3 de enero de 2012

LA CULTURA SINDICAL



 Jaime Maria de Mahieu (1967) "Proletariado y Cultura"

14. EL SINDICATO, MARCO SOCIAL DEL PRODUCTOR
Precisemos bien que no se trata solamente de crear organismos que pongan a la disposición de los pro­ductores los medios de cultura imprescindibles. Te­nemos la experiencia de las escuelas nocturnas y de las "universidades populares", que cumplen una obra de gran utilidad pero no alcanzan sino a una peque­ña minoria de trabajadores manuales, puesto que precisamente la condición obrera hace que la masa no experimente ningún deseo de salir de su "barba­rie" salvo para aburguesarse, y ya vimos de qué la­mentable manera. También tenemos la experiencia de las "Casas de la Cultura" que el Frente Popular abrió en todas las ciudades de Francia y que se con­virtieron rápidamente en escuelas de formación po­litica, o en meros centros de recreo.
La solución del problema no reside, por lo tanto, en la superposición artificial a los marcos naturales en que el obrero vive y trabaja de instituciones "es­pecializadas en cultura", sino .en la organización, con vistas a la acción cultural, de un marco preexistente de un marco que proceda directamente del oficio. La fábrica, ya lo hemos dicho, no sirve en razón de su estructura capitalista. El suburbio, que agrupa territorialmente a los productores, tampoco resulta adecuado, puesto que sabemos que más se parece al campo de concentración que al común medieval o al barrio de artesanos de las ciudades de antes y ejerce una presión nefasta sobre sus habitantes. Queda el sindicato.
No nos corresponde describir en estas páginas (') la larga lucha mediante la cual los productores logra­ron reconstituir, en una forma y con un espíritu nuevos, las corporaciones de oficio disueltas por la burguesía triunfante. Forma nueva, puesto que los sindicatos agrupan a asalariados, vale decir, se mol­dean sobre la realidad económica del sistema capi­talista; espíritu nuevo, puesto que se trata para ellos, ya no de establecer justas relaciones entre los pro­ductores ni de organizar la producción con vistas al bien común, sino de destruir las relaciones inacep­tables que la burguesia ha instaurado entre produc­tores Y dueños de los medios de producción. Orga­nismos de clase porque la división de la Comunidad en clases es la consecuencia de la estructura capita­lista, los sindicatos se alzan como un ej ército en guerra en contra de los explotadores del proletaria­do y buscan imponer su voluntad de revolución so­cial al mismo tiempo que combaten por el mejoramiento material de la suerte de los trabajadores manuales.
El hecho de que la mayor parte de las organiza­ciones obreras se hayan "podrido" en el curso de los últimos decenios bajo el efecto de las doctrinas re­formistas convirtiéndose demasiado a menudo en meras "oficinas de compra-venta de trabajo" inte­gradas en el sistema capitalista, no impide que su existencia siga siendo imprescindible para el obre­ro, que rápidamente se encontraría sin ellas en la si­tuación económica que era la suya a mediados del siglo pasado. El sindicato ya casi no desempeña, en los paises liberales, sino un papel utiliario, pero está presente en cada momento de la vída del productor. Constituye, pues, para este último, un marco nece­sario en el cual toma su lugar en función del oficio que ejerce, puesto que la organización piramidal de todas las confederaciones obreras se funda sea en la profesión propiamente dicha, sea en la empresa. Res­ponde, por lo tanto, perfectamente a las condiciones que planteamos más arriba.
Los Estados liberados de la "ocupación" capitalis­ta -liberal o soviética- han sabido, en regímenes tan diferentes como fuera posible, dar un signifi­cado político al sindicalismo, vale decir, hacerle su­perar, en el sentido del interés comunitario, el ma­terialismo económico en que habia caido. El sindi­cato, por consiguiente, no está cerrado por natura­!eza, sino sólo por oportunismo más o menos bien entendido, a toda aspiración superior. ¿ Por qué no sería posible insuflarle un espíritu de proselitismo cultural?
(1) cr. Mahieu: Evolución 11 porvenir del sindicalismo.
Ed. Arayú, Buenos Aires, 1954.



15. E.L PASADO CULTURAL DEL SINDICALISMO
Eso es tanto más factible cuanto que no sería, por parte del sindicalismo, sino una vuelta a su gran época de antes del reformismo. Se lo desconoce generalmente: los sindicatos revolucionarios dieron a la élite proletaria de varias generaciones una pro­funda cultura cuyos efectos todavía se pueden no­tar en algunos viejos militantes. No una cultura literaria ni artística, por supuesto: comprometido por entero en la lucha social, el productor manual de hace cincuenta años no tenía ni los medios ni la voluntad de adquirirla. Pero si una cultura que no nos parece excesivo calificar de militar, en el sentido más noble del término.
El sindicalista revolucionario era un soldado. N o pensaba sino en la victoria que lo liberara de la opre­sión burguesa. y sabia que, para vencer, no bas­taba lanzarse a la calle en los días de huelga, sino que era preciso darse la formación del soldado de nuevo tipo que era el combatiente de la guerra de clases. ¿Dónde encontrar tal indispensable forma­ción? En el ejército sindicalista que integraba. For­mación empírica, sin duda, puesto que no era dada en escuelas sino en la práctica misma de la lucha, pero formación poderosa que moldeaba al hombre Y le hacía dar el máximo de sus posibilidades.
