10 de febrero de 2010

NACIONALISMO Y DEMOCRACIA

Por. Ernesto Palacio *

El nacionalismo es una doctrina precisa y clara; como tal se dirige a la inteligencia más que al corazón, no obstante estar fundada en un hondo sentimiento de Patria. El nacionalismo razona, no declama, y así las dianas del 25 de mayo más le estorban que le ayudan. Esto en cuanto a su aspecto intelectual, doctrinario. Lo que no significa, claro está, carecer de emoción patriótica, sino devolver a la inteligencia lo que le pertenece.

Para definir al nacionalismo es útil empezar distinguiéndolo de sus adversarios.

El nacionalismo persigue el bien de la nación, de la colectividad humana organizada; considera que existe una subordinación necesaria de los intereses individuales al interés de dicha colectividad y de los derechos individuales al derecho del Estado. Esto basta para diferenciarlo de las doctrinas del panteísmo político, las cuales se caracterizan por el olvido de ese fin esencial de todo gobierno - el bien común - para sustituirlo por principios abstractos: soberanía del pueblo, libertad, igualdad, redención del proletariado.

Sabemos ya los orígenes de esta desviación moderna. Reconocemos inmediatamente las imaginaciones malsanas del psicópata ginebrino que trató de encontrar las leyes eternas a que obedece las sociedades en el murmullo de los álamos de Ermenonville y hurgando en su propio corazón, podrido de vanidad. Las doctrinas del panteísmo político son, en efecto, consecuencia lógica de la falsificación previa imaginada por Juan Jacobo Rousseau, funesto genio que se enternecía descubriendo por introspección la bondad natural de la especie, mientras abandonaba metódicamente en la Inclusa a los tristes frutos de sus amores...

Existe, pues, una divergencia profunda entre el nacionalismo y la democracia. El nacionalismo quiere el bien del país, su unidad, su paz, su grandeza. Estos beneficios no se obtienen sin el orden, garantía de justicia y de bienestar social; sin el orden, cuyos elementos son la autoridad y la jerarquía. El espíritu democrático, con su invocación de derechos absolutos y su ignorancia de deberes del individuo hacia la sociedad, es enemigo natural de la autoridad y la jerarquía; por consiguiente, del orden, por consiguiente, del bien de la nación, de su unidad, su paz y grandeza.

El demócrata que se declara nacionalista o miente a sabiendas, o ignora en absoluto el valor de los conceptos. Porque en todo demócrata hay un creyente en el contrato social y en los “Derechos del Hombre”, y ya hemos visto como estos derechos explosivos son un constante peligro para el mantenimiento de esa suprema realidad política que es la nación constituida.

Los razonadores políticos pueden dividirse en rigor en dos grandes grupos: los que, reconociendo la naturaleza so­cial del hombre, consideran a la sociedad como un fenómeno natural y los que creen que ella es una creación más o menos artificiosa de los individuos. Los primeros pueden ser nacionalistas: los segundos nunca. Los primeros, al aceptar la sociedad como un hecho an­terior y superior, se someterán a ella, tratarán de hacerla objeto de conocimiento y descubrir sus leyes propias. Los demócratas, en cambio (presuntos herederos directos de los distinguidos salvajes que en un día de mortal aburrimiento pusieron sus firmas prehistóricas al pie del contrato donde resolvían vivir en común), serán los eternos disconformes en cualquier sociedad organizada, pues cada uno llevará un plan de república ideal en la cabeza, un contrato nuevo y una nueva cláusula que satisfaga las ansias de expansión de su yo incontenible. Cosa muy natural, por otra parte, en quienes se sienten sometidos a obligaciones generalmente molestas por estipulación de un antepasado remoto que no pudo consultarlos y que además era salvaje, para resolver estos incómodos pleitos de familia a largo plazo se inventó el mito del Progreso y se crearon los parlamentos modernos.

Quienes aceptan que la sociedad está fundada en la naturaleza, pueden ser nacionalistas. Reconocerán el carácter necesariamente limitado de los propios derechos y la subordinación al orden de la sociedad a la que pertenecen. Aceptarán la necesidad de un jefe y una jerarquía. Tratarán por todos los medios de que la nación propia se organice de acuerdo con las leyes naturales descubiertas por la inteligencia. Serán, pues, antidemócratas.

No es la ocasión de seguir el error liberal-democrático en sus infinitas consecuencias, en todos los monstruo engendrados por él y con la complicidad del idealismo filosófico, en la creación del mito de la voluntad general; en la creación del mito del progreso, para satisfacer la necesidad de expansión ilimitada del hombre “autónomo”, y en sus hermanos gemelos y enemigos que son la Anarquía y el Socialismo. Nos basta señalar su posición irreductible con cualquier doctrina nacionalista, ya que su fin lógico y confesado es el internacionalismo integral, el derrumbamiento de las jerarquías. La abolición de todo lo que es y la disolución universal en un infinito de felicidad que será el Reino del Hombre Redimido. Algo, en fin, profundamente repugnante para cualquiera que tenga el más mínimo respeto por la inteligencia. Ese estado ya tiene un nombre. Es la nebulosa; es el Caos.

Extraído del Blog de Consigna Nacional