31 de julio de 2009

NOTAS PARA LA REPUBLICA ORGANICA

EL REGIMEN CORPORATIVO

Por: Hector Bernardo

EL LIBERALISMO

El liberalismo es ante todo una filosofía. Toda reforma política comienza en filosofía y acaba en revolución. El liberalismo tuvo su filosofía en el Contrato Social y su revolución en la Revolución Francesa. El liberalismo es la filosofía de la libertad. Y la primera antinomia que encuentra Rousseau es precisamente esta: “El hombre ha nacido libre y por doquier se encuentra encadenado”. De aquí la necesidad de un retorno a lo primitivo, a la naturaleza, como decían los filósofos. Esta identificación entre naturaleza y primitivo va a crear un equivoco fundamental en la teoría. En efecto, la palabra naturaleza tiene dos acepciones diversas: puede significarse por ella un estado de hecho, existente antes de todo desarrollo debido a la inteligencia, y natural es entonces el estado primitivo como es natural la desnudez; y puede significarse también una esencia, y natural es entonces lo que responde a las exigencias de la esencia. Al confundir los conceptos y afirmar que el hombre nace libre, Rousseau niega ya la naturaleza social de este, y por tanto la subordinación a cualquier poder, puesto que identifica este estado primitivo de libertad e independencia con las exigencias de la esencia humana. Y encontrando que todos los hombres son iguales en cuanto a su esencia específica deduce, finalmente, que deben ser iguales en cuanto a su estado. La Naturaleza requiere que la igualdad más estricta sea rechazada entre los hombres, de suerte que en todo estado político que no es directamente opuesto a la Na­turaleza y a su autor, una igualdad social absoluta deberá precisamente compensar las desigualdades natura­les. Esta es la base metafísica de su dialéctica: la libertad y la igualdad. Su resultado: el individualismo, el aislamiento del individuo en la soledad del salvaje.

El hombre primitivo renuncia sin embargo a su soledad por los obstácu­los que encuentra para su conservación. Busca, pues, la asociación con sus semejantes, pero una forma de asociación capaz de defender y pro­teger con toda la fuerza común la persona y los bienes de cada uno de los asociados, pero de modo que coda uno de éstos, uniéndose a todos, solo obedezca a si mismo y queda tan libre como antes.

Esta forma de asocia­ción es el Pacto o contrato social que consiste en que cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, recibiendo también a cada miembro como parte indivi­sible del todo. Aquí aparece el dogma de la Voluntad general que es la vo­luntad del cuerpo social, obtenida mediante el recuento de las voluntades individuales. La Voluntad general identificada a la voluntad de la mayoría, determina la Ley. Al obedecer a la Voluntad general, no se obedece a ningún hombre sino a si mismo que ha querido esa voluntad. De este mo­do cree Rousseau poder salvar la dificultad conservando para el indivi­duo los atributos de Libertad e Igual­dad que le corresponden por naturale­za. En verdad se comienza a ver la trama de la antigua herejía. Destrui­da la verdad objetiva, no podía recu­rrirse sino a este criterio aritmético de sumar los pareceres individuales que se obtienen por el sufragio.

Aparece al propio tiempo en Rous­seau una intima contradicción: mien­tras por una parte afirma la libertad corno atributo esencial y a él sacrifica la noción de sociedad, por otra, al construir sobre la base del contrato un cuerpo social, sacrifica esta liber­tad en manos de la mayoría, de don­de proporciona el fundamento para el absolutismo del Estado frente al individuo. Y es que en realidad el in­dividuo aislado sucumbe ante el poder del Estado y se ve devorado por su propia construcción.

Cuando el liberalismo deja de ser una teoría para encarnarse en una revolución, los revolucionarios se en­cargan de atemperar las consecuen­cias del Contrato mediante una aplicación limitada a la doctrina. El su­fragio universal está en la base de las doctrinas de Rousseau, pero las cons­tituciones no lo consagran sino mucho tiempo después de consumada la revolución. Es que el liberalismo, como lo observa agudamente Gonzaga de Reynold, es la filosofía de la gran burguesía, de aquélla que más tarde será clasificada como capitalista, pero al propio tiempo es necesario calificar como intelectual. El Estado liberal es un Estado lleno de limitaciones, es el Estado gendarme cuya misión es solo la conservación del orden. El espíritu burgués del capitalismo le hace temer los excesos, buscando un perenne equilibrio inesta

LA DEMOCRACIA

En cambio la democracia exige, además de la libertad, la realización de la igualdad en el plano político, tra­ducida en la facultad del sufragio otorgada a todos los ciudadanos, en su calidad de miembros del pueblo so­berano. Pero a medida que se le otor­gan derechos políticos los ciudadanos se ven cada vez más despojados de su soberanía en beneficio del Estado en el cual se encarna la soberanía popular, La segunda fase del contrato social comienza a realizarse. Rous­seau pensaba en su Ginebra o en al­guna pequeña ciudad semejante cuan­do nos hablaba de democracia y ello explica algunas de sus afirmaciones. Ahora, en cambio, la democracia está funcionando sobre realidades suma­mente complejas, sobre pueblos numerosos y diversos, hecho que de­termina una serie de consecuencias imprevistas.

