A comienzos de los años 70 se produjo la primera gran crisis económica de posguerra, lo que evidenció el agotamiento del modelo de crecimiento que hasta entonces había prevalecido. Sin embargo, las crisis no se hacen evidentes hasta que no se produce un acontecimiento que las manifieste públicamente. Esta circunstancia se produce como efecto acumulativo de una serie de parámetros desviados del sistema que tienden a converger en el tiempo, a lo que coadyuvan otros factores que agudizan dicha tendencia operando como catalizadores y detonantes definitivos de la crisis, produciendo ese salto de nivel que la hace salir del estado de latencia para exteriorizarse y hacerse patente.
Pero antes que nada es necesario definir el concepto de crisis, cuyo origen lo encontramos en la medicina hipocrática, en la que se hacía referencia al desajuste a alguno de los cuatro tipos de "humores" que tiene el cuerpo humano. Hacía referencia, entonces, a una situación patológica de cualquier organismo vivo. En el plano económico esto se traduce en una situación de desajuste en las relaciones entre las variables económicas.
Las crisis no tienen un único origen ni una sola causa determinante, sino que, como ya hemos dicho, confluyen diferentes factores en su aparición que producen un desajuste pudiendo llegar a desestabilizar el sistema en su conjunto.
La crisis de los años 70, debido a su gravedad, condicionó en sobremanera el desarrollo posterior de la economía-mundo hasta el punto de que esta nunca llegó a recuperarse del todo. Tanto es así que desde entonces las sucesivas crisis que se han producido han tenido más bien un carácter coyuntural, fruto, básicamente, de la onda histórica a la que dio lugar aquella gran crisis que supuso un cambio drástico en los mercados y en las formas de producción. Dicha onda ha llegado hasta los mismos años 90, al final de los cuales se creía del todo superadas las consecuencias de aquella crisis por medio del auge de las nuevas tecnologías de la información (telecomunicaciones, internet, etc.). Pero una vez más se volvió a demostrar que ello no era así en la medida en que el crecimiento económico presentaba nuevos desajustes, los cuales se comenzaron a hacer visibles en signos de recesión en la economía de EE.UU. que vendrían a agravarse tras el 11-S.
Los rasgos de especulación e inestabilidad financiera que reflejaba la economía de finales del s. XX, daba cuenta clara del carácter endeble de las bases sobre las que se basaba el crecimiento económico de aquel período. Para 2001 se comenzaba a evidenciar el agotamiento económico de un modelo transformado por obra de las nuevas tecnologías, cuya aplicación se trasladó en su mayor parte al ámbito del mercado financiero.
Tras todo esto subyace un fenómeno de especial relevancia que mantiene una estrecha relación con la problemática del significado del dinero y, también, la naturaleza desestructuradora, alienante y caótica que ha adquirido en la etapa actual del desarrollo económico del capitalismo.
Si hasta hace poco más de una década las crisis económicas que se fueron produciendo (excepciones aparte las constituyen el crack del 29 y la crisis del 73) estuvieron localizadas geográficamente, afectando de este modo a espacios geoeconómicos específicos y permitiendo su contención para que no se convirtieran en crisis globales, la recesión a la que asistimos a principios del s. XXI tiene ya una dimensión planetaria.
Como en los años 70, la economía exige una profunda readaptación que permita al sistema capitalista subsistir, al menos, por unos cuantos años más. La problemática de fondo estriba en la naturaleza depredadora del capitalismo, cuya voracidad no conoce límites y a la que va asociada su naturaleza intrínsecamente inestable y contradictoria. Por este motivo fundamental el capitalismo ha requerido en su desarrollo histórico una permanente adaptación a las circunstancias cambiantes que ha originado, lo que ha supuesto una constante renovación en las formas en las que se ha ido manifestando.
La ausencia de trabas al mercado y de restricciones a nivel internacional para el flujo de capitales financieros, ha engendrado, junto al aporte tecnológico de las telecomunicaciones y la informática, un conglomerado especulativo que se ha desarrollado de forma autónoma con respecto a la economía real y productiva. El efecto multiplicador del dinero bancario se ha agravado como consecuencia de la ausencia de limitaciones, de manera que permanece en constante circulación a lo largo de todo el planeta a través de las diferentes plazas financieras del mundo. Este capital especulativo crece en progresión exponencial, generando ingentes beneficios de actividades en las que el dinero crea de la nada más dinero. La economía productiva se ve desprovista de recursos que permitirían su pleno desarrollo y crecimiento, los cuales, sin embargo, se multiplican a expensas de la especulación sobre la producción y la economía real.
