4 de noviembre de 2009

LIBERALISMO Y CAPITALISMO

El liberalismo tanto político como económico es la “doctrina” con que el capitalismo encubrió sus designios, que no son otros que la acumulación sin límites de los bienes materiales y de los servicios que se puedan producir y el acaparamiento total de los medios de pago hasta llegar al dominio absoluto del planeta y de sus habitantes. (¿Qué vendría después de eso? Es posible que ni los propios capitalistas se pongan de acuerdo).

La violencia (las bombas, los cañonazos y los tiros de las guerras y guerrillas) así como el engaño (por los medios de difusión y por los de enseñanza) los pusieron los grandes capitalistas, dueños no sólo de buena parte del capital en sentido lato, sino también de los bancos, y tanto para crear su fuerza militar como para imponerse a sangre y fuego, primero debieron apropiarse de los Estados (de los funcionarios que los encarnan) por medio de los préstamos usurarios y de los sobornos y luego de la infiltración de sus empleados.

El liberalismo hace tabla rasa de todos los dogmas asertando que todas las opiniones son igualmente válidas, excepto que tiene los suyos propios y no permite que sean discutidos. Sobresale de entre todos, la superstición de la legalidad. Si un gobierno fue ungido en virtud del procedimiento legalmente establecido, es legítimo por su origen y ya está: nada importa que arruine la economía, que promueva la indiferencia religiosa y cívica, que sus legisladores enhebren en forma de leyes todas las torpezas morales y todos los despropósitos concebibles. El gobierno es legítimo solamente porque juntó los votos necesarios.


El Liberalismo y los trabajadores

Sucede que el “trabajador” (que en el lenguaje mistificado de los liberales y de sus hijos y aliados los socialistas es el asalariado y el pequeño cuentapropista) desde el inicio del capitalismo y hasta hoy no es sino un esclavo, al que se arrojan las migajas de la producción y de la tecnología en medida apenas suficiente para su propia subsistencia y la crianza de la prole, que son los esclavos que harán el relevo generacional.

Se mantiene así a la población mundial como un reservorio de elementos productivos a los que se “atiende” cubriéndoles las necesidades operativas: casa, comida, ropa, transporte y los elementos de la vida diaria; en el caso de la minoría privilegiada, lujos y placeres y comodidades extraordinarias.

Pero dado que todos esos bienes no constituyen sino una ínfima parte de los que los hombres y mujeres trabajadores producen, quedando la parte del león en las manos acaparadoras de los grandes capitalistas, la situación de las personas no difiere en nada, esencialmente, de la de los esclavos del alto imperio romano; si acaso, las diferencias están dadas por el lógico progreso de la humanidad en materia de medios de producción y de consumo, de ciencia y tecnología.

En la Roma imperial, los esclavos habían ya logrado los derechos de cualquier hombre libre con excepción de su condición social. Eran respetados como humanos, eran sujetos del derecho (personas, aunque de categoría reducida), estaban autorizados a tener bienes propios (el “peculium”), a testar, a heredar a sus hijos, a casarse y a tener “casa” propia (a propósito, “casa” en latín quiere decir “cabaña” o chamizo, de donde el “servus casatus” era el esclavo con vivienda propia), y hasta a comprar su libertad para convertirse en hombres libres. Y desde el año 202, por obra del decreto de Caracalla emperador, a ser ciudadanos del Imperio una vez recobrada la libertad.

Tantas bonificaciones no les cambiaron finalmente la vida a los esclavos, porque quedaron sujetos a las mismas preocupaciones, angustias y necesidades insatisfechas de cualquier hombre libre pobretón. La única ventaja, nada despreciable, por cierto, era que siendo ya libres, podían embarcarse en las mismas tramoyas, latrocinios y prepotencias que los capitalistas para llegar a ser uno de ellos. ¿Dónde está la diferencia sustancial con el hombre de nuestra época? Si acaso, el hombre moderno vive peor.

El espectáculo del mundo hoy, si empezamos a hacer abstracción, esto es, a poner entre paréntesis el lujoso colorido de la publicidad y el oropel modernoso, y nos colamos bajo los techos de la gente para verlas en la intimidad de sus mentes y corazones, es el “show” de la miseria moral y de la angustia, adornada con los elementos del lujo barato que se le permite a los siervos: televisión, automóvil, comodidades domésticas, paseos. Todo lo cual paga el hombre moderno con angustia existencial, miedos acosantes a lo que puede pasar y a lo que pasa, terrores y escalofríos que le provocan desgarro en su psiquis y dolores en el cuerpo ante la imprevisibilidad de su futuro y del de sus hijos.

Pero éste es el mundo de la parte “privilegiada” de la humanidad. Entrar en la consideración de lo que les pasa a “los otros” (a los chinos, a los africanos, a los tercermundistas, así como a los bolsones de miseria que los hay incluso en varios de los países más ricos) es casi arriesgar la salud mental. Hay que sentirse muy motivado y tener mucho carácter para querer interiorizarse de lo que les pasa a esas gentes. Y hay que ser un imbécil alucinado por las drogas o los espectáculos de entretenimiento masivo y vivir, como las plantas, de lo que caiga de arriba, para no enterarse de que los hambreados existen y de que ya golpean a las puertas.

Héctor O. Pérez Vázquez
(fragmento)