Con el reinado de la democracia co­mienza por otra parte la afirmación del derecho sindical. En su contrato social Rousseau había negado la le­gitimidad de las sociedades particu­lares, en los siguientes términos: Si cuando el pueblo, suficientemente informado, delibera, no tuviesen los ciudadanos ninguna comunicación entre si, del gran numero de pequeñas diferencias resultará siempre la vo­luntad general y la deliberación seria siempre buena. Pero cuando se forman facciones y asociaciones parcia­les a expensas de la grande, la volun­tad de coda asociación se hace general con respecto al Estado; se puede decir entonces que ya no hay tantos votos como hombres sino como aso­ciaciones. Las diferencias son en menor número y dan un resultado menos general. Finalmente, cuando una de estas asociaciones es tan grande que supera a todas las demás, ya no te­nemos par resultado una suma de pequeñas diferencias sino una diferencia única; ya no hay entonces volun­tad general y el parecer que preva­lece no es ya más que un parecer particular. Conviene, pues, para obtener la expresión de la voluntad general, que no haya ninguna. sociedad par­cial en el Estado y que coda ciudadano opine según él piense.

Consecuente con este principio, la Revolución francesa había decretado la disolución de las corporaciones como atentatorias al principio de la li­bertad individual. La Lev Chapelier prohibía reunirse a los miembros de una misma profesión y nombrarse autoridades o formar reglamentos so­bre sus pretendidos derechos comunes.

Los postulados de la economía li­beral, dados por Adam Smith en su tratado sobre La Naturaleza y Causa de las Riqueza de las Naciones, habían determinado por otra parte Un abandono por el Estado de la actividad económica. Adam Smith eleva la economía al rango de cien­cia autónoma, desvinculándola de lo político y traslada al plano eco­nómico el atomismo de la concep­ción rousseauniana. La cooperación de los hombres en la creación del producto se efectuará, según él, na­turalmente y sin esfuerzo por la di­visión del trabajo. Exalta, por otra parte, la importancia del capital para el aumento de la riqueza de las na­ciones y del principio del ahorro in­dividual como fuente del capital llega por fin, a establecer la importancia del interés personal para obtener y mantener el progreso económico: Siguiendo su interés, dice, el individuo realiza a menudo el interés de la sociedad más eficazmente que si se propusiera pro­moverlo.

La vida económica se reduce des­de entonces a una lucha de intereses. Por el contrato se establecen las rela­ciones económicas y por tanto las condiciones de trabajo, considerado éste como una mercancía sujeta a la ley de la oferta y la demanda.


EL MAQUINISMO

Contemporáneamente con la apli­cación de estos principios comienza el desarrollo del maquinismo, que intro­duce una verdadera revolución en el sistema productivo. La filosofía op­timista que domina la época comien­za por ver en la máquina un factor liberativo del hombre. Pero la má­quina engendra el maquinismo, es de­cir, la mecanización del trabajo, eli­mina el factor personal en la elabora­ción del producto y acelera el ritmo de la producción. Todo esto permitió un desarrollo de la economía liberal en un sentido de lucro. En efecto; la economía moderna ha subvertido completamente las bases tradicionales de la organización y distribución de la riqueza, porque en primer lugar ha olvidado —a causa de las premi­sas individualistas que informaban su política— la idea de un bien común, ordenando la producción no al consu­mo, Sino al propio lucro y multipli­cando su ritmo en busca de una ma­yor ganancia sin considerar las nece­sidades del mercado y provocando, mediante el auxilio de la propaganda, un consumo, o mejor dicho, un sobre consumo artificial que permita con­servar el ritmo acelerado de la pro­ducción.

Su consecuencia es la estandariza­ción del producto, con la consiguiente pérdida de calidad en el mismo y la formación, al mismo tiempo, de una clase obrera mucho más numerosa que la que hasta entonces había exis­tido. Pues la utilización de las ma­quinas y el costo de la instalación industrial hace que solo unos pocos, los más ricos, entre los antiguos pa­trones, puedan conservar su situación de empresarios. El salario del obre­ro es reducido a sus límites extremos en beneficio del abaratamiento del producto. Se forma así lo que se ha dado en llamar la clase proletaria, la categoría de los desheredados que nada poseen si no es el exiguo fruto de su trabajo y que se encuentran privados hasta de la posibilidad de cambiar de condición.