A todo esto se le suma otra cuestión elemental unida a la conversión del dinero en una mercancía más. Ello se debe en gran medida a que el dinero ha perdido cualquier referente sobre el que fundamentar su valor, como ocurría con el patrón oro, convirtiéndose de este modo en una mercancía cuyo valor y significado remite a sí mismo. El dinero no cuenta hoy día con ningún respaldo, de forma que si antes su valor estaba asociado con la función de atesoramiento, hoy, sin embargo, se encuentra ligado a la función de intercambio. Por este motivo la riqueza ha terminado adoptando un carácter abstracto e intangible, pues ha sido reducida a la condición de un número expresado por el precio.
La cualidad es el carácter esencial de un bien o una propiedad, sin embargo la imagen económica lo reduce exclusivamente a una cantidad expresada por el precio, que como valor monetario hace abstracción de la cualidad intrínseca de ese bien. Es así como la propiedad se concibe primeramente y ante todo como un bien de intercambio, cuyo valor se calcula y se reduce a una cantidad numérica.
La reducción de la propiedad a categorías numéricas expresadas por unidades monetarias implica, en última instancia, transformarla en una riqueza que es esencialmente móvil y cualitativamente indeterminada. Los bienes y propiedades son inmediatamente convertidos en cantidades monetarias, pues el dinero se ha transformado en un fin en sí mismo. Esta dinámica impulsa el sistema de intercambios que es el que le confiere su primacía al intermediario, sea este comerciante o financiero. Así es como la sociedad se convierte en un entramado relacional, pues todas las relaciones se sitúan a un mismo nivel, el mercado, a través del que se desarrollan los flujos monetarios.
Se ha pasado de una sociedad de bienes a una sociedad de flujos, pues la centralidad del mercado como sistema de intercambios destruye la espacialidad a la que va unida la propiedad. La propiedad implica definiciones, límites, "clausuras" en definitiva. La propiedad significa la objetivación de la idea de dominio sobre el espacio en el que se ejerce la soberanía. Se trata de un recinto cerrado, claramente delimitado y circunscrito por unas fronteras que demarcan el territorio. Pero para que se produzca progreso y crecimiento económico, en el que la ambición de la búsqueda del máximo de beneficio individual constituye su principal motor, es preciso romper todos estos cerrojos y obstáculos a través de la completa liberalización económica.
En el plano político el Estado ha sido históricamente la encarnación del principio de soberanía con el que la sociedad ejerce su dominio sobre un territorio, esto ha significado a nivel económico la existencia de diferentes controles y restricciones, teniendo por objetivo la preservación de un orden caracterizado por la durabilidad y estabilidad en el que lo político está intrínsecamente unido a lo espacial, y por tanto a lo territorial. El desarrollo del capitalismo y, simultáneamente, del dinero como valor en sí mismo, ha terminado haciendo saltar por los aires todas las limitaciones políticas existentes sobre la actividad económica y financiera.
La nueva situación expresa con gran claridad la naturaleza de la globalización, que ha desposeído a los Estados de su soberanía eliminando para ello todas las barreras económicas y financieras que posibilitaran cualquier intervencionismo por parte de las autoridades públicas. Esto ha favorecido la formación de un mercado global en el que el dinero se ha implantado como un poder anónimo y abstracto que ha instaurado su propia dictadura.
La falta de garantías ligadas a un valor intrínseco del dinero, unido también a la desaparición de los referentes estables y permanentes por causa de la proliferación del subjetivismo, provoca la aparición de una nueva forma de objetividad que no está ligada al mundo sensible, reduciéndose a una simple cantidad numérica. Es así como el dinero pasa a ser un referente universal que, sin embargo, carece de un soporte real y estable. El dinero vale para todas las cosas porque todas son reducidas a un mínimo común denominador representado por el precio. De esta manera, todo lo que carezca de valor económico susceptible de ser expresado monetariamente a través de un precio no tiene ningún sentido y significado.
La ruptura con lo real ha conllevado la virtualización del dinero. Si la propiedad lleva impresa una personalidad en la medida en que cumple una función social, el dinero sigue una lógica opuesta en la que todo es reducido a cantidades monetarias como parte de un proceso de acumulación. La especulación financiera a la que ha dado origen se refleja claramente en el colectivismo capitalista de las sociedades anónimas, en las que miles de inversionistas son copropietarios de una misma compañía. Dentro de este sistema alienante la empresa no es más que una cifra, una cantidad que expresa su cotización en bolsa y a la que es reducido su valor cualitativo, el cual reside en la función social que desempeña dentro de la economía.
