9 de septiembre de 2008

Mons. HECTOR AGUER HABLA SOBRE LA ESCUELA CATÓLICA

Luján, esta basílica, la casa de la Madre común, es la meta obligada de las peregrinaciones bonaerenses. Los fieles, casi siempre en familia, las parroquias y las diócesis, las más diversas comunidades eclesiales, vienen –venimos- frecuentemente a Luján. Venimos a celebrar, a dar gracias, o a suplicar, sobre todo en los momentos de graves aprietos, en las angustias personales y colectivas; venimos a mirar en silencio a la Virgen silenciosa, dejando que hable el corazón y esperando que ella nos hable al corazón. Cada vez que venimos nos anima el escuchar que el Señor nos diga en su Evangelio: Aquí tienes a tu madre (Jn. 19, 27).
En esta celebración de hoy, que es como el cierre solemne de un año jubilar, hacemos memoria de un triple aniversario: 90 años de la creación en La Plata del Consejo Superior de Enseñanza Católica; 50 de la aprobación de los estatutos del órgano que lo sucedió, nuestro actual Consejo de Educación Católica de la Provincia de Buenos Aires y 10 años del Congreso realizado en octubre de 1998 en La Plata y aquí en Luján.
Monseñor Juan Nepomuceno Terrero, segundo obispo de La Plata, cuyos restos reposan en el crucero de esta basílica, quiso dar cohesión a la tarea educativa de la iglesia en su vastísima diócesis que abarcaba todo el territorio bonaerense. Se propuso entonces vincular a los colegios en una federación, según un designio de unidad, para facilitar, mediante una autorizada asesoría, una adecuada representación y una diligente tutela, el cumplimiento de su misión específica. Aludía, en el documento fundacional, a una dirección única, concienzuda y metódica, cuya necesidad se advertía en las frecuentes consultas que los directores de colegios católicos encaminaban a la sede episcopal. Hacía referencia también al impulso otorgado a la educación de la juventud por el Concilio Plenario de la América Latina, reunido en Roma en 1899. Más allá de ese dato, la tradición pedagógica de la Iglesia constituía un bagaje precioso que iba marcando, a través de los cambios culturales, de los ajustes imprescindibles y los procesos de renovación, la identidad de la escuela católica.