EL SOCIALISMO

Estamos, pues, en plena época del capitalismo. Mientras perdura el es­pejismo de sus beneficios, el capita­lismo puede afirmarse y aún prospe­rar. En Inglaterra, donde había comenzado el empleo de la máquina, la producción industrial sobrepasa y do mina a la producción agrícola-gana­dera, a la qué se había atribuido en un tiempo la mayor importancia. Las poblaciones campesinas invaden las ciudades y las transforman en gran­des centros industriales con una den­sa población cuya vida se desarrolla miserablemente. Pero sucede que mientras se multiplican las ganancias del capital, los salarios permanecen por debajo del nivel indispensable pa­ra una vida normal. Comienzan en­tonces las primeras dificultades. Es­tos hombres, a los que el liberalismo ha conferido una libertad absoluta, reclaman que a la igualdad en los derechos políticos consagrada por la democracia acompañe una igualdad en la distribución de la riqueza. Nacen así las primeras reivindicaciones de tipo social. Pero pronto comprenden los obreros que nada pueden aislados y revive entonces el fenómeno aso­ciativo con características totalmen­te diferentes de las hasta entonces practicadas. Bajo la presión de la realidad social se crea el sindicato de resistencia, que trata de oponer a la tiranía patronal una fuerza capaz de equilibrar la lucha ya entablada en­tre capital y trabajo. Los obreros con­siguen con esto ventajas apreciables, pero los términos en que se plantea la cuestión no permiten que las solu­ciones tengan carácter permanente ni contemplen el bien común. La lu­cha entre los factores que concurren a la producción se traduce en el terreno social en la lucha de clases revela­dora, según Carlos Marx, de un pro­ceso dialéctico fundado en los hechos económicos y que domina toda la historia.

He pretendido mostrar hasta aquí en qué forma se realiza el proceso de decadencia que conduce al liberalismo y de éste, por la democracia, al capitalismo. La dialéctica de las ideas domina la historia. Afirmados los principios de libertad e igual­dad, se cae necesariamente en la formulación del. comunismo. Ya nos advertía el Divino Poeta:

Sempre la confusion delie pcrsone principio fit del mal della citt ode, come del corpo ii cibo che s’appone;

La destrucción de las clases y cuerpos sociales nos ha conducido a esta lucha y desorden.

De todas las premisas o tesis mar­xistas, es esta de la lucha de clases la que tiene mayor eficacia, tal vez .porque responde a una auténtica rea­lidad. Marx observa los defectos de la organización capitalista en esa In­glaterra donde vivió, con su régimen industrial y sus cuadros de miseria. .Cuando él aparece, el socialismo ha hecho ya sus primeros pasos, pero es Marx quien hace de él una mística y lo conduce a sus últimas consecuencias.

Frente a Marx aparece otra figu­ra cuya influencia es enorme en los actuales movimientos sindicales: Jor­ge Sorel, quien hace la crítica del marxismo. Se trata de un movimiento nacido del contacto con la realidad y que reacciona violentamente contra los principios del contrato social. Pero pese a sus inmensas posibilidades, aprovechadas sobre todo por el fas­cismo italiano, el sindicalismo no al­canzó, corno tal, a reconstituir un or­den, sino que, por el contrario, disol­vió en los sindicatos la autoridad del Estado.

El desarrollo inmenso del capita­lismo ha convertido a los empresarios en sociedades anónimas y conducido a la formación de trusts y cartels con el objeto de defender monopo­lios y ejercitar más fácilmente el predominio económico.

El Estado se ve obligado a inter­venir en una doble dirección: por una parte, regimentando la vida sindi­cal; y por otra, prohibiendo la forma­ción de estos trusts. Abandona en­tonces su papel de espectador y se inaugura el periodo de reconstrucción en que nos encontramos actualmente.


EL MUNDO ACTUAL

El mundo actual aparece así como una negación del mundo moderno. Pero no olvidemos que es su con­tinuación en el orden cronológico y por tanto también en el desarrollo de muchos aspectos contenidos ya en su predecesor. Si aparentemente el mun­do actual es una vuelta al punto de partida, en su esencia difiere de lo que fue aquél anterior a La Revolu­ción Francesa. Es que la historia es irreversible y no se puede volver sim­plemente a lo que se fue. Los fenómenos propios de los nuevos métodos de producción, las modalidades im­puestas por el progreso material, in­fluyen para que los problemas tengan otras características y exijan soluciones que no guardarán sino una relación de analogía con aquéllas en otro tiempo practicadas.