La estrategia Y la táctica revolucionarias se fundían en una unidad funcional con la doctrina. El sindicalista revolucionario conocía a sus autores. Pero sobre todo vivía su pensamiento Y trataba de incorporarlo a la historia. Su cultura intelectual se apoyaba, por lo tanto, en la realidad tangible de su actividad cotidiana. Pero la guerra de clases forja­ba al combatiente proletario sobre todo en el orden moral y Jorge Sorel pudo escribir, sin caer en ridículo, que resucitaba en una forma nueva al héroe aqueo cantado por Homero. Enseñaba al obrero he­roísmo y desprendimiento, solidaridad y violencia, sentido del honor, del deber y de la libertad. Le in­culcaba el espíritu de disciplina y el espíritu de man­do. Lo libraba de su complejo de inferioridad y des­arrollaba su voluntad de poderío. Del sub-esclavo que era el proletario hacía un hombre, en la plena acep­ción del término. Más todavía: un señor. Frente al burgués empantanado en su mercantilismo, el produc­tor manual, a pesar de su condición miserable, apa­recía como un amo, en el sentido nietzscheano de la palabra, porque tenía la moral y las aspiraciones de los fuertes.
¿Quién se atreverá a sostener que el proletario de hoy es incapaz de hallar de nuevo el espíritu que ayer no más era el suyo? El reformismo no ha lo­grado destruir sus potencialidades heroicas. Pero si ha eliminado la formación mediante la cual dichas potencialidades se convertían, en el seno del movi­miento sindicalista, en una verdadera cultura, esto es, en un modo de vida y de pensamiento. La guerra, por lo demás, no constituye la actividad normal del productor. No es para él sino un accidente que debe estar listo para enfrentar, pero que no se puede sus­citar como medío de formación. En los países libe­rados de la "ocupación" capitalista, la guerra de cla­ses concluyó legítimamente, aun cuando la lucha económica aún continúe. Hay, por consiguiente, que dar al trabajador una cultura de paz (').
Pero si el sindicato supo ser, para el proletario, el marco eficaz de una cultura guerrera que, fundada en las consecuencias del oficio, no surgía, sin em­bargo, de dicho mismo oficio, ¿cómo no constituirá mejor todavía el marco de una cultura más estricta­mente integrada en la actividad profesional de sus miembros? La historia nos da la prueba de que el sindicalismo es formador, Y es esto lo que nos im­porta. Sorel, por otra parte, ha mostrado muy bien que no existe antinomia alguna entre la cultura del guerrero y la del productor, sino meramente una di­ferencia de expresión de valores idénticos. Puesto que el sindicato, asociación de productores y no de guerreros, supo preparar al obrero para la "epopeya de las huelgas", con más razón sabrá prepararlo para la epopeya de la producción.
(l) Editado a principios de 1955.

16.LAS CONDICIONES MATERIALES  Y MENTALES DE UNA CULTURA DE PAZ
Para que el sindicato pueda desempeñar su papel formador en un ambiente de paz social -que supone la liberación política del Estado aun cuando no haya nueva estructura de la sociedad de producción- es ante todo imprescindible que conserve su pleno va­lor a los ojos de los obreros. En el caso contrario, ya no sería sino una forma vacía e ineficaz o, peor to­davía, una burocracia fosilizada, incapaz de asumir ninguna responsabilidad nueva ni de conservar siquiera algún imperio sobre sus miembros. Para que pueda realizar la tarea cultural que debe ser la suya en el futuro es preciso, pues, que el sindicato se im­ponga a los productores, no en la mera forma de un "servicio social" o de una cooperativa de consumo, sino como el marco permanente de toda su, actividad peri profesional. Así, y solamente así, el sindicalista aceptará una disciplina formativa que, por atra­yentes que sean sus resultados y por hábiles que sean los métodos utilizados, le costará esfuerzos en la medida en que transformará sus costumbres y vio­lentará su pereza mental.
Tradicionalmente, el sindicato halla su justifica­ción en la defensa de los intereses materiales de la clase obrera. Para que le sea posible superar tal sus­trato económico, necesita en primer lugar apoyarse sólidamente en él. Dicho con otras palabras, el sin­dicato debe ser indispensable, no en tal o cual cam­po, sino en el conjunto de la vida proletaria. Debe constituir la garantía evidente de las conquistas so­ciales realizadas y la promesa de nuevos progresos. Más todavía, debe ser, no sólo fuente, sino también la condición permanente del bienestar de sus miem­bros. En otros términos, es menester que el carnet sindical represente ventajas tales que ningún pro­ductor pueda ni soñar en no poseerlo.
No se trata aquí en absoluto, notémoslo, de un plan maquiavélico para "tener en mano" al proleta­rio y hacerlo caminar derecho, al modo de los patro­nes paterna listas que organizan, en el marco de la empresa, obras sociales tan ventajosas para los obre­ros que ninguno de ellos pueda ni pensar en ponerse en huelga, En primer lugar porque la formación que se le hará aceptar no constituirá para él ni una nue­va carga ni una limitación de sus privilegios, sino, por el contrario, un beneficio de primera importan­cia, aun cuando no sea capaz, por lo general, de apreciarla en un primer momento. En segundo lu­gar porque la presión indirecta así ejercida sobre el productor nada tendrá de un trato ni menos todavia de un chantaje, puesto que no consistirá en condicio­nar ventajas por una asistencia a clases o conciertos, sino más sencillamente en ligarlo cada vez más con su sindicato haciéndole vivir en él una vida colec­tiva que incluya una actividad cultural, como la vida de una familia de cierto nivel comporta un am­biente formativo de que los niños participan automáticamente.
