30 de mayo de 2010

DESENMASCARANDO LAS PELIGROSAS PREMISAS DE LOS LIBERALES ECONÓMICOS

Brian McCall
(Publicado en THE REMNANT el 19/10/09)

El supuesto central que subyace en todo el pensamiento económico liberal —en contraste con el pensamiento económico católico— es la codicia. Ahora bien, los liberales económicos no siempre utilizan esa palabra; prefieren llamarlo “afán de lucro”, “interés propio” o “maximización de la riqueza”, pero todos estos términos se reducen a la misma cosa.

Los liberales económicos más inteligentes tratarán de disimular este principio diciendo que es válido únicamente dentro del “campo” económico. Una vez que se genera la riqueza, puede que la moralidad tenga algo que decir acerca de lo que hace uno con ella; pero dentro del análisis del proceso de producción, la maximización del beneficio es el criterio supremo para evaluar las elecciones económicas: la alternativa que proporcione mayor riqueza será clave a la hora de elegir una acción humana, incluso si alguien admite que la moralidad establece unas exigencias sobre el uso posterior de esta riqueza. Cualquier otra consideración queda reducida, a la larga, a este único criterio.

La responsabilidad social, la donación benéfica, la preocupación por la seguridad de los trabajadores y otros valores pueden llegar a ser tenidos en cuenta por los liberales económicos, pero sólo después de que se haya alcanzado el máximo beneficio o riqueza. Para un consejo de dirección, la decisión de donar ordenadores a una escuela se encuentra justificada sólo en la medida en que la empresa obtenga como resultado una mayor cantidad de riqueza que la gastada en la donación, a través de la publicidad o de la buena fe del cliente. Por esta razón los participantes en un sistema controlado y gobernado por el pensamiento económico liberal pueden ser personas honradas, que desean hacer elecciones morales, pero su filosofía evita la “intromisión” de dichos conceptos morales en las decisiones de una empresa económica comercial, donde la generación de beneficios es el bien absoluto a perseguir.

Este paso exime a los liberales económicos de los requisitos de justicia y equidad que impone la Moral (Divina y Natural). Nuevamente algunos liberales económicos formulan excepciones para unas pocas ofensas graves contra la Ley Natural, tales como el fraude y la violencia. Sin embargo, el hombre está sujeto a la entera Ley Natural y Divina. No somos libres de escoger qué normas cumplir y cuáles dejar fuera de nuestro “marco” artificial.

Ahora bien, alguien con un sensus catholicus probablemente conozca que esta filosofía es errónea. A continuación, ahondaremos en la doctrina económica católica para saber exactamente por qué es errónea.

Como enseñó Santo Tomás, apoyándose en Aristóteles: el hombre actúa de acuerdo con unos fines. Elegimos las acciones que, en vista de los hechos relevantes, parece que cumplen un fin particular. Algunos fines son incompletos; no perfeccionan todos los aspectos de la naturaleza del hombre. Otros fines son más completos; comprenden más aspectos de la naturaleza del hombre. El fin último o más completo del hombre es la salvación eterna; la visión beatífica. Al lograr este fin, la naturaleza del hombre alcanza su perfección. Por debajo de este fin perfecto existen otros fines necesarios que deben perseguirse para hacer alcanzable el fin perfecto. El fin natural más alto es el de llevar una vida virtuosa dentro de una sociedad pacífica. Por debajo de este fin natural completo, uno de los fines incompletos que comprende es la creación de la suficiente riqueza temporal.

Para llegar a conocer, amar y servir a Dios, y vivir adecuadamente con nuestro prójimo en este mundo, así como para alcanzar el fin último —la felicidad en el cielo*— el hombre debe satisfacer las necesidades físicas de su naturaleza corpórea. La satisfacción de las necesidades humanas temporales que proporciona la riqueza es, por tanto, uno de los fines hacia los que tiende la naturaleza del hombre y, en consecuencia, la Ley Natural.