El mundo actual es la negación, decimos, del mundo moderno. Si han variado las condiciones materiales en que se encontraban uno y otro, han variado también las condiciones espi­rituales. Estamos de vuelta de mu­chas falsas esperanzas y después de haber hecho crisis los sistemas, des­ilusionados del individualismo y del estatismo en que éste se resuelve, los hombres comienzan a desear la ins­tauración de un régimen corporativo.

Es necesario aclarar, en que consiste el régimen corporativo.

Veamos, ante todo, qué significa la palabra régimen. En un sentido general régimen significa tanto como gobierno. Pero la palabra gobierno no alcanza aquí a expresar la idea de Régimen tal como nosotros la pro­ponemos. La mentalidad moderna, al subvertir todos los valores, ha hecho perder a las palabras su eficacia de signos. Así, cuando decimos gobier­no, suele entenderse por tal un orga­nismo burocrático o político en el que reside la autoridad. En cuanto ope­ración, gobierno es conducción de los gobernados a su fin. Pero puede en­tenderse también —y es éste el sen­tido que pretendemos darle— que go­bierno significa un conjunto de relaciones entre los hombres o, más pro­piamente, la organización de estas relaciones. La palabra régimen se adecua mucho más a este sentido y ella expresa entonces no solo tal o cual forma de gobierno, sino la vida misma de la ciudad (Santo Tomás). Un régimen difiere de otro, no solo por el elemento material que lo cons­tituye: tales hombres, tal suelo, etc., sino y principalmente por el modo co­mo se establecen las relaciones entre los habitantes de la ciudad, por el orden que los rige. Muy diversos fac­tores entran en juego para determi­nar este orden, y tan fuerte y pro­funda es su huella que modificanse también y difieren según ello, los ciu­dadanos y los aspectos de toda la vida social.

Se comprende, por consiguiente, que al hablar de régimen corporativo entiendo hablar no solo de una organización de la vida económica en el Estado, o de un tipo de administración, sino también de un tipo de vi­da, de un modo diferente de ser ciu­dadano, de una concepción distinta del mundo que incide en la organización política y en la forma de gobier­no del Estado, pero que penetra toda la vida civil.

Por ello he dejado de lado la no­ción de Estado corporativo que, li­mitando al puro aspecto jurídico la cuestión, nos hubiera hurtado la ver­dadera esencia del problema.


EL REGIMEN CORPORATIVO

Régimen corporativo. Un régimen connotado por este signo: corporati­vo. ¿Qué significa por tanto este úl­timo término? Etimológicamente la palabra deriva del latín Corpus-Cor­poris y Sancho Izquierdo nos dice que si en la antigüedad clásica era usada generalmente para designar la substancia material... más tarde pa­so a significar un organismo, un todo bien ordenado, un agregado de personas que constituye una socie­dad y finalmente una casta o clase, un orden, un estamento.

El principio formal de este régi­men parece ser el reconocimiento de las clases, entendidas, desde Luego, en un sentido funcional y no en el sentido arbitrario y dogmático que establece la doctrina marxista. De ahí el nombre de corporación dado a las organizaciones de clase. Este re­conocimiento proporciona una garantía al individuo, que no se encuentra así aislado frente al Estado y a su vez una garantía al Estado contra la anarquía individual. La corporación aparece así antes de toda precisión como un organismo medio, como un punto de contacto entre el individuo y el Estado que evita o atempera sus mutuas diferencias.

Históricamente, la corporación ha significado también esto. Lo que fue­ron las corporaciones medioevales, sus glorias y su decadencia, no inte­resa ahora recordarlo. El concienzu­do burgomaestre de Paris, Etienne Boileau, nos ha dejado en su Livre des nétiers una idea bastante clara de lo que representaron en aquél su tiempo las corporaciones de artes y oficios. La organización corporativa del medioevo, fundada principalmen­te en un estado individual traducido en la espontánea colaboración jerárquica de los elementos que concurren a la producción, constituye lo que podríamos llamar, en lenguaje de filó­sofo moderno, el periodo ingenuo de la organización corporativa. El cri­terio de clase existe ya, pero no como valor absoluto e irreductible, sino co­mo diferenciación de funciones. Por ello es posible que en la corporación medieval coexistan el elemento pa­tronal y el elemento obrero, sin que se susciten en su seno los conflictos a que asistimos hoy cuando se ponen en contacto los intereses de ambas partes. Es que el obrero tiene una condición jurídica dentro de ese régimen, diversa de la actual; el tipo de producción por medio del trabajo ar­tesano, manual, realizado en el pe­queño taller, favorece un clima de en­tendimiento mutuo por el contacto permanente entre patrón y obrero. La situación de este último se ase­meja más a la de un miembro de la familia patronal que a la de un sim­ple asalariado.