El sustrato material de que acabamos de hablar no es en si suficiente, por lo tanto, para hacer del sindicato un marco cultural. Pero, incorporando al productor en la organización profesional de que for­ma parte, suscita un estado mental favorable a la búsqueda o la aceptación de una actividad colectiva semejante, no a aquella del rebaño o del presidio, sino a la de un club. La camaradería y la emulación surgen espontáneamente del contacto diario, y los intereses comunes son demasiado poderosos para que no nazca de ellos una solidaridad que haga nor­mal todo esfuerzo colectivo.
Por otra parte, el proletario, que siempre padece, en la fábrica, una inferioridad que procede de su condición de no poseedor en un medio donde la pose­sión es el único factor de la libertad y el poderío, reencuentra en el sindicato su dignidad de hombre. Por eso mismo, su anticultura, hecha de desprecio por el burgués pero también de desafio, pierde su ra­zón de ser. Fuera de la fábrica, hasta que también la fábrica se humanice, en el pleno sentido de la pa­labra, por su transformación en comunidad de tra­bajo, el obrero ya no es un proletario, sino un ciu­dadano como cualquiera. 'o a pesar de su condición de productor, sino en función de ella. Es lógico que reivindique su derecho a la cultura con la misma intransigencia y el mismo entusiasmo con que los sindicalistas revolucionarios de ayer reivindicaban su derecho al pan.

17. EL SINDICATO, ESCUELA DE CULTURA
Ha llegado, pues, para el sindicato la hora de con­siderar al productor ya no solamente un animal que necesita abundante comida y litera confortable, sino un hombre que exige ser formado integralmente. Sin abandonar sus funciones económicas, tiene que convertirse en una escuela de cultura.
Esta última expresión es un tanto peligrosa en razón del sentido limitado que se da hoy en dia a la palabra escuela. Evoca clases sistemáticas, exáme­nes, y disciplina física, cosas que naturalmente re­pugnan a la gran mayoría de los obreros. No se tra­ta por lo tanto, de ningún modo, de transformar las sedes de los sindicatos en escuelas nocturnas. Estas existen y es de esperar que se multipliquen más todavía. Ni siquiera queda excluido que los distintos sindicatos organicen por cuenta propia institutos educacionales conformes con las exigencias profesio­nales de sus miembros o con su propia necesidad de conductores. Pero no hay que disimularse que tales organismos nuevos no alcanzarían, como ya es el caso de aquellos que funcionan, sino a la pequeña mi­noria de los trabajadores manuales que aspiran a la cultura y no buscan tanto convertirse en obreros cul­tos como cambiar de capa social. No es, por lo tan­to, en semejante extensión del sistema clásico que estamos pensando.
Concebimos, por el contrario, la escuela de cultu­ra como un club que sea, por su misma actividad, un centro de atracción para los productores y donde éstos encuentren, ante todo, un marco formador. El obrero no irá espontáneamente al museo. Pero, vi­viendo en contacto cotidiano con lo bello en una Casa Sindical donde se sienta a sus anchas, aprenderá po­co a poco, sin clases de estética, a hacer la diferencia entre la obra de arte y el calendario "artístico", en­tre la buena música y la canción de moda. En éste un primer punto.
Pero semejante marco no hay que dejarlo vacio, lo que sería hacerlo ineficaz. Que en él se presenten espectáculos de alto nivel, nada más plausible. Más no es suficiente. También y sobre todo hay que ha­cer participar al productor en la actividad cultural y desarrollar asi las predisposiciones que pueda te­ner. Elencos teatrales, orquestas de aficionados y "ateJiers" de pintura y escultura tienen su lugar en la Casa Sindical como tienen el suyo la cancha de tenis, la sala de armas y la pileta de natación. Todo esfuerzo de creación o de superación a la vez es for­mador y exige una formación previa que el obrero buscará y de la cual habrá que darle los medios.
Sin duda, solo una élite en potencia entrará en el juego. Pero no se puede soñar en dar a todos un mismo nivel de cultura. La masa permanecerá espectadora y esto ya será, de su parte, un primer paso, de resultados apreciables. La objeción que se puede hacer a nuestro proyecto tal como lo hemos desarrollado hasta aquí es otra: la cultura que irán adquiriendo asi los productores será una cultura "agregada"  y el sindicato sólo constituirá el pre­texto de una acción formadora "de lujo" que podría darse con tanta eficacia en otro lugar. Estamos de acuerdo. Pero no hemos hecho, hasta ahora, sino describir el ambiente de la escuela de cultura, esto es, el marco en el cual el obrero recibirá y se forjará una cultura "integrada". Pues no vemos razón al­guna para que los trabajadores manuales no apro­vechen, en la medida de sus posibilidades, el capital de civilización de que Son herederos legitimas al mis­mo título que los demás miembros de la Comunidad.

18. LA CULTURA INTEGRAL EN LA CREACION
Es uno de los prejuicios más sólidamente enraiza­dos en los burgueses y los intelectuales (incluso los burgueses y los intelectuales socialistas) que el obre­ro trabaja porque está constreñido por la necesidad material pero tiene horror y asco por su oficio. Si realmente es así para algunos, esto demuestra sim­plemente que hay inadaptados en la clase obrera, lo que no constituye ninguna revelación, y que las con­diciones capitalistas de trabajo no son muy exal­tantes, 10 que tampoco es nada nuevo. Pero, de todas maneras, la tesis es inexacta en lo que atañe al con­junto de los trabajadores manuales.
