17 de marzo de 2009

LOS AMOS DEL MUNDO


Arturo Perez Reverte

Usted no lo sabe, pero depende de ellos. Usted no los conoce ni se los cruzará en su vida, pero esos hijos de la gran puta tienen en las manos, en la agenda electrónica, en la tecla intro del computador, su futuro y el de sus hijos.

Usted no sabe qué cara tienen, pero son ellos quienes lo van a mandar al paro en nombre de un tres punto siete, o un índice de probabilidad del cero coma cero cuatro.

Usted no tiene nada que ver con esos fulanos porque es empleado de una ferretería o cajera de Pryca, y ellos estudiaron en Harvard e hicieron un máster en Tokio, o al revés, van por las mañanas a la Bolsa de Madrid o a la de Wall Street, y dicen en inglés cosas como long-term capital management, y hablan de fondos de alto riesgo, de acuerdos multilaterales de inversión y de neoliberalismo económico salvaje, como quien comenta el partido del domingo.

Usted no los conoce ni en pintura, pero esos conductores suicidas que circulan a doscientos por hora en un furgón cargado de dinero van a atropellarlo el día menos pensado, y ni siquiera le quedará el consuelo de ir en la silla de ruedas con una recortada a volarles los huevos, porque no tienen rostro público, pese a ser reputados analistas, tiburones de las finanzas, prestigiosos expertos en el dinero de otros. Tan expertos que siempre terminan por hacerlo suyo. Porque siempre ganan ellos, cuando ganan; y nunca pierden ellos, cuando pierden.

No crean riqueza, sino que especulan. Lanzan al mundo combinaciones fastuosas de economía financiera que nada tienen que ver con la economía productiva. Alzan castillos de naipes y los garantizan con espejismos y con humo, y los poderosos de la Tierra pierden el culo por darles coba y subirse al carro.

Esto no puede fallar, dicen. Aquí nadie va a perder. El riesgo es mínimo. Los avalan premios Nóbel de Economía, periodistas financieros de prestigio, grupos internacionales con siglas de reconocida solvencia.

Y entonces el presidente del banco transeuropeo tal, y el presidente de la unión de bancos helvéticos, y el capitoste del banco latinoamericano, y el consorcio euroasiático, y la madre que los parió a todos, se embarcan con alegría en la aventura, meten viruta por un tubo, y luego se sientan a esperar ese pelotazo que los va a forrar aún más a todos ellos y a sus representados.

Y en cuanto sale bien la primera operación ya están arriesgando más en la segunda, que el chollo es el chollo, e intereses de un tropecientos por ciento no se encuentran todos los días. Y aunque ese espejismo especulador nada tiene que ver con la economía real, con la vida de cada día de la gente en la calle, todo es euforia, y palmaditas en la espalda, y hasta entidades bancarias oficiales comprometen sus reservas de divisas. Y esto, señores, es Jauja.

Y de pronto resulta que no. De pronto resulta que el invento tenía sus fallos, y que lo de alto riesgo no era una frase sino exactamente eso: alto riesgo de verdad.

Y entonces todo el tinglado se va a tomar por el saco. Y esos fondos especiales, peligrosos, que cada vez tienen más peso en la economía mundial, muestran su lado negro. Y entonces, ¡oh, prodigio!, mientras que los beneficios eran para los tiburones que controlaban el cotarro y para los que especulaban con dinero de otros, resulta que las pérdidas, no.

Las pérdidas, el mordisco financiero, el pago de los errores de esos pijolandios que juegan con la economía internacional como si jugaran al Monopoly, recaen directamente sobre las espaldas de todos nosotros.

Entonces resulta que mientras el beneficio era privado, los errores son colectivos, y las pérdidas hay que socializarlas, acudiendo con medidas de emergencia y con fondos de salvación para evitar efectos dominó y chichis de la Bernarda.. Y esa solidaridad, imprescindible para salvar la estabilidad mundial, la paga con su pellejo, con sus ahorros, y a veces con su puesto de trabajo, Mariano Pérez Sánchez, de profesión empleado de comercio, y los millones de infelices Marianos que a lo largo y ancho del mundo se levantan cada día a las seis de la mañana para ganarse la vida.