Pretender en las actuales circuns­tancias suscitar un fenómeno corpo­rativo de tipo medieval es ignorar las condiciones reales y existenciales del mundo capitalista moderno, pro­fundamente dividido en su seno por odios, pasiones y resentimientos que el juego de la voluntad individual ha puesto en libertad.

Otros tiempos, otras costumbres. El principio fundamental de la colaboración subsiste pero la corporación no tendrá ya las características de la antigua institución.

La primera distinción se refiere al modo de constituirse las corporacio­nes. En efecto: la corporación mo­derna se estructura sobre la base de la organización sindical. Una excep­ción la constituye sin embargo la or­ganización española, en la que se prescinde de los sindicatos profesionales creando, con el nombre de sindicatos verticales, unos organismos a los que Se atribuye, preferentemente, funcio­nes de auto-disciplina económica. La otra distinción se refiere a su situa­ción con respecto al Estado: la cor­poración aparece suscitada por una actividad del Estado que busca re­solver mediante ella los problemas de la producción y el consumo.

Precisemos, pues, la noción de ré­gimen corporativo. La unión de Friburgo lo define como el régimen de organización social que tiene por ba­se la agrupación de hombres según la comunidad de sus intereses naturales y de sus funciones sociales y por coronamiento necesario. la represen­tación pública y distinta de estos dife­rentes organismos. Para Gaetan Pi­rou el régimen corporativo implica que cada profesión, debidamente or­ganizada, recibe atribuciones regla­mentarlas de orden social y aún de orden político. Veamos como se realiza la organización del régimen. Por la comunidad en el trabajo se constituyen los sindicatos de empresarios y trabajadores. El Estado reglamente la constitución de esos sindicatos por­que el régimen corporativo supone la autoridad del Estado. En unos casos se limita el derecho a asociarse reconociendo un sindicato único obligatorio. En otros, la sindicación es libre siempre que se satisfaga un cierto minino de condiciones. Sobre este punto es particularmente interesante la solución aportada por la ley italia­na del 3 de abril de 1926. Por di­cha ley se reconoce un solo sindicato como persona de derecho público, el que representa legalmente a todos los individuos pertenecientes a la profe­sión; pero la inscripción en el sindi­cato reconocido no es obligatoria, pu­diendo constituirse asociaciones de hecho en ejercicio de la libertad de asociarse. El reconocimiento se con­fiere a los sindicatos una vez satis­fechos los recaudos que exige la misma ley: que lo constituyan a lo me­nos un décimo de los representantes, y cumpla fines de tutela material y moral de los asociados. Otras garantías se exigen relativas a las autori­dades sindicales y el reconocimiento se efectúa por la aprobación del estatuto respectivo, previa solicitud al Ministerio de las Corporaciones.

La organización de la profesión significa la posibilidad de resolver los conflictos relativos al trabajo como propios de una categoría profesional, en sede sindical. Mediante la institu­ción de los contratos colectivos es­tos conflictos tienen un principio de solución, pues estos contratos se con­cluyen por las asociaciones legalmente reconocidas de empresarios y tra­bajadores y contienen los principios generales que han de regir las rela­ciones de trabajo. No obstante, pue­de ocurrir que las partes no lleguen a un acuerdo y en este caso es ne­cesaria la institución de un organis­mo que establezca las justas condi­ciones de trabajo. Esto se ha reali­zado en algunos países mediante la institución de la Magistratura del Trabajo, que puede asumir diferentes modalidades ya sea bajo el tipo de tribunales arbítrales constituidos por representantes de las partes y del Es­tado; o en forma de órgano judicial especializado tal como se halla orga­nizado en Italia, por ejemplo, en don­de la Magistratura del Trabajo constituye una sección de la Corte de Ape­laciones; o con el carácter de tribuna­les distintos de los ordinarios.

Pero la colaboración obtenida me­diante contratos colectivos o por la conciliación ante los organismos au­torizados, no basta para fundar un orden. Es necesario transformar en permanente esta colaboración de los distintos factores pie concurren a la producción, lo que se obtiene median­te la institución de las Corporaciones. La transformaci6n del Estado no se realiza siempre, por otra parte, con caracteres de violencia. El derecho sindical ha precedido al derecho cor­porativo y la intervención del Estado en los conflictos ha sido consagrada aún por los regimenes liberales. Lo que alguno llamó nuevo dereclzo es el derecho de siempre, el derecho que han tenido los trabajador-es a ser tra­tados como hombres y no como co­sas. Lo único que hace el nuevo Es­tado es reconocer este derecho, pero no crearlo. El Estado ha intervenido Cada vez más, obligado por las circuns­tancias, para reglamentar diversos aspectos del trabajo. La novedad del régimen corporativo consiste en transformar esta intervención en algo orgánico y permanente y en crear or­ganismos medios en los cuales el Es­tado puede descargarse de las tareas de regular las relaciones del trabajo. Estos organismos son precisamente las corporaciones en las cuales se integran los factores de la produc­ción: empresario, técnico y obreros.