Se ha notado muy a menudo que los pequeños perfeccionamientos técnicos, a veces de consecuencias incalculables, con que simples obreros asalariados han mejorado sus herramientas y métodos de traba­jo, son numerosísimos. Casi es norma que el produc­tor "piense" su trabajo. Sin embargo, muy pocos han sabido sacar un provecho material o profesional "madero de sus inventos, por lo menos hasta los úl­timos años en que una tendencia a suscitar las inno­vaciones técnicas de este tipo se ha desarrollado en­tre los patrones como consecuencia de las encuestas realizadas en las fábricas por psicólogos especializa­dos. En cualquier obrero hay un artista que, al no poder, como el artesano, poner su personalidad in­tegral en su obra, busca por lo menos la perfección de su trabajo. ¿Cuál es el ajustador que no tiene su técnica particular y no se enorgullece de ella? ¿Cuál es el mecánico que considera el ejercicio de su oficio como una rutina y no se confunde, en una especie de simbiosis incomprensible para el profano, con el mo­tor que está arreglando? A pesar de la explotación capitalista y la inhumanidad del taylorismo, por lo demás cada vez más abandonado hoy en dia, el pro­ductor toma interés en lo que hace y siempre busca aprender a hacerlo mejor. Nada más natural si pen­samos que, durante siete u ocho horas por día, su cuerpo y su mente son moldeados por una técnica que acaba por incorporarse a su naturaleza en forma de hábitos definitivos. En las peores condiciones de tra­bajo, su entusiasmo creador en la escala variable de sus posibilidades, por supuesto- siempre busca despertarse.
Lo que la fábrica capitalista es incapaz de hacer, el sindicato puede y debe realizarlo. Agrupa a obre­ros de un mismo oficio que poseen en común, no sólo el interés económico, sino también el entusiasmo po­tencial que acabamos de analizar brevemente, aun cuando, delante de sus compañeros, un falso pudor los impele a disimularlo., La 'fábrica traba al produc­tor constriñéndolo a una rutina casi mecánica. Es­torba el libre desarrollo de la imaginación creadora, de la cual nace la alegría en el trabajo. Corresponde al sindicato poner a disposición de sus miembros los materiales (talleres, utillaje), que sólo podría apro­vechar una mi noria, como la formación teórica y práctica merced a la cual el obrero logrará escaparse del circulo vicioso de la especialización abusiva y realizar, sin salir de su oficio, sus aspiraciones de creador.
¿Se puede legítimamente calificar semejante for­mación de cultura? Los racionalistas lo negarán. Para ellos, la cultura sólo procede de la inteligencia desencarnada. Pero los artistas, por cierto, contes­tarán afirmativamente. Saben por experiencia vivi­da que el trabajo manual es formador del ser entero dándole el rigor sin el cual no hay creación. Saben que el "cuerpo a cuerpo" con la materia agudiza la sensibilidad más de lo que puede hacerlo un curso de historia del arte. La cultura "integrada" no hará del obrero, por supuesto, un hombre de mundo capaz de hablar y juzgar de todo sin nunca producir nada original, ni un diletante cuyo refinamiento perma­nezca estéril, sino el equivalente moderno del artesano de antes, que sacaba de su actividad creadora una ri­queza de pensamiento y una delicadeza de sentimientos que hacían de él un hombre completo cuyas obras, en todos los campos, son modelos no igualados.

19. LA ACCION CULTURAL DEL SINDICATO
La cultura "integrada" no excluye, por otra parte, lo que se conviene en llamar la "cultura general". La supone, por el contrario, ya lo vimos, como pro­ducto de un ambiente necesario y la suscita por la formación integral que da al productor. Los princi­pios y valores de ambas son los mismos. Sólo difie­ren sus modos de expresión. El rigor lógico del me­cánico lo hace apto para captar y apreciar la exacti­tud de un razonamiento, aun cuando no hace de él un metafísico. La sensibilidad a las formas del tor­nero _y elegimos deliberadamente nuestros ejemplos en las especialidades que, en la fábrica, dejan el me­nor lugar a la iniciativa personal- lo prepara a sen­tir mejor que muchos críticos de arte la belleza de una estatua o un cuadro. La formación técnica tal como la concebimos no encierra más al trabajador manual en su oficio que la formación humanística al intelectual en el marco de las lenguas muertas. Antes al contrario, el esfuerzo de la búsqueda le abre la mente a nuevas experiencias, el entusiasmo creador lo predispone para grandes aventuras y el desinterés que pone en su trabajo lo arranca del materialismo moral. Es en este sentido que podemos hablar de cultura. La técnica sólo es un procedimiento más adecuado que cualquier otro, por ser mejor adaptado a la naturaleza del productor, para llevar la clase obrera a la civilización.
Cuando hablamos de formación técnica, no quere­mos decir, por lo demás, formación profesional. Esta, que no hace sino preparar al obrero para desempeñar una función determinada en la fábrica, está dada por las escuelas especializadas. La formación técnica, por el contrario, en el sentido en que la entendemos no está dada hoy día en ninguna parte fuera de algu­nas pequeñas asociaciones y en campos muy limita­dos (el aeromodelismo, verbigracia). Está destina­da a permitir al productor superar su función eco­nómica, pero sin salir de su oficio, por lo menos, apoyándose en él. El hecho de que el obrero se haga, por eso mismo, profesionalmente más capacitado no es sino una consecuencia feliz y lógica, pero indirecta, de su desarrollo cultural.
Digamos de modo más concreto que la formación técnica de que se trata está destinada a transformar en arte el métier puramente "alimenticio" del traba­jador manual. Todas las tradiciones artesanas pue­den así utilizarse otra vez, ya no como medios de subsistencia, sino como técnicas de creación desintere­sada. Basta que el carpintero que fabrica puertas en serie aprenda a tallar la madera, que el metalúrgico que tornea siempre la misma pieza aprenda a forjar el hierro o que el relojero industrial que arma desper­tadores en cadena aprenda a inventar mecanismos, para que se conviertan en artistas. Existen pocos oficios que no posean así una extensión creadora po­sible. Otros, como la mecánica del automóvil y la radio, ya suponen una iniciativa y conocimientos ta­les que bastaría liberarlos del constreñimiento co­mercial para que abrieran por sí mismos un campo inmenso a la creación.