Esta brevísima referencia histórica sirve simplemente como apoyo de un acto agradecido de memoria, en el que debemos abrazar a todos los que, tanto en aquellos inicios lejanos como en la continuidad ininterrumpida representada hoy por el Consejo de Educación Católica y por las Juntas Regionales, han consagrado amor y desvelos a la obra de la formación cristiana de niños y jóvenes en nuestras escuelas: obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, educadores laicos beneméritos y muchos humildes y anónimos colaboradores. Quienes actualmente compartimos responsabilidades en este campo recibimos una herencia que es preciso incrementar y transmitir y un testimonio que nos alienta a perseverar con alegría en esta misión que se integra en la realidad rica, compleja y dinámica de la evangelización.
El subsistema educativo eclesial brinda un servicio muy importante en nuestra provincia que, como es bien sabido, resulta barato al Estado bonaerense. La Iglesia sostiene que el derecho y el deber de la educación compete en primer lugar a la familia, pero requiere la colaboración de toda la sociedad; le compete también al Estado, según el principio de subsidiariedad, cuando no basta el esfuerzo de los padres y de las diversas instituciones. Así lo enseña el Concilio Vaticano II, que señala, además, un motivo singular del protagonismo de la Iglesia en el ámbito educativo: su deber de anunciar a todos el camino de la salvación y de comunicar a los fieles la vida de Cristo (cf. Gravissimum educationis, 3). Como Madre, la Iglesia está obligada a educar a sus hijos, y de ese modo contribuye al bien de la sociedad terrena, a configurar un mundo más humano. El principio católico que postula una jerárquica armonía entre la naturaleza y la gracia, la razón y la fe, la cultura humana y el Evangelio, revela también que nuestras escuelas cumplen en plenitud la función específica de toda institución escolar cuando son capaces de dar vigencia a un proyecto educativo centrado en Jesucristo, Redentor del hombre, para transmitir el hecho cristiano, el cristianismo como acontecimiento, como una realidad sobrenatural que impregna toda la realidad humana, la transforma y la plenifica plasmando hombres nuevos, creados a imagen de Dios en la justicia y en la verdadera santidad (Ef. 4, 24). A ese objetivo noble y altísimo debemos aspirar mientras nos ocupamos de llenar los requisitos que desde siempre caracterizan a la tarea escolar. Nuestros chicos deben cultivar sus facultades intelectuales, desarrollar la capacidad de juzgar rectamente, adquirir el sentido de los auténticos valores, recibir creativamente el patrimonio de la cultura conquistado por las generaciones pasadas, prepararse para la futura vida profesional, educarse como buenos ciudadanos, pero todo eso han de intentarlo a la luz del Evangelio y con la ayuda de la gracia de Dios. La enseñanza religiosa escolar y la catequesis no pueden reducirse a un mínimo espacio curricular: deben ser la fuente inspiradora de una doble síntesis: entre la fe y la cultura, entre la fe y la vida. Nuestras escuelas están llamadas a constituirse, cada vez mejor, en centros de transmisión de la sabiduría cristiana; para que nuestros alumnos lleguen a ser hombres y mujeres de bien, buenos ciudadanos, nos empeñamos en formarlos como buenos cristianos.
Este ideal tan bello no es inalcanzable. Por cierto, no desconocemos los obstáculos que se oponen a su plena realización, los problemas que plantean la cultura actual y la situación social de nuestra provincia y del país. Es preciso enfrentar esas dificultades con lucidez, serenidad y esperanza. No nos ilusionamos con un posible resultado automático de todas las buenas iniciativas que ponemos en curso en nuestros colegios; sabemos que hay que contar con factores poderosos de deseducación que interfieren perniciosamente en el proceso educativo: la disgregación familiar, la pobreza extrema en vastos sectores de la población, el cretinismo y la perversión de muchos programas televisivos, algunas orientaciones ideológicas que se imponen en los cenáculos pedagógicos, modas y manías de la “cultura joven” que se anticipan devastando la condición infantil y tantas cosas más. El educador, el maestro, se acerca con paciencia y amor a la realidad concreta del alumno; la escuela, la comunidad educativa, tiene que tener algo de familia, de casa, para que el servicio que brinda no se diluya en la masificación y el anonimato, sino que, al contrario, se desarrolle con una dedicación personal a cada uno; así corresponde, porque el fin de la educación es que el niño y la niña, los adolescentes, los jóvenes, logren plasmar su personalidad, ser plenamente lo que son de acuerdo a su naturaleza y a su vocación.
Los aniversarios particularmente significativos que solemos celebrar no sólo nos permiten reconocer nuestras raíces y con gratitud y complacencia hacer memoria de lo que hemos logrado, sino también evaluar el presente y mirar hacia el futuro. A propósito, podríamos preguntarnos si con la capacidad instalada con que cuenta nuestro subsistema educativo no podríamos obtener mejores resultados. Nuestros colegios son, en general, bien apreciados por su nivel académico y por otros aspectos de la vida escolar; muchas familias procuran cada año hallar cabida en ellos para sus hijos. Ojalá podamos dar lugar a todos y proporcionar una educación de excelencia a los hijos de las familias más pobres. Pero ¿cuáles son los frutos en el plano específico de la evangelización? Es verdad que no resulta fácil reunir datos que permitan formular un juicio exacto; no obstante, bastan las impresiones que recibimos de continuo para advertir que queda mucho por hacer, que tenemos que empeñarnos en una continua revisión de propósitos y métodos y sobre todo en una fervorosa renovación del espíritu para poder transmitir a nuestros alumnos el amor a la verdad y el deseo de un encuentro vivo con Jesús. ¿Cuántos chicos y chicas de nuestros colegios, después de haber pasado en ellos hasta diez o doce años, salen como cristianos convencidos y se incorporan a una comunidad parroquial o a un movimiento eclesial? Hay un objetivo elemental y no podemos cejar en el esfuerzo inteligente y tenaz que se debe aplicar para lograrlo: que todos egresen conociendo las verdades fundamentales de la fe, sabiendo qué significa y qué implica el ser católico; que sepan y valoren las normas evangélicas de la vida cristiana. En suma: que conozcan y amen al Señor. ¡Qué bueno será que cada año podamos despedir a los egresados con la seguridad y la alegría de saber que van bien pertrechados para enfrentar la vida!
Señalo un punto clave de la pastoral educativa: que nuestras escuelas verdaderas comunidades; es así como las consideramos, pero no es tan fácil que efectivamente lo sean, que sean comunidades fraternas, eclesiales, en las que se viva la unidad de la caridad. Deben serlo, porque sólo así serán en serio educativas en sentido cristiano; sólo así constituirán un ambiente evangelizador. A partir de esta vivencia eclesial, la escuela puede proponerse desarrollar una misión respecto de las familias de los alumnos, con el fin de ayudar a los padres a asumir su condición de educadores, que han elegido para sus hijos un camino de formación según los principios de la fe cristiana. Asimismo, al compartir una tarea tan noble y delicada, los maestros y profesores, con los demás componentes de la comunidad escolar, pueden estimularse mutuamente en orden a una formación permanente y a su crecimiento espiritual.
Queridos hermanos y hermanas: Pongamos a los pies de nuestra Madre Inmaculada de Luján los pensamientos, los sentimientos, las intenciones y propósitos que ha suscitado en nosotros la celebración de los aniversarios que nos ha reunido hoy. Sí, presentémosle nuestra acción de gracias y nuestra súplica, para que ella atraiga sobre la tarea educativa de la Iglesia en la provincia de Buenos Aires, y sobre todos los empeñados en ella, abundantes bendiciones del Señor. Esta pausa celebratoria nos infunde ánimo para seguir andando, para trabajar con ahínco, estudiar, orar y sufrir si es preciso por la educación católica. Llevemos en el corazón la exhortación del profeta, que hemos escuchado: Fortalezcan los brazos débiles, robustezcan las rodillas vacilantes; digan a los que están desalentados: “¡Sean fuertes, no teman: ahí está su Dios!” (Is. 35, 3-4)
Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata

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