Aquí también el régimen admite diversas realizaciones: puede conce­birse un corporativismo de asociación o un corporativismo de Estado. El primero es aquél que nace por el acuerdo de las partes; el segundo pro­viene de la iniciativa estatal. Seria fatigoso enumerar todos los matices a que puede prestarse la realización de cada una de estas soluciones. Un ejemplo del corporativismo de aso­ciación lo constituyen las leyes holandesas sobre relaciones entre empresa­rios y la ley belga de enero de 1935 que reglamenta la producción y la distribución. Estas Leyes permiten a una mayoría de empresas obligar con sus decisiones a una minoría disi­dente, cuando a juicio del Estado estas decisiones se acuerdan con el bien común. En cuanto al corporativismo de Estado el ejemplo más acabado es el italiano.

Otro problema a considerar es el ámbito que abarca el principio cor­porativo. Mientras unos proponen, como Manoilescu, la realización del corporativismo integral y puro, ex­tendiendo el concepto de corporación a cuerpos sociales con funciones no económicas, otros limitan a la sola actividad económica la organización de las corporaciones. A nuestro entender, la labor de Manoilescu, mag­nifica bajo muchos aspectos, adolece de un excesivo intelectualismo y corre el riesgo de acabar en ideología. Ahora bien, hacer una ideología del corporativismo es negar la esencia misma del corporativismo, que implica el reconocimiento de la reali­dad social. Se justifican así las criti­cas que esta concepción ha encontra­do en eminentes autores italianos. Por su parte Manoilescu, coincidiendo en esto con la mayoría de los autores franceses que han considerado la organización fascista, reprocha a ésta una excesiva dependencia respecto del Estado. Indudablemente la corpora­ción debe tender a una cierta inde­pendencia con respecto al Estado y en ese sentido creo que nadie haya ex­presado mejor que el conde de La Tour du Pin, en su obra ya clásica, cuales deben ser las características de un re­gimen corporativo ideal. Pero la rea­lidad social admite diversas conside­raciones. Puedo considerar al estruc­turar un régimen el mejor régimen simplemente, o considerar el mejor régimen posible de acuerdo con las realidades sobre las cuales debe es­tructurarse. La primera es posición de filósofo, de metafísico. La segun­da es la legítima posición del político. Ahora bien; la realidad contempo­ránea es, corno lo hemos establecido a través de este ensayo, demasiado imperfecta para que podarnos acomodar a ella toda la integridad de un régimen ideal. Es necesario imponer­se ciertas limitaciones y entre ellas ésta de una corporación cuya vida ha sido suscitada y favorecida por el Estado y depende en ciertos casos de él, como sucede por ejemplo para la Corporación fascista que tiene el carácter de órgano del Estado. De lo contrario, se corre el peligro de crear una fuerza que se añada a las muchas qué ya conspiran contra la unidad del Estado. Una fuerza que tienda, al modo del sindicalismo, a disolver en si el Estado o que aun, por la fal­ta de una dirección superior, disipe en los intereses particulares de las diversas corporaciones el bien total de la comunidad. Debemos convencernos que mientras no cambien las condiciones espirituales del mundo, mientras no se forme esa conciencia corporativa que muchos autores ita­lianos yen como fundamento del ré­gimen corporativo, la conciencia de la solidaridad social y el reconocimien­to de un bien común superior y dis­tinto del bien individual, no podrá prescindirse de la actividad del Esta­do en la instauración de un régimen corporativo.

En todo caso, si el Estado debe reconocer un derecho propio a la Cor­poración, a su vez tiene facultad pa­ra regular la actividad de éstas a fin de mantenerlas en la esfera de una utilidad propia que no vaya en de­trimento de la utilidad común.

Esto supone, desde luego, una modificación en la doctrina acerca del Estado. Así en el régimen italiano, que es d régimen tipo contemporáneo, el Estado se define como la realización integral de esa unidad moral, política y económica que es la nación italiana, la que a su vez queda defi­nida corno un organismo que tiene fines, vida, medios de acción superiores por su potencia y duración a aquéllos de los individuos divididos o agrupados que la componen. Con esto se afirma una profunda divergencia con los principios que informaron el mundo moderno y que provocaron los fenómenos económicos y sociales que hemos señalado en la primera parte de este ensayo. Y es que el ré­gimen corporativo, aunque nace como una exigencia de la realidad —y de intento he substraído a la conside­ración de los lectores los principios filosóficos que pueden darle forma, a fin de mostrar más claramente este carácter—, implica un cambio funda­mental en la concepción del mundo y de la vida.