EL cuanto a los medios de que dispone o puede dís­ner el sindicato para dar a sus miembros semejante .tura de expresión técnica, son todos aquellos que la propaganda contemporánea. Si la edición, la prensa, la radio, el cine y la televisión contribuyen, hoy en día, tan poderosamente al embrutecimiento de las masas, ¿ cómo no podrían, liberados de su espíritu mercantil y demagógico, actuar eficazmente en sen­tido contrario? Piénsese solamente en las posibilida­des excepcionales que ofrece la televisión documental y educativa: permite presentar al espectador, en una forma particularmente atrayente, los procedimientos y los resultados de las técnicas que nos ocupan y darle asi el gusto de la creación y los conocimientos nece­sarios para llegar a ella. Permite sobre todo, y de modo más general, en unión con los demás medios de difusión que hemos citado más arriba, rehabilitar a los ojos de todos el trabajo manual y hacer desapare­cer el complejo de inferioridad que impele al pro­ductor a imitar al burgués; lo que constituye el pri­mer paso que dar.
Por supuesto, el empleo de semej antes medios mo­dernos que el sindicato no puede dejar en manos de jos envenenadores de la mente obrera no excluye el recurso a los procedimientos tradicionales y en parti­cular a la enseñanza directa. Y puesto que, en ma­teria de cultura, se trabaja siempre para el porvenir más que para el presente, nos parece indispensable que la formación técnica sea impartida en primer lu­gar en el marco de un movimiento de juventud sin­dicalista fundado en una "mística" del trabajo y en el espíritu de equipo, según el ejemplo dado en Europa por los "Compagnons de France", hoy desapare­cidos por razones políticas.

20. LOS "MAESTROS DE CULTURA" EN LOS SINDICATOS
No faltan utopistas para pensar que los medios modernos de acción sobre la masas son tan poderosos que basta emplearlos para que la cultura -cualquie­ra sea, por otra parte, la concepción que se tenga de ella- se difunda rápidamente en todos los estrados de la sociedad. Desgraciadamente, formar un hom­bre -y, con más razón, una capa social- no es tan sencillo como hacerle tatarear la canción de moda. La cultura no se improvisa, ya lo dijimos, ni se dis­tribuye como el pan o el tango. Siempre constituye el resultado, nos lo enseña la historia, de un esfuerzo lento y continuo a través de varias generaciones. Aun cuando los sindicatos, plenamente conscientes de su tarea en este campo, lograran de la noche a la ma­ñana fiscalizar y utilizar la prensa, el cine, la radio y la televisión, el problema no estaría resuelto. Pues quedaría por encontrar los "maestros de cultura" sin los cuales los medios de formación más poderosos resultarían ineficaces.
 Eso parecerá una perogrullada, pero las tesis en boga entre algunos defensores de la "cultura prole­taria" hacen que no sea inútil escribirlo sin perifra­se: la formación cultural sólo puede ser dada por gente culta, sobre todo cuando es preciso que adquie­ra una nueva expresión. Hay, por cierto, autodidac­tas en la clase obrera. Pero no constituyen sino una mi noria insignificante y su cultura no siempre es muy sólida ni bien equilibrada. No basta, por otra poseer una formación para saber transmitirla. Eternos, pues, nuestra fórmula: la formación cultural sólo puede ser impartida por profesores.
Tal conclusión no deja de ser un tanto inquietante. Sugiere invenciblemente la imagen molieresca de un intelectual puro, salido de las clases medias, rodeado de seres toscos cuyo modo de pensamiento y aspira­ciones desconoce del todo, y tratando de iniciarlos en los misterios de la sintaxis latina o del cálculo diferencial. Es bien evidente que traer la escuela o la universidad al sindicato no podria dar resultados mucho mejores que llevar al sindicalista a la escuela a la universidad.

Nadie que se haya ocupado del problema ignora, sin embargo, de qué prestigio goza el profesor en la élite del proletariado. No es, por lo tanto, imposible utilizar a algunos profesionales de la enseñanza que hayan estudiado la situación de la clase obrera, aun­que sólo sea para planificar el esfuerzo a em­prender y formar, con ayuda de esos viejos artesa­nos que aún se encuentran y que dominan perfecta­mente las técnicas de los oficios de arte, profesores seleccionados entre los trabajadores manuales más aptos. Pues seria vano querer alcanzar de una vez al conjunto de los productores. Sin duda es posible modificar desde ya el clima cultural en que todos se mueven. Pero la cultura no puede sino infiltrarse progresivamente en la masa, que, no lo olvidemos, procede por imitación más que por convicción. Hay que formar primero, intelectual y técnicamente, "maestros de cultura" que, a su vez, formarán des­pués a una éliie que, por su ejemplo, ayudará a la masa a modificar su actitud. Procedimiento lento, sin duda, pero el único que pueda dar resultados du­raderos. N o es cosa fácil cambiar la mentalidad y los gustos de un proletariado hasta ahora abandonado a sí mismo o, peor aún, sistemáticamente explotado en su ignorancia. Procedimiento conforme a la natura­leza de las cosas, también. Pues la cultura es siem­pre, en su expresión creadora, lo propio de una aris­tocracia y va degradándose después según la capa­cidad biopsíquica y la condición histórica de las capas sociales que la reciben y aceptan de modo desigual.