El dinero es la ley universal de un tipo de sociedad que se basa en los intercambios y, consecuentemente, en las relaciones a la que dan origen esos flujos. El dinero está en todas partes y en ningún sitio. La durabilidad y estabilidad han sido sustituidas por la transitoriedad y la no permanencia. La pérdida de soberanía de los Estados ha promovido la velocidad de los intercambios, erigiéndose, finalmente, como el factor decisivo en el mercado global. Se genera la no-situación a la que da origen el tiempo real, que ha suprimido las barreras del espacio-tiempo, pudiendo conocer al instante todo lo que ocurre independientemente del lugar en el que se produzcan los acontecimientos. Es la primacía de lo instantáneo, lo inmediato, que genera la falta de referencia y produce la consecuente desorientación. Se toman decisiones cuyos efectos afectan a cientos de millones de personas, pero nadie sabe a quien ni a dónde acudir. Esto se refleja en las medidas de los grandes grupos financieros globales, las compañías multinacionales, etc. Su presencia es mundial.
La sustitución del espacio real por el tiempo real, o mejor dicho, por el tiempo global en contraposición a los tiempos locales que se dieron en el pasado, ha sido determinante para el flujo incesante del dinero dentro del proceso de acumulación capitalista. La soberanía de los Estados ha sido, en el mejor de los casos, debilitada, lo que ha favorecido la concentración monopolística a escala mundial por medio del mercado global que se ha establecido. Al no existir fronteras que limiten la actividad financiera, tampoco hay trabas para que los nuevos monstruos financieros-corporativos establezcan una dominación sin precedentes sobre los pueblos del mundo. Han conseguido sustraerse a cualquier control o restricción, y eso les ha conferido un increíble poder.
Sin embargo, debido a que el dinero remite a sí mismo como única garantía, su valor queda establecido en función de la cantidad de dinero que exista en el mercado, y la tendencia general es a incrementarse en la medida en que el dinero bancario (especulativo) tiende también a aumentar.
Las tendencias inflacionistas que caracterizan al capitalismo se deben a diferentes y muy diversos motivos, de entre los que destaca de manera especial el vaciamiento de la economía productiva de recursos monetarios, todo ello por medio de los altos intereses que impone la banca. El efecto sobre los precios se manifiesta de dos formas: la inversión decrece, por lo que la oferta de determinados bienes y servicios disminuye fomentando así el alza de los precios; y por otro lado se da la circunstancia de que unos intereses mayores implican, a su vez, un incremento de los gastos en la producción que igualmente se terminan reflejando en los precios finales. Mientras la economía es succionada de sus correspondientes medios de pago, la alta rentabilidad del sistema bancario y financiero ha hecho que la circulación monetaria en este mercado sea extraordinariamente superior a la de mercancías. Este contexto agrava aún más la tendencia inflacionista, pues dicha masa monetaria no tiene contrapartida real, lo que produce la subida generalizada de los precios.
La consecuencia de esta dinámica destructiva y catastrófica son las sucesivas crisis financieras. Se producen, entonces, problemas de liquidez con la retirada masiva de inversiones y depósitos. La economía productiva funciona a expensas de esa economía virtual que crea dinero de la nada, por lo que sus crisis terminan repercutiendo sobre sectores estratégicos de la economía y cuyos efectos se traducen en el crecimiento del desempleo, aumento de la inflación, quiebras de empresas, desabastecimientos, etc...
Frente al modelo económico capitalista sólo cabe anteponer una alternativa en la que la economía como tal esté supeditada a las necesidades de la sociedad. En este sentido dicha alternativa sólo puede concretarse en el ámbito monetario si el Estado recupera su soberanía en la emisión de moneda, lo que le permitiría salir de su actual indefensión frente a las actividades especulativas del mercado financiero y sus nefastos efectos sobre la producción. Por esta razón la emisión de moneda debe atender a las necesidades de producción existentes en la sociedad, de forma que exista una correspondencia entre los bienes y servicios producidos y la cantidad de moneda existente.
De esta manera la moneda adopta un valor cualitativo, pues su emisión responde a las necesidades para las que ha sido creada, contribuyendo a aumentar la capacidad productiva de un país y, simultáneamente, a mantener un valor estable para la moneda.Todo cuanto no contribuya a colmar las demandas y necesidades monetarias de la producción, favorecerá la subordinación de esta a las apetencias de un mercado especulativo en el que el único principio que rige es el de la depredación. Esta senda conduce a la desestabilización social y a la ruptura del sistema, que es lo que al fin y al cabo se necesita.
1 comentario:
Un interesantísimo artículo, enhorabuena .-
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