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Desde  ahora, podemos relegar la Ley, esta abstracción ambigua a la cual los  liberales a menudo han tratado de subordinar el Estado, en el museo de  los mitos sin sustrato real.
Sin duda, existen leyes sociales  naturales de que procede el órgano comunitario y que él tiene que hacer  respetar siempre que quiera hacer una política valedera: no se trata  aquí de ellas, sino de un absoluto jurídico cuya manifestación serían  las leyes escritas. Ahora bien : éstas, lejos de ser la causa, ni menos  aún la fuente de la autoridad, por el contrario son su obra pasada o  presente, luego su consecuencia, Es, por tanto, una ilusión extraña la  de ver en ellas la garantía de las libertades particulares en contra de  la autoridad del Estado cuando este último las usa, en toda la medida en  que su marco histórico se lo permite, como instrumentos eficaces de una  eventual centralización.
En realidad, las libertades particulares  sólo existen en cuanto expresan los poderes particulares que poseen, por  naturaleza propia, los grupos y los individuos. El que dichos poderes  estén reconocidos y respetados por el Estado de jure o el de facto no  tiene mayor importancia. Lo esencial es que estén reconocidos y  respetados. Y tal reconocimiento y respeto no suponen de ningún modo una  restricción de la autoridad comunitaria, por la sencilla razón de que  dicha autoridad desaparecería o se debilitaría si los elementos  constitutivos, celulares y orgánicos, del cuerpo social vinieran a  descomponerse, y tiene por tanto interés en protegerlos.
Recíprocamente, las libertades particulares desaparecerían o se  debilitarían si la autoridad del Estado viniera a faltar, puesto que el  poderío de los grupos e individuos es función no sólo de su vitalidad  propia sino también de la armonía organísmica. La anarquía, apenas  resulta necesario subrayarlo, no constituye la condición óptima de la  afirmación de la familia ni de la empresa, verbigracia.
Sin duda  puede suceder, ya lo hemos visto, que el Estado tenga tendencia a  restringir las libertades particulares, como también que los grupos  tengan tendencia a restringir la autoridad central. Ambas actitudes son  de naturaleza patológica. Es el Estado débil, impotente para hacer la  síntesis de grupos fuertes, el que tiende a atomizar la Comunidad. Son  los grupos débiles, temerosos frente al Estado por incapaces de resistir  su indebida intervención, los que tienden a trabar su acción.
Volvemos, pues, a los dos poderes que ejerce el órgano comunitario y de  los cuales procede su autoridad: el que le pertenece en propiedad y se  encuentra, en cierta medida en conflicto dialéctico con los poderes  particulares de que proceden las libertades en cuestión, y el que nace  de la síntesis de las fuerzas superadas, de cuyo poderío depende. Los  poderes subordinados son temibles para un Estado débil en sí porque se  oponen eficazmente, por su sola vitalidad, al desempeño de las funciones  de síntesis, mientras que un Estado fuerte sacará de ellos un  acrecentamiento del poderío, que le conviene adquirir.
Lejos de que  haya antinomia entre autoridad y libertades, vemos, por el contrario,  que la autoridad constituye la condición indispensable del libre  desarrollo de los grupos e individuos. Va de por sí que por libre  desarrollo no entendemos una afirmación ni menos todavía una expansión  anárquicas, vale decir, independientes de la intención unitaria del  organismo. Pero la libertad nunca es independiente de las condiciones  históricas, y resulta vano, verbigracia, de parte de una familia  integrada en una Comunidad de hoy, aspirar a una eventual libertad mayor  que tendría si le fuera posible vivir en estado patriarcal.
¿Es  concebible, por lo demás, que la libertad de un grupo social cualquiera,  independizado del conjunto histórico de que forma parte, pueda ser  mayor que la que goza dentro del organismo unitario? Para creerlo,  habría que olvidar que la libertad no es sino la expresión del poder, y  que el poder del grupo, aunque ordenado a un fin superior al suyo  propio, es ampliado por la asociación y, con mayor razón, por la  socialización, en el sentido general de la palabra. En cuanto a los  individuos, como veremos más adelante, dependen en su mismo ser de la  vida en sociedad.