Sin embargo, no podemos perder de vista el hecho de que este fin es únicamente intermedio, incompleto. El lucro o riqueza no es un fin en sí o por sí mismo; es un medio para conseguir otros fines y como tal debe ser moralmente valorado. En consecuencia, debe limitarse en la medida en que esté conforme con los fines últimos, naturales y sobrenaturales, del hombre.

Aquí vemos que el error fatal de los liberales económicos reside en que hacen de un fin incompleto el criterio completo de decisión, dentro de un “esquema” que utilizan arbitrariamente para aislar la actividad económica del mismo grado de escrutinio moral que rige cualquier otra actividad humana.

Como resultado de lo anterior, el afán de obtener riquezas se torna ilimitado. Cuando un fin incompleto se trata como completo, se encuentra distorsionado, y la orientación ideal del hombre hacia sus auténticos fines se ve enturbiada. Por esta razón es indispensable que el hombre establezca límites al incremento de la riqueza como criterio para tomar decisiones económicas, al igual que debe poner límites a su apetito concupiscente.

La búsqueda de riqueza

El deseo de riquezas, al igual que el deseo de otras cosas, no es malo en sí y por sí mismo, pero necesita ser restringido. La generación de riqueza, de acuerdo con el pensamiento económico católico, debe situarse bajo ciertas restricciones, así como los deseos de concupiscencia deben estar sujetos a la Razón. Henry de Hesse lo explica de este modo: “Quienquiera que tenga suficiente para estas cosas [procurarse el sustento, hacer obras pías, proveer lo razonable para emergencias futuras, o ayudar a sus descendientes] pero continúe trabajando incesantemente para obtener riquezas o un status social superior, o de forma que posteriormente pueda vivir sin trabajar, o para que sus hijos sean ricos y poderosos, está llevado por una avaricia, placer físico y soberbia condenables”[1].

Poseer lo suficiente para todo esto, e incluso desear más, excede los límites de la prudencia. Así que las restricciones al deseo de riqueza no resultan excesivas sino, más bien, muy prudentes. Existe un límite externo a la ambición. San Bernardo está de acuerdo con esta conclusión: “Por sí mismas, en relación con la salud espiritual del hombre, [las riquezas] no son buenas ni malas; usar de ellas es bueno, abusar es malo; sentir desazón por ellas es peor; la codicia es aún mas deplorable”[2].El uso correcto de la riqueza es una virtud; su abuso –la codicia– es vicio.

A pesar de eso, la filosofía económica liberal sostiene que cualquier elección que incremente la riqueza neta es una buena elección; dicho principio no reconoce ningún límite. El afán de lucro, en la citada filosofía no puede aceptar los límites que defiende la filosofía económica católica. El lucro siempre es bueno y un mayor lucro es siempre mejor; de nuevo, dentro del “esquema” que los liberales económicos utilizan para eximir a la “economía” de un completo escrutinio moral, al mismo tiempo que reclaman que, fuera del “esquema”, los capitalistas pueden ser personas morales y generosas a la hora de decidir cómo emplearán su riqueza.

Santo Tomás utiliza una imagen de la naturaleza para demostrar cómo ser debidamente solícito para los bienes temporales implica contener tal deseo en sus justos márgenes y en el momento adecuado. “La hormiga tiene su solicitud en conformidad con el tiempo, y esto se nos propone como ejemplo a imitar. Corresponde a la prudencia la debida previsión del futuro. Pero sería una desordenada previsión o solicitud del futuro la de quien pusiera como fin los bienes temporales, entre los que se distingue el pretérito y el futuro; o la de quien buscara más cosas de las necesarias para la vida, o la de quien, finalmente, no reservara esa inquietud para su debido tiempo”[3]. Podemos buscar ganancias, pero hacerlo en exceso es, al igual que no ser responsable de ellas (reservar la inquietud para su debido tiempo), un vicio.

Restricciones morales vs. Injerencia del Gobierno

Antes de proceder con este argumento hago un inciso para aclarar que el reconocimiento de las necesarias restricciones morales sobre el afán de lucro no equivale a que el gobierno deba imponer estas restricciones en todas las circunstancias. La cuestión del equilibrio adecuado entre la ley pública de la Iglesia, el gobierno local, el gobierno nacional y la restricción personal dirigida por un confesor, versa sobre los medios apropiados. Éste es un asunto extenso en sí mismo; durante siglos y a tenor de diferentes circunstancias, el equilibrio entre el fuero interno (confesión) y los diversos fueros externos (tribunales civiles y eclesiásticos) ha sido objeto de polémica y seguirá siéndolo.