Vengamos por ejemplo a los fenómenos económicos. Uno de los primeros efectos de La instauración de un régimen corporativo es La subor­dinación de Lo económico a Lo político y de Lo individual a Lo común. Si dejamos de lado ciertas paradojas su­tiles como las de Ugo Spirito, que pretende interpretar el corporativis­mo como súper liberalismo e identi­fica en virtud de una dialéctica de tipo claramente hegeliano el indivi­duo y el Estado, podemos yen que el régimen corporativo significa el re­conocimiento de un interés individual y un interés social., como distintos. Las pretendidas leyes naturales por las cuales el interés individual, aun inconscientemente, realiza el interés común, son abandonadas por el cor­porativismo que se sirve precisamen­te de La corporación para mantener ese interés individual dentro de los límites del bien común al cual lo sub­ordina. Así la Carta del Trabãlo ita­llana define La Corporación como La organización unitaria de las fuerzas de producción, de las que representa los intereses. En virtud de esta re­presentación integral, siendo los in­tereses de La producción intereses na­cionales, las corporaciones son reconocidas por la ley como órganos del Estado.

Diversos problemas técnicos pue­den plantearse respecto a la consti­tución de las corporaciones. Uno de ellos es el modo mismo de constitu­ción que puede ser por profesión o por producto. La doctrina clásica supone las corporaciones con base profesional, es decir, como el enlace de los patrones y obreros pertenecientes a una misma profesión. Dentro de las doctrinas modernas que coinciden en esto con las realizaciones de corporativismo hechas hasta hoy, el criterio de la profesión solo rige para determinar los sindicatos separa­dos. Pero la organización corporati­va reconoce otro principio determinante que es el ciclo productivo. La práctica ha mostrado cuántas difi­cultades .comporta el criterio de la profesión por la complejidad del proceso económico. El criterio del pro­ducto, por el cual se crearían tantas corporaciones corno productos hubiera, es también poco conveniente pues­to que multiplicaría inútilmente el número de las corporaciones. La adopción del criterio del ciclo pro­ductivo facilita la integración del mayor número de elementos afines en una misma corporación.

Todas éstas son consideraciones que se deben vincular a una determinada realidad social. Un país industrialmente desarrollado tendrá un tipo diferente y un número tam­bién diverso de corporaciones que un país cuya estructura económica sea fundamentalmente agrícola. A la prudencia del Legislador corresponde determinar en cada caso particular cual es la conveniencia de la nación.

Las diversas corporaciones se re­únen en una Asamblea o Consejo que gobierna sus mutuas relaciones y resuelve las dificultades que puedan plantearse entre diferentes industrias, por ejemplo, o producciones afines. Con ello se limita al propio tiempo la competencia y sus riesgos e in convenientes. El establecimiento del precio corporativo asegura, por últi­mo, una justa retribución del traba­jo tanto al productor cuanto al inter­mediario, sin imponer al consumidor un esfuerzo superior al que permite el nivel de vida ambiente.

Finalmente, cabe considerar cómo se efectúan las relaciones de lo eco­nómico y lo político a través de la Corporación. Si en el régimen liberal la autonomía conferida a lo econó­mico determina Un desarrollo a veces exagerado y nocivo respecto del Es­tado, en régimen corporativo, la idea de bien común que lo informa esta­blece una jerarquía en los fines, subordinando los de la economía a aqué­llos propios de la política. En la vida nacional, los fenómenos económicos y los políticos se presentan por otra parte íntimamente vinculados, como propios de hombres cuya vida no es ni puramente económica, ni puramen­te política. De aquí la necesidad de traducir institucionalmente estas relaciones en modo de darle carácter orgánico y permanente.

La doctrina ha aceptado, en tér­minos generales, el principio de la representación profesional en subs­titución de la representación exclusi­vamente política y partidaria consa­grada por el liberalismo. La ventaja es notoria, pues mientras los inte­reses partidarios son transitorios, fundados en el artificio de la pasión momentánea, las más de las veces y en todo caso parciales —como su nombre mismo lo indica—, los inte­reses profesionales afectan algo fun­damental en el hombre cual es su ac­tividad, oficio o estado económico ­político.