La minoría que encarnará la nueva. expresión de nuestra cultura constituirá, como lo escribe Henri De Man, ex presidente del Partido Obrero Belga (so­cialista), una nueva aristocracia rectora; una aristocracia del trabajo manual, diferente en su modo de vivir y de crear tanto de la antigua aristocracia po­litica y militar como de la élite intelectual que peno­samente le sobrevive, pero no inferior a ellas. E in­finitamente superior a la burguesía, cuya cultura de­cadente no es sino un barniz engañador.

21.VALOR REVOLUCIONARIO DE LA CULTURA SINDICAL
La redención cultural del proletariado acarreará, pues, como acabamos de verlo, importantes conse­cuencias sociales. Hasta ahora, la estratificación económica nacida del capitalismo y la estratificación cualitativa coincidían en sus grandes líneas. La clase obrera estaba realmente abajo de la escala social en todos los campos. Ya no será lo mismo una vez que haya recibido y asimilado la formación cuyos princi­pios hemos asentado. Sobrepuestas desde el punto de vista económico, las clases estarán yuxtapuestas des­ee el punto de vista cualitativo. Vale decir que el obrero culto se sentirá humanamente igual al bur­gués culto al que permanecerá sin embargo sometido según las cláusulas del contrato de trabajo. Su si­tuación económica le parecerá tanto más inaceptable cuanto que su cultura, fundada en el métier, lo pre­parará mucho mejor para su trabajo de productor que la formación, enciclopédica más que verdaderamente humanística, del burgués prepara a éste para su pa­pel de dirigente.
Los soñadores idealistas que esperan que la cultu­ra llenará las aspiraciones de la clase obrera y bas­tará para incorporarla a la Comunidad -léase: para hacerla quedar quieta y aceptar su suerte con resig­nación- se ilusionan completamente. La redención cultural del proletariado no puede ser una redención del proletariado por la cultura. Es impotente, en sí, para compensar la anormalidad de las relaciones en­tre productores y detentadores de los medios de pro­ducción. Muy lejos de hacer al obrero pasivo y sumiso, le dará, por el contrario, a la vez que una concien­cia más aguda de la explotación que padece, la capaci­dad de reemplazar la estructura capitalista de la so­ciedad económica por una estructura comunitaria.
Pero el sindicalista culto ya no luchará como un bárbaro. Ya no soñará en destruir la civilización al mismo tiempo que al "ocupante" burgués. Ya no con­fundirá los valores tradicionales y su expresión deca­dente y ya no los vinculará en su mente con el pro­ceso capitalista de la producción. Antes al contrario, la revolución tendrá para él la doble razón de ser de liberar a la clase obrera y de devolver a la civilización su plena vigencia, unificando otra vez la cultura fun­dada en el oficio y este mismo oficio de que la victoria burguesa dramáticamente la había alejado. Las con­secuencias sociales de la cultura obrera tal como la concebimos serán, por lo tanto, lógicamente inversas de aquellas que la adopción por los productores de una cultura burguesa degradada ha provocado en los Estados Unidos. Allá, el proletario "plutócrata", aburguesado en su "cultura", se ha sentido solidario del sistema económico burgués. Acá, el obrero, crea­dor en el marco de una cultura de nueva expresión, tenderá a eliminar el dominio económico de una clase cuya superioridad ya no admitirá. N o queremos de­cir con eso, por supuesto, que el reformismo de los sindicatos yanquis tiene por causa exclusiva ni prin­cipal el acceso, por lo demás producido por la evolu­ción del capitalismo, de los productores a la cultura burguesa, ni que el espíritu revolucionario depende exclusiva o principalmente de una cultura obrera. La causa fundamental de la actitud proletaria es eviden­temente de naturaleza económica. Pero la cultura constituye un factor que no se puede dejar a un lado, como Jo demostró muy bien el gran maestro del sin­dicalismo revolucionario que fue y sigue siendo Jorge Sorel.
El éxito de una revolución económica que acarree la desaparición de la burguesía, vale decir, remitámoslo, de los detentadores del capital en cuanto clase dirigente de la producción sólo es posible, por lo demás, si los productores están listos para inte­grarse en las comunidades de trabajo y desempe­ñar en ellas su función en una atmósfera totalmente renovada. El socio de la empresa comunitaria ya no podrá  producir con el mismo espíritu que el asalariado d­e hoy, para quien, por lo menos en la medida en que el gusto del trabajo bien hecho no priva sobre la conciencia que tiene de su condición de proletario, la norma es trabajar lo menos que pueda. Tendrá, por el contrario, que participar por entero y sin reserva en el esfuerzo colectivo, abandonando la idea de una remuneración exactamente proporcionada a su es­fuerzo personal. Dicho con otras palabras, tendrá que producir en un ímpetu de entusiasmo desinte­resado. ¿ Cómo conseguir tal resultado sin una for­mación previa? La cultura obrera lo prepara para su futuro papel de productor libre. No es éste su me­nor mérito.