59. Interés general, e intereses particulares
El hecho de que tanto el grupo como el individuo encuentren sus  condiciones más favorables de desarrollo dentro de la Comunidad no  implica que sus intereses particulares coincidan siempre de modo  necesario, ni siquiera principalmente, con el interés general, sino  simplemente que su actividad autónoma supone la existencia – y no el  respeto – del organismo colectivo. Cada uno puede, en efecto, en una  medida variable, aprovechar las ventajas de la vida organizada sin por  eso aceptar cumplir los deberes más elementales de solidaridad, y hasta  violando las normas naturales, escritas o no, del orden social.
Notemos que, al hacerlo, el parásito – o el pirata – no niega de ninguna  manera la Comunidad, aunque la perjudica. No se independiza del  conjunto al cual pertenece por posición histórica. Simplemente hace  privar su interés particular, no sólo sobre los demás intereses  particulares, o sobre tales o cuales de ellos, lo que resulta del mero  derecho natural, sino sobre el interés general. Sin duda se trata aquí  de un caso extremo, pero, de hecho, cualquier elemento constitutivo del  cuerpo social actúa, a veces como parásito o pirata, aun cuando esté  dispuesto por otra parte a sacrificarse por la colectividad en tales o  cuales circunstancias. Nada hay de extraño en eso.
Pero de la  normalidad del fenómeno tenemos que sacar las consecuencias: la famosa  fórmula el interés general es la suma de los intereses particulares es  un disparate. La suma de los intereses particulares es un cangrejal, con  la anarquía como resultante. ¿Se nos opondrá, que precisamente tal  anarquía es contraria a los intereses particulares y que por lo tanto  éstos tienden por sí mismos hacia el orden? Es indiscutible, y ya lo  hemos notado, que la vida de sociedad supone una constante victoria de  hecho de la solidaridad sobre la lucha. Pero dicha solidaridad se impone  merced a la organización comunitaria y por acción del Estado. No es  espontánea en cada grupo ni en cada individuo en cada instante de la  vida social. Sobre todo, no es voluntaria, aunque la voluntad puede  confirmarla a posteriori (y por lo general lo hace), sino histórica.
Resulta de un encadenamiento complejo de datos, en el pleno sentido de  la palabra, cuyo rechazo exigiría un esfuerzo mayor que la aceptación.  Una buena fe generalizada y una clarividencia casi divina de parte de  todos los miembros de la Comunidad tal vez permitan explicar, en la  teoría, su subordinación al Todo social comprendido como la condición  suprema de las existencias particulares: pero nunca pueden justificar el  sacrificio de esas mismas existencias. EI soldado en el campo de  batalla concibe muy bien que la disciplina y la ayuda mutua constituyen  las razones de su fuerza, luego de su supervivencia. Seria un tanto  difícil, sin embargo, hacerle admitir que su egoísmo lo obliga a morir  en provecho de la colectividad. Las tesis individualistas acaban en un  absurdo liso y llano.
En realidad el interés general es superación  de los intereses particulares en un proceso dialéctico que incluye una  jerarquía de valores. Una síntesis estrictamente racionalista, de corte  hegeliano, supone, en efecto, la realización automática, en una forma  nueva, de todas las fuerzas superadas. Comprobamos aquí, por el  contrario, que la afirmación del Todo exige a veces la negación íntegra –  la destrucción – de tal o cual de sus elementos constitutivos. Si es  legitimo, tal fenómeno nos veda considerar el cuerpo social como una  simple resultante. Tenemos que reconocerle una supremacía cualitativa  sobre los grupos y los individuos que lo componen, y admitir que el  Todo, superior a sus partes, puede exigir su sacrificio.
Abordamos  aquí el problema crucial de la relación del individuo con la Comunidad, y  con el Estado que encarna su intención histórica. Problema crucial,pues  de su solución dependen no sólo el sentido de la acción política, sino  también el de la misma sociedad.
Del Libro El Estado Comunitario. Jaime Maria de Mahieu.