Eso es lo que viene, me temo. Nadie perdonará un duro de la deuda externa de países pobres, pero nunca faltarán fondos para tapar agujeros de especuladores y canallas que juegan a la ruleta rusa en cabeza ajena.

Así que podemos ir amarrándonos los machos. Ése es el panorama que los amos de la economía mundial nos deparan, con el cuento de tanto neoliberalismo económico y tanta mierda, de tanta especulación y de tanta poca vergüenza.

11 de marzo de 2009

TRADICION Y REVOLUCION


He querido que el primer texto de este blog sea como una verdadera declaración de intenciones, y por ello creo que este texto (con las limitaciones y añadidos impuestos por el hecho de ser el prólogo a un libro -no he querido quitar nada del original-), obra de José Antonio Primo de Rivera, las refleja perfectamente: hay que unir Tradición y Revolución si se quieren conservar los valores, la Fe y la Patria de nuestros mayores y, al mismo tiempo, buscar una verdadera Justicia Social.
En los ambientes falangistas se comete con demasiada frecuencia el error de identificar tradicionalismo con carlismo. El carlismo es tradicionalista, por supuesto, pero ni todo el tradicionalismo es carlismo, ni mucho menos hay que ser carlista para ser plenamente tradicionalista. ¿Alguien puede dudar del tradicionalismo de un Marcelino Menéndez Pelayo, nada carlista por cierto? Y los ejemplos que podrían ponerse son muchos más, por supuesto.
Ni qué decir tiene, en el terreno del tradicionalismo también ha sido muy común el error (especialemente extendido entre los carlistas) de identificar revolución con liberalismo y con marxismo. El matiz en este caso sería el mismo: liberalismo y marxismo son revolucionarios (rompen con el sistema de valores y creencias tradicional, así como con el sistema económico de cada época), pero se puede ser perfectamente revolucionario en lo económico o material siendo, al mismo tiempo, tradicionalista en todo lo demás (lo espiritual). Y eso, que es lo que representa la Falange, jamás fue entendido así por la mayoría de los carlistas (incluidos intelectuales de la talla de Rafael Gambra Ciudad -¡cuantas generaciones de españoles aprendieron las bases de la filosofía en sus magníficos libros de texto!-, quien en su interesante libro "Tradición o mimetismo" se empeña en identificar la Falange con el pensamiento moderno antitradicional y revolucionario, en el sentido más negativo del término).

Eso sí, urge aclarar que el reconocimiento de esa mutua incomprensión arriba no supone de ninguna manera una defensa de la unificación entre la Falange y el carlismo, ya que se trata de dos ideologías diferentes no tanto en muchos de sus principios como, sobre todo, en sus planteamientos políticos y económicos concretos (republicanos/monárquicos, sindicalismo/gremialismo, descentralización administrativa/foralismo, concepción orgánica del Estado al servicio de la nación/concepción del Estado más como un instrumento al servicio de la monarquía en cuanto cabeza de "las españas", confesionalidad católica con separación de funciones entre Iglesia y Estado y con tolerancia religiosa/confesionalidad más cercana a la teocracia con mezcla de funciones, etc.).

No, tal unificación no puedo defenderla de ninguna manera, y menos aún porque esa síntesis posible -y necesaria- ya existía: eso precisamente era lo que representaba -y representa- Falange Española de las JONS.

Yo me he sentido siempre profundamente identificado con este texto porque, siendo como soy un firme partidario del sindicalismo revolucionario, al mismo tiempo soy muy tradicionalista en lo que a valores y religión se refiere (lo cual, por otra parte, no me hace menos pecador que a los demás, por supuesto, aunque sí seguramente más consciente de ello...).