22. VALOR HUMANO DE LA CULTURA SINDICAL
Independientemente de sus consecuencias económicas sociales, la redención cultural de la clase obrera posee un valor en sí, un valor humano. El proleta­rio integral del siglo pasado no era, por su situación, sino un subesc1avo y tenía la mentalidad correspondiente. Estaba, desde este punto de vista, más cerca del animal doméstico que del ser humano. Sería tan vano como injusto reprochárselo retrospec­tivamente. Es un milagro que se hayan reunido productores manuales para superar su condición pro­letaria y emprender la lucha sindicalista contra las potencias del dinero que dominaban la sociedad ente­ra, y hasta para emprender un combate político contra el Estado burgués. Pero no por eso deja de ser cierto que el mejoramiento material de las con­diciones de existencia de los trabajadores manuales pierde gran parte de su significado si no tiene por consecuencia sino una imitación estéril del modo de vida y de pensamiento de la pequeña burguesía, o más sencillamente, la mera satisfacción biológica de un legítimo apetito. Sin la cultura, sin una cultura ade­cuada a su naturaleza y a sus necesidades, el prole­tario nunca será sino un subes clavo bien alimentado.
Por el contrario, si el trabajador manual recibe una formación completa que haga de él, en la medida de sus posibilidades biopsiquicas, un creador capaz de dominar su condición de productor subordinado, no evadiéndose de ella sino "sublimándola", será un hombre en la plena acepción del término, infinita­mente superior al burgués, que no hace sino consumir productos de cultura que otros crean a su intención sin que él los comprenda siquiera. La cultura sindi­cal llegará al feliz resultado de civilizar al "bárbaro", no imponiéndole normas de pensamiento y de acción que sean extrañas a su ser y a su función, sino por el contrario dándole los medios de elaborar por sí mis­mo las formas en que le sea posible asimilar y vivir la herencia que a todos pertenece.
Es por la creación, en efecto, que el hombre supe­r íor se revela, cualquiera sea su jerarquía en la esca­la social presente y cualesquiera sean el campo y la técnica de su esfuerzo. Crear es, para el obrero, in­corporarse a la materia y modificar el mundo. Es hacer obra de demiurgo. Es también realizarse en la plenitud conquistada de su ser, haciendo participar su cuerpo, actor, y ya no solamente orgánico, en el acaharniento de su adaptación interior. Basta colo­car otra vez al obrero en las condiciones de trabajo del artesano para que, naturalmente, vuelva a ser creador lo era el productor de antes.
Dichas condiciones son de dos órdenes de irnpor­tancía desigual. Incluyen sin duda la facilidad económica que el proletariado ha conquistado en el curso de los últimos decenios o de los últimos años ('). Pero muchos grandes creadores han logrado, en este campo, salvar los obstáculos que la sociedad mercan­tilista levantaba en su camino. En cambio, nadie crea en la servidumbre ni en la incultura. La clase obre­ra sigue estando avasallada y no ocupa todavia el lu­gar que legitimamente le corresponde en el proceso de la producción. y sigue siendo inculta.
Es menester realizar, por lo tanto, un último es­fuerzo. Ha llegado la hora de dar a la clase obrera, en una forma adecuada a sus exigencias y a sus posi­bilidades, la cultura a que tiene derecho como cohere­dera de nuestro pasado. Decimos: dar. En efecto, limitado a sus propios medios, el trabajador manual es, salvo excepciones individuales, incapaz de rein­ventar para su propio uso los métodos tradicionales de que el maquinismo lo ha apartado, tanto menos cuanto que su medio aburguesado lo arrastra por el camino de la facilidad. Pero el artista tampoco im­provisa, salvo casos excepcionales. Recibe de sus maestros, en la disciplina del aielier la formación que le permitirá crear y formar a su vez discipulos. Ya lo dijimos: el marco natural de la formación del pro­ductor, a faita del taller comunitario, es el sindicato. Luego, corresponde al sindicato dedicarse a esta ta- rea de extraordinaria importancia que queda casi integramente por hacer.
(l) Escrito a principios de 1955.

23. VALOR ECONOMICO DE LA CULTURA SINDICAL
Aludimos más arriba, incidentalmente, a las afor­tunadas repercusiones que la cultura del productor, tal como acabamos de definirla, tendrá necesariamen­te en el campo económico. Por cierto, el mejoramien­to del producto y el aumento de la producción no constituyen en absoluto la razón de ser principal ni el objetivo primordial del esfuerzo a realizar, que es ante todo de naturaleza humana. Pero, de cualquier modo, la economía no es extraña al hombre y el pro­greso material, cualquiera sea el mal uso accidental que de él hagamos, está lejos de carecer de valor hu­mano. Y, por otro lado, el poderío de una nación de­pende, hoy en día, en una buena parte, de su produc­tividad industrial.
Es error demasiado común considerar dicha pro­ductividad como fundada esencialmente en la maqui­naria de nuestras fábricas, cuando dimana en primer lugar, puesto que las máquinas son productos, del nivel técnico de los productores. Si fuera posible aceptar la idea de una sociedad industrialmente in­movilizada para siempre, dicho nivel podría ser resul­tado de la mera formación profesional que dan las escuelas especializadas. Pero el mundo industrial, como toda realidad humana, está en constante evo­lución. El productor, pues, no puede ser un simple robot bien condicionado, según el sueño caduco de Taylor. Tiene que adaptarse a los cambios continuos de las técnicas, y hasta participar en ellos en cuanto creador. Dicho con otras palabras, debe ser el amo de la técnica y no su servidor. Esto resulta indispen­sable sobre todo en los paises en vías de industriali­zación, como la Argentina, que no pueden, bajo nín­gún concepto, limitarse a una rutina industrial -que no existe o se ubica en un nivel inferior de produc­ción- síno que tienen, antes al contrario, que supe­rar sin tregua los resultados logrados, y con un ritmo más rápido que el de las naciones mecanizadas desde antiguo, puesto que hay que compensar el tiempo perdido.
