se enfrentan todos los estados –incluidos los aliados europeos de
los EE. UU. Al impedir que los líderes estadounidenses presionen a
Israel para que haga la paz, el Lobby también ha hecho imposible que
termine el conflicto palestino-israelí. Esta situación da a los
extremistas una poderosa herramienta de reclutamiento, aumenta el fondo
de terroristas potenciales y simpatizantes y contribuye al radicalismo
islámico en todo el mundo.
Aún
más, la campaña del Lobby por un cambio de régimen en Irán y Siria
podría llevar a los EE. UU. a atacar a esos países con efectos
potencialmente desastrosos. No necesitamos otro Irak. Como mínimo, la
hostilidad del Lobby contra esos países hace especialmente difícil para
Washington reclutarles en contra de al Qaeda y la insurgencia iraquí
donde su ayuda es muy necesaria.
También
hay una dimensión moral. Gracias al Lobby, los EE. UU. se han
convertido en el “consentidor” de facto de la expansión israelí en los
territorios ocupados, convirtiéndose en cómplice de los crímenes
perpetrados contra los palestinos. Esta situación hace perder valor a
los esfuerzos estadounidenses por promover la democracia fuera de sus
fronteras y hace que parezcan hipócritas cuando presionan a otros países
para que respeten los derechos humanos. Los esfuerzos norteamericanos
para limitar la proliferación nuclear también parecen igualmente
hipócritas dada su buena voluntad para aceptar el arsenal nuclear de
Israel, lo que fomenta que Irán y otros quieran tener capacidades
similares.
Además,
la campaña del Lobby para aplastar el debate sobre Israel es poco
saludable para la democracia. Silenciar a los escépticos organizando
listas negras y boicots –o sugiriendo que los críticos son antisemitas–
viola el principio de debate abierto sobre el que se basa la democracia.
La incapacidad del Congreso de los EE. UU. para llevar a cabo un
auténtico debate sobre estos asuntos vitales paraliza todo el proceso de
deliberación democrática. Los partidarios de Israel deben ser libres de
exponer sus premisas y de desafiar a los que no están de acuerdo, pero
los esfuerzos por suprimir el debate por medio de la intimidación debe
ser condenado rotundamente por aquellos que creen en el discurso libre y
en la discusión abierta de asuntos públicos importantes.
Finalmente,
la influencia del Lobby ha sido mala para Israel. Su capacidad para
persuadir a Washington de que apoye un programa expansionista ha
impedido que Israel aproveche oportunidades – incluido un tratado de paz
con Siria y una puesta en práctica rápida y completa de los acuerdos de
Oslo – que podrían haber salvado vidas israelíes y disminuido las filas
de los extremistas palestinos. Negar a los palestinos sus derechos
políticos legítimos desde luego no ha hecho que Israel esté más seguro y
la larga campaña para matar o marginar una generación de líderes
palestinos ha subido al poder a grupos extremistas como Hamás y ha
reducido el número de líderes palestinos dispuestos a aceptar un acuerdo
justo y que serían capaces de llevarlo a cabo. Este rumbo acerca el
terrible fantasma de Israel ocupando un día el estatus de paria
reservado en su momento para estados apartheid como Sudáfrica.
Irónicamente, a Israel le iría probablemente mejor si el Lobby fuese
menos poderoso y la política estadounidense más imparcial.
Pero
queda un rayo de esperanza. Aunque el Lobby sigue siendo una fuerza
poderosa, los efectos adversos de su influencia son cada vez más
difíciles de esconder. Los estados poderosos pueden mantener una
política errónea durante algún tiempo, pero la realidad no puede
ignorarse eternamente. Así pues, lo que se necesita es una discusión
sincera sobre la influencia del Lobby y un debate más abierto sobre los
intereses de los EE. UU. en esta región vital. El bienestar de Israel es
uno de esos intereses, pero no su ocupación continuada de la Orilla
Oeste ni su amplio programa para la región. El debate abierto dejaría al
descubierto los límites de la postura moral y estratégica del apoyo
desigual de los EE. UU. y podría llevar a este país a una posición más
coherente con sus propios intereses nacionales junto con los intereses
de otros estados de la región y también con los intereses a largo plazo
de Israel.
http://izquierdanacionaltrabajadores.blogspot.com.ar/search?updated-max=2013-07-02T15:55:00-07:00&max-results=7