Las diferentes realizaciones corporativas han aceptado también la representación profesional. En algu­nos casos el principio es atemperado por la supervivencia de una cámara política al lado de la Cámara Corpo­rativa a la que se atribuyen de pre­ferencia funciones de carácter econó­mico. Tal es el caso de Portugal, donde la Asamblea corporativa solo tiene funciones consultivas. En Italia existió, a partir de la reforma de 1928, una intervención de los sindi­catos en la vida política del país. Pe­ro recién en el año 1939 se dio cima a la organización corporativa con la creación de la Cámara del Fasci e delle Corporazionl, formada por los componentes del Consejo Nacional del Partido Nacional Fascista y del Consejo Nacional de las Corporaciones (Art. 39 de la Ley n° 129, del 19 de enero de 1939). Ninguna elección interviene, pues, en su constitución, habiéndose establecido que los consejeros Nacionales cesan en su cargo al mismo tiempo que cesan sus funciones en los Consejos que concurren a formar la Cámara (Art. 8).

Se comprende que el régimen cor­porativo no deja también de tener sus riesgos y no es mi intención exponerlo como una panacea universal. Mu­chos de ellos quedan señalados ya en el curso de la exposición. Digamos que el mayor es construir artificio­samente un sistema corporativo que no tenga correspondencia con ha rea­lidad. Las demás dificultades se re­suelven a poco que el sistema comien­za a funcionar y que se encara su movimiento como una dinámica per­petua, como algo en continuo perfec­cionamiento, tratando de cumplir au­ténticamente, sin sofismas ni metáforas, la misión del gobernante, que es atender al bien común.

Permítaseme ahora un retorno a mi comienzo. He dicho que esta ex­posición era el mirar apasionado de un hombre de este tiempo a las cosas de su tiempo. Y ¿cómo no había de mirar también a esta cosa tan próxima y tan nuestra que es ha tierra de los padres, esta Argentina que sentimos misional y recia pero que vemos desvalida y abandonada? Des­de luego, no voy a proponer ha re­forma corporativa del Estado argen­tino. Y no la voy a proponer, no porque no la crea necesaria, sino por­que pienso que eso es labor de mu­chos años y de muchas voluntades, que es labor de toda una generación, y no tema de disertaciones. De una generación que se sienta unida en una obra común y encendida en una mística constructiva.

Pero quisiera examinar ciertos ca­racteres del alma nacional, porque a los ojos de muchos ellos aparecen corno un obstáculo insalvable para una organización corporativa.

El primero: nuestro amor por la li­bertad. El argentino ama la libertad. Sus palabras, su gesto, revelan un cierto aislamiento, una filiación personal. Muchos piensan en esto co­mo en un defecto. Por mi parte, pien­so que nuestro amor a la libertad tie­ne una filiación más noble que la revolucionarla. Pienso que es el genio de la estirpe hispánica, La antigua hidalguía e intrepidez que se revelan en nuestra fisonomía espiritual. El se­gundo: nuestra incapacidad para organizarnos. Este rasgo de nuestra idiosincrasia, derivado sin duda del mismo amor a la libertad, parece ma­nifiesto en las penurias de nuestras luchas civiles. La difícil unidad na­cional, nuestra lenta organización política, consumada solo luego de cruentas batalla, si bien se explican en parte por la resistencia nativa a una ideología extraña, serían, según esto, un reflejo de nuestra falta de aptitud para la disciplina. ¿Cómo imponer entonces la compleja estruc­tura corporativa, si no hemos sido capaces de ubicarnos dentro de la simple armazón del Estado liberal? A esto podemos argumentar que el régimen corporativo se acomoda me­jor que ningún otro a las exigencias de la libertad humana, en lo que ella tiene de necesario. El excesivo igua­litarismo democrático que substituye una igualdad aritmética a la igualdad de proporción que debe existir entre los ciudadanos, anula la personalidad humana y reduce a un patrón único hombres, cosas e instituciones. Su misma simplicidad conspira contra las posibilidades de su aplicación deri­vando en despotismo, mientras que la complejidad del régimen corpora­tivo denuncia su riqueza de conte­nido y la variedad de estructuras a que puede dar lugar. El mundo bus­ca la unidad; pero reconociendo el orden de las profesiones, reconoce en la unidad lo múltiple. No parece tan difícil, pues, integrar y organizar la libertad mediante el establecimiento del régimen corporativo. Claro que él debe estar informado por los ca­racteres propios del alma nacional y, en su aplicación práctica, por las con­diciones particulares de nuestra fisonomía geográfica y nuestras posibi­lidades económicas. Trasladar sim­plemente constituciones y regimenes es tarea de ideólogos. Adecuar los principios a la realidad, hacer de ellos aplicaciones analógicas es la tarea del político. Nuestra tarea de hoy para la grandeza de mañana.