La industria contemporánea tiende, por lo demás, a eliminar al obrero robot, cualquiera sea su grado de capacitación. La nueva fábríca Ford de Cleveland (1954) produce bloques de automóvil de modo casí totalmente automático. Sólo intervienen, en ciertos momentos del proceso, algunos pocos obreros alta­mente capacitados a quienes se exige la iniciativa de que precisamente carece la máquina más perfec­cionada. En Inglaterra existe una fábrica electrónica de receptores de radio que produce tanto con cincuen­ta técnicos como una fábrica normal con mil quinien­tos obreros comunes. Esto equivale a decir que no ha­brá más lugar, en la sociedad de mañana, para el pro­ductor medio de hoy. Sólo tendrán empleo los ba­rrenderos y los creadores.
Trátese, pues, del estado actual o del estado futuro del mundo industrial, y aun cuando se considere el problema sólo desde el punto de vista económico, una cultura que trasforma al robot humano en un pro­ductor digno de tal nombre, capaz de iniciativa y, luego, previamente formado con vistas a la iniciativa, resulta a las claras indispensable. Ahora bien: la cul- tura del proletariado, funcional en sus modalidades, 10 será igualmente, búsqueselo o no, en sus resulta_ dos. En otros términos, la cultura del productor es, ipso lacto, la cultura del producto en cuanto está fun­dada en la producción, a la que supera, sin duda, pero debe primero realizar. La llamada "cultura in­dustrial", vale decir, la cultura del obrero en tanto que referida a su trabajo y a los frutos de su trabajo, no consiste, por consiguiente, de ninguna manera, en la especialización estrecha y cerrada que algunos te­men no sin razón y otros desean ver desarrollarse en la clase obrera, sino que constituye, antes al contra­rio, el mero aspecto económico de la formación inte­gral del hombre creador.

24. HACIA LA CIVILIZACION DE LOS PRODUCTORES
Los trabajadores manuales son lógicamente los pri­meros interesados en el asunto, desde todos los puntos de vista. Pero su misma incultura les hace, por 10 general, incapaces de aspirar a una formación cuyo significado se les escapa y .no puede sino_escapárseles. Luego, es normal y necesario que las organizaciones que cargan con la responsabilidad del porvenir obre­ro tomen las iniciativas que se imponen. Eso no quiere decir, sin embargo, que deban actuar en cir­cuito cerrado y sólo por sus propios medios.
La clase obrera no padece sola, en efecto, las con­secuencias trágicas de su incultura. La Comunidad entera resulta disminuida por la presencia en su seno de varios millones de "bárbaros" que no sólo consti­tuyen una amenaza para la civilización sino que tam­bién traban su progreso, aun en el campo material, como acabamos de verlo, y con más razón en el de a creación desinteresada. El mismo poderío es, por una parte, función de la cultura, pues la alegría es factor de fuerza y la creación es factor de alegría.
El Estado comunitario no puede, por consiguiente, permanecer pasivo, tanto menos cuanto que él tiene la responsabilidad de la educación, siendo en defini­tiva la formación de los trabajadores obra de educa­ción. Por lo demás, la antigua fórmula panem et cir­censes sólo expresa un falso maquiavelismo de Bajo Imperio, o un recurso provisional. Aun desde el mero punto de vista político, es más fácil para el Estado dirigir a un pueblo organizado y culto en todas sus capas que a una masa inorgánica, indisciplinada e inestable que sólo una propaganda de cada momento logra mantener, no sin dificultad, en la linea general. Es por lo tanto lógico e imprescindible que el Estado dé a los sindicatos, también en este campo, el apoyo y la ayuda de sus poderosos medios de acción.
Tal colaboración es tanto más indispensable cuanto que las consecuencias de la batalla que se está libran­do hoy en día en el mundo sobrepasa infinitamente el marco de las antiguas rivalidades nacionales. Ya no se trata solamente de provincias ni de mercados, sino de nuestra civilización por igual amenazada por las dos formas antagónicas del capitalismo industrial. ¿Cómo escaparse a la vez del liberalismo y del mar­xismo? N o podemos pensar en volver a la economía pastoril ni al sistema artesanal de producción. ¿ Será posible, entonces, adoptar una tercera posición que no sea una componenda entre las otras dos sino que supere a éstas en una síntesis que eche los cimientos de una nueva forma de vida comunitaria? Creemos que si es posible, pero con tal de que se acepten los datos que la historia y el estado presente del mundo nos imponen. El maquinismo es uno de ellos. O lo civilizaremos, o nos aplastará. No desaparecerá.
Quiérase o no, la cultura patricia, que dio hermo­sas flores y bellos frutos -¿por qué no reconocerlo? ­desde los Medici pero que se ha desarrollado como un parásito sobre la sólida cultura aristocrática y arte­sana del Antiguo Régimen, tal cultura de elites ocio­sas ya no es viable hoy en día porque ha chupado to­da la savia del árbol de que se nutria. Ya no quedan de ella sino los subproductos pestilentes que el mer­cantilismo liberal difunde en las masas occidentales.
Gracias a Dios, las civilizaciones no son formas históricas tan perecederas como las culturas. Proce­den de la raza, y nuestra raza, aunque en peligro, todavia es sólida. Para que nuestra civilización se afirme otra vez con pleno vigor, basta devolverle una base valedera y firme. Dicha base, la tenemos; el métier, vale decir, lo que, en el maquinismo, ha per­manecido humano. Si no sabemos trasmitir a los pro­ductores manuales, mediante la cultura sindical, la herencia de nuestra civilización, ésta desaparecerá, tal vez para siglos, tal vez para siempre, en el hormi­guero industrial que los Atila mecanizados que nos acechan amenazan edificar sobre los escombros de nuestro Occidente.