Sin embargo, los defensores del liberalismo económico a menudo intentan confundir el asunto utilizándolo como elemento de distracción. Mezclan el argumento de que la moralidad exige estas restricciones con el apoyo de un estado policial totalitario. Los liberales económicos, al hacer tal cosa, evitan la discusión del problema real: el afán de lucro no puede ser el único criterio para evaluar la justicia y moralidad de las opciones económicas.

Volviendo a la necesaria restricción, hay que recordar los otros fines de la existencia del hombre. ¿Cuáles son estos otros fines? No existen más que los fines sobrenaturales y naturales del hombre. Así, por ejemplo, vivir justamente o dar a los demás lo que merecen es un fin de la naturaleza social del hombre. La Justicia es una de las virtudes cardinales que el hombre debe esforzarse en perfeccionar en su camino hacia el fin completo. Por lo tanto, obtener lucro mediante la utilización de medios que conculcan la justicia conmutativa —que incluye otras cosas aparte del fraude— es ilícito. El pensamiento económico liberal rechaza esta restricción. Por no hablar de la Ley Divina, a la luz de la cual deben juzgarse las acciones del hombre.

El católico liberal Tom Woods ha argumentado que “la economía es una ciencia cuyo objeto es utilizar la razón humana para descubrir cómo pueden alcanzarse los fines del hombre. Cuáles deberían ser esos fines es un asunto que corresponde decidir a la teología y a la filosofía moral”[4]. Aquello que nos conduzca de forma más eficiente al fin escogido constituye la elección económica correcta. Empero, la moralidad católica no permite la ambivalencia acerca de los medios. Incluso si los fines de una persona son buenos —según determina la teología y la filosofía moral, como diría Tom Woods— los medios escogidos deben ser también moralmente justos. Por esto, la afirmación de que la economía es meramente la ciencia de los “medios” es un argumento erróneo. La elección de los medios no es moralmente neutral. Los medios tienen implicaciones morales.

Un argumento típico de los liberales económicos es que un salario bajo —aquel que está por debajo del valor intrínseco del trabajo desempeñado— es aceptable si el libre mercado permite dicho salario (por ejemplo, debido a la existencia de un gran número de trabajadores desempleados)[5]. Se argumenta que, incluso si el trabajador recibe un salario injusto, al final resulta mejor puesto que el beneficio logrado por el patrón incrementa la riqueza global de la sociedad o, por decirlo en la expresión favorita de los liberales económicos, la marea creciente levanta a todos los barcos[6].

Admitiendo por un momento que esta afirmación fuera cierta —a pesar de que es contraria a la lógica— el pensamiento económico católico prohíbe pagar un salario injusto como medio para lograr este fin. Incluso aunque se crease más riqueza para la economía o un mayor número de gente tuviera trabajo, si este fin se consigue mediante la vulneración de la justicia no puede justificar un medio injusto. Un trabajador ha recibido como pago un importe menor que el valor del trabajo desempeñado. Puede que la sociedad tenga mayor riqueza, pero el fin del hombre conocido como Justicia habrá sido vulnerado por la utilización de un medio injusto. Así que la economía está “libre de valores”[7] simplemente porque rechaza considerar los valores morales que restringen el uso de medios injustos.

Sin embargo, los liberales económicos no pueden ver el error de justificar los medios por el fin porque sostienen que las acciones económicas son amorales, es decir, que carecen de implicaciones morales. Tom Woods, por ejemplo, dice que “absolutamente nada en el cuerpo de las leyes económicas deducidas mediante la praxeología[8] involucra afirmaciones normativas” y que “carece absolutamente de sentido argumentar que… las leyes económicas deben estar subordinadas a las leyes morales”. Tom Woods afirma esto basándose en un conocimiento de la Economía como mero estudio de la acción humana