7 de noviembre de 2009

EDUCAR PARA LA PATRIA


80 años de la enciclica Divini Illius Magistri


“Tan sólo en Cristo se puede educar al cuerpo para el alma y el alma para Dios y el prójimo”.

(Jordán Bruno Genta)

Treinta y uno de diciembre del año mil novecientos veintinueve. Esta es la fecha en la que aquel gran Pontífice, Pío XI, dio a conocer a todo el orbe su monumental Carta Encíclica “Divini Illius Magistri”, sobre la educación cristiana de la juventud.

Queremos y debemos recordarla por varias razones. Una de ellas y quizás la más importante sea la actualidad que presenta la crisis en nuestra educación, sea de gestión estatal o privada (salvo las honrosas excepciones a la regla). Estamos convencidos de que si la rescatamos del ignominioso olvido en que se encuentra, como otros tantos documentos del Magisterio, llegaremos a una comprensión cabal del problema, como también así encontraremos los remedios para éste.

Todos los especialistas, expertos, masters, magisters, etc, en cuestiones educacionales vienen hablando, desde que tengo uso de razón, de “la crisis en la educación”. Nos hablan de nuevos métodos e inventan fórmulas, programas y elíxires mágicos; se sancionan leyes y con el correr del tiempo las derogan porque sancionarán otra mejor. Pero la crisis continúa avanzando y las cosas se ponen cada vez más graves. ¿Por qué pasa esto? Porque las causas son muchísimo más profundas de lo que comúnmente se cree y estos miopes no alcanzan o no quieren ver.

“La educación es cosa del corazón”, decía sabiamente Don Bosco. Por eso este tema de la educación hay que tratarlo en serio y no largarse a “tocarlo de oído”.

Debemos comenzar teniendo presente la naturaleza humana y saber cuál es el fin de la educación. El hombre posee un componente real, racional y animal; pero también tiene un cuarto componente -el más importante- que es el sobrenatural. Porque el hombre es una creatura hecha a imagen y semejanza de Dios. Es una creatura caída y redimida; es un ser, en definitiva, convocado a la vida sobrenatural. De allí que S.S. Pío XI sostenga sobre las falsas pedagogías que: “… es falso todo naturalismo pedagógico que de cualquier modo excluya o aminore la formación sobrenatural de la juventud; y es erróneo todo método de educación que se funde total o parcialmente en la negación o en el olvido del pecado original y de la Gracia, y, por tanto, sobre las fuerzas solas de la naturaleza humana”. Aquí está la gran respuesta a todo el problema: reconocer las consecuencias del pecado original. ¡Hace ochenta años que el Santo Padre nos la marcó!

El segundo principio que debemos tener presente, decíamos, es el que hace referencia al fin de la educación. El Vicario de Cristo nos enseña que “la educación esencialmente consiste en la formación del hombre tal cual debe ser y cómo debe portarse en esta vida terrena para conseguir el fin sublime para el cual fue creado”. El fin de la educación, entonces, no es otro más que “cooperar con la Gracia Divina a formar al verdadero y perfecto cristiano; es decir, al mismo Cristo en los regenerados por el Bautismo”. Con algo semejante nos encontrábamos ya en el viejo Catecismo, cuando de manera poética, nos decía que “La ciencia más acabada / es que el hombre bien acabe / porque al fin de la jornada / aquel que se salva, sabe / y el que no, no sabe nada”. Digámoslo en pocas palabras. El fin de la educación consiste en alcanzar la sabiduría; esa sabiduría que nos hace capaces de luchar por Nuestro Señor y por sus Divinas Leyes.

Reiterémoslo. Estas enseñanzas, lamentablemente ignoradas en la actualidad, son fundamentales para que la educación tome de una buena vez el camino correcto. Quien lo vio así fue, entre nosotros, el querido Profesor Jordán Bruno Genta, por eso insistía en “el cristocentrismo como principio pedagógico supremo; porque el hombre no puede superar, con recursos simplemente humanos las contradicciones de la existencia”.

Existen otras causas. Sin querer agotar el tema, sólo hacemos mención. La desnaturalización de la escuela es otra de las fuentes que han provocado esta crisis. No se quiere reconocer -por ignorancia o malicia- que la escuela es principalmente ocio, es decir, el lugar reservado para la contemplación. La escuela es todo lo que a uno le venga en ganas menos ocio. Y esto también fue señalado por el Papa Pío XI, al advertir que “la escuela que no es templo, es un antro”. La escuela, debido a su misma naturaleza, reclama religiosidad. Ya los antiguos enseñaban esto. Por eso es que en la Carta Encíclica se condene formalmente la escuela laica de la que la religión queda excluida. Afirmará el Romano Pontífice que ésta es contraria a los principios fundamentales de la educación y que prácticamente no es posible “porque de hecho viene a hacerse irreligiosa”. Esta condena alcanza, digámoslo debido a la terrible actualidad, a la educación sexual. Sobre este punto tan delicado recordemos que es en el seno del hogar donde debe darse. “En extremo grado peligroso es además ese naturalismo que, en nuestros tiempos, invade el campo de la educación en materia delicadísima cual es la de la honestidad de las costumbres. Está muy difundido el error de los que, con pretensión peligrosa y con feo nombre promueven la llamada educación sexual, estimando falsamente que podrán inmunizar a los jóvenes contra los peligros de la concupiscencia por medios puramente naturales, cual es una temeraria iniciación e instrucción preventiva para todos indistintamente y hasta públicamente, lo que es aún peor, exponiéndolos prematuramente a las ocasiones para acostumbrarlos, según dicen ellos, y como curtir su espíritu contra aquellos peligros”.

Vayamos concluyendo este breve homenaje recordando que el sujeto de la educación es el hombre, pero todo el hombre, “espíritu unido al cuerpo en unidad de naturaleza, con todas sus facultades, naturales y sobrenaturales, cual nos lo hace reconocer la recta razón y la revelación”. Esto es lo que el naturalismo pedagógico reinante no reconoce y aquí su grande error: no sabe a quién va a formar ni mucho menos para qué. Nosotros, católicos dedicados a la enseñanza, sí lo sabemos.

Los tiempos que corren no son justamente los mejores pero es nuestra obligación. ¡Lancémonos pues con inteligencia y coraje a la reconquista de nuestra educación!

Ya se probó todo y todo lo probado, fracasó. Recordemos el consejo del Cardenal Pie y teniendo en nuestras manos la Divini Illius Magistri, “¿Por qué no ensayamos la Verdad?”. Nuestros hijos y alumnos nos lo agradecerán.

DANIEL OMAR GONZÁLEZ CÉSPEDES