Pero bueno, ya he dicho bastante por esta vez, así que nada mejor que dejar que lo explique el propio José Antonio:


LA TRADICIÓN Y LA REVOLUCIÓN

Que asistimos al final de una época es cosa que ya casi nadie, como no sea por miras interesadas, se atreve a negar. Ha sido una época, esta que ahora agoniza, corta y brillante; su nacimiento se puede señalar en la tercera década de] siglo XVIII; su motor interno acaso se expresa con una palabra: el optimismo. El siglo XIX –desarrollado bajo las sombras tutelares de Smith y Rousseau– creyó, en efecto, que dejando las cosas a sí mismas producirían los resultados mejores, en lo económico y en lo político. Se esperaba que el libre cambio, la entrega de la economía a su espontaneidad, determinaría un bienestar indefinidamente creciente. Y se suponía que el liberalismo político, esto es, la derogación de toda norma que no fuere aceptada por el libre consenso de los más, acarrearía insospechadas venturas. Al principio los hechos parecieron dar la razón a tales vaticinios: el siglo XIX conoció uno de los periodos más enérgicos, alegres e interesantes de la Historia; pero esos periodos han sido conocidos, en esfera más reducida, por todos los que se han resuelto a derrochar una gran fortuna heredada. Para que el siglo XIX pudiera darse el gusto de echar los pies por alto fue preciso que siglos y siglos anteriores almacenasen reservas ingentes de disciplina, de abnegación y de orden. Acaso lo que se estime como gloria del siglo XIX sea, por el contrario, la póstuma exaltación de aquellos siglos que menos se parecieron al XIX, y sin los cuales el XIX no se hubiera podido dar el lujo de existir.

Lo cierto es que el brillo magnífico del liberalismo político y económico duró poco tiempo. En lo político, aquella irreverencia a toda norma fija, aquella proclamación de la libertad de crítica sin linderos, vino a parar en que, al cabo de unos años, el mundo no creía en nada; ni siquiera en el propio liberalismo que le había enseñado a no creer. Y en lo económico, el soñado progreso indefinido volvió un día, inesperadamente, la cabeza y mostró un rostro crispado por los horrores de la proletarización de las masas, del cierre de las fábricas, de las cosechas tiradas al mar, del paro forzoso, del hambre.

Así, al siglo XX, sobre todo a partir de la guerra, se le llenó el alma del amargo estupor de los desengaños. Los ídolos, otra vez escayola en las hornacinas, no le inspiraban fe ni respeto. Y, por otra parte, ¡es tan difícil, cuando ya se ha perdido la ingenuidad, volver a creer en Dios!

* * *
He aquí la tarea de nuestro tiempo: devolver a los hombres los sabores antiguos de la norma y del pan. Hacerles ver que la norma es mejor que el desenfreno; que hasta para desenfrenarse alguna vez hay que estar seguro de que es posible la vuelta a un asidero fijo. Y, por otra parte, en lo económico, volver a poner al hombre los pies sobre la Tierra, ligarle de una manera más profunda a sus cosas: al hogar en que vive y a la obra diaria de sus manos. ¿Se concibe forma más feroz de existencia que la del proletario que acaso vive durante cuatro lustros fabricando el mismo tornillo en la misma nave inmensa, sin ver jamás completo el artificio de que aquel tornillo va a formar parte y sin estar ligado a la fábrica más que por la inhumana frialdad de la nómina?

Todas las juventudes conscientes de su responsabilidad se afanan en reajustar el mundo. Se afanan por el camino de la acción y, lo que importa más, por el camino del pensamiento, sin cuya constante vigilancia la acción es pura barbarie. Mal podríamos sustraernos a esa universal preocupación nosotros, los hombres españoles, cuya juventud vino a abrirse en las perplejidades de la trasguerra. Nuestra España se hallaba, por una parte, como a salvo de la crisis universal; por otra parte, como acongojada por una crisis propia, como ausente de sí misma por razones típicas de desarraigo que no eran las comunes al mundo. En la coyuntura, unos esperaban hallar el remedio echándolo todo a rodar (esto de querer echarlo todo a rodar, salga lo que salga, es una actitud característica de las épocas degeneradas; echarlo todo a rodar es más fácil que recoger los cabos sueltos, anudarlos, separar lo aprovechable de lo caduco... ¿No será la pereza la musa de muchas revoluciones?). Otros, con un candor risible, aconsejaban, a guisa de remedio, la vuelta pura y simple a las antiguas tradiciones, como si la tradición fuera un estado y no un proceso, y como si a los pueblos les fuera más fácil que a los hombres el milagro de andar hacia atrás y volver a la infancia.

Entre una y otra de esas actitudes se nos ocurrió a algunos pensar si no sería posible lograr una síntesis de las dos cosas: de la revolución –no como pretexto para echarlo todo a rodar, sino como ocasión quirúrgica para volver a trazar todo con un pulso firme al servicio de una norma– y de la tradición –no como remedio, sino como sustancia; no con ánimo de copia de lo que hicieron los grandes antiguos, sino con ánimo de adivinación de lo que harían en nuestras circunstancias–. Fruto de esta inquietud de unos cuantos nació la Falange. Dudo que ningún movimiento político haya venido al mundo con un proceso interno de más austeridad, con una elaboración más severa y con más auténtico sacrificio por parte de sus fundadores, para los cuales –¿quién va a saberlo como yo?– pocas cosas resultan más amargas que tener que gritar en público y sufrir el rubor de las exhibiciones.

* * *

Pero como por el mundo circulaban tales y cuales modelos, y como uno de los rasgos característicos del español es su perfecto desinterés por entender al prójimo, nada pudo parecerse menos al sentido dramático de la Falange que las interpretaciones florecidas a su alrededor en mentes de amigos y enemigos. Desde los que, sin más ambages, nos suponían una organización encaminada a repartir estacazos, hasta los que, con más empaque intelectual, nos estimaban partidarios de la absorción del individuo por el Estado; desde los que nos odiaban como a representantes de la más negra reacción, hasta los que suponían querernos muchísimo para ver en nosotros una futura salvaguardia de sus digestiones, ¡cuánta estupidez no habrá tenido uno que leer y oír acerca de nuestro movimiento! En vano hemos recorrido España desgañitándonos en discursos; en vano hemos editado periódicos; el español, firme en sus primeras conclusiones infalibles, nos negaba, aun a título de limosna, lo que hubiéramos estimado más: un poco de atención.

* * *

Cierta mañana se me presentó en casa un hombre a quien no conocía: era Pérez de Cabo, el autor de las páginas que siguen a este prólogo. Sin más ni más me reveló que había escrito un libro sobre la Falange. Resultaba tan insólito el hecho de que alguien se aplicara a contemplar el fenómeno de la Falange hasta el punto de dedicarle un libro, que le pedí prestadas unas cuartillas y me las leí de un tirón, robando minutos a mi ajetreo. Las cuartillas estaban llenas de brío y no escasas de errores. Pérez de Cabo, en parte, quizá por la poca difusión de nuestros textos; en otra parte, quizá –no en vano es español–, porque estuviera seguro de haber acertado sin necesidad de texto alguno, veía a la Falange con bastante deformidad. Pero aquellas páginas estaban escritas con buen pulso. Su autor era capaz de hacer cosas mejores. Y en esta creencia tuve con él tan largos coloquios, que en las dos refundiciones a que sometió su libro lo transformó por entero. Pérez de Cabo, contra lo que hubiera podido hacer sospechar una impresión primera, tiene una virtud rara entre nosotros: la de saber escuchar y leer. Con las lecturas que le suministré y con los diálogos que sostuvimos, hay páginas de la obra que sigue que yo suscribiría con sus comas. Otras, en cambio, adolecen de alguna imprecisión, y la obra entera tiene lagunas doctrinales que hubiera llenado una redacción menos impaciente. Pero el autor se sentía aguijoneado por dar su libro a la estampa, y ni yo me sentía con autoridad para reprimir su vehemencia, ni, en el fondo, renunciaba al gusto de ver tratada a la Falange como objeto de consideración intelectual, en apretadas páginas de letra de molde. El propio Pérez de Cabo hará nuevas salidas con mejores pertrechos; pero los que llevamos dos años en este afán agridulce de la Falange le agradecemos de por vida que se haya acercado a nosotros trayendo, como los niños un pan, un libro bajo el brazo.

JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA
Blog de Jorge Garrido www.clamareneldesierto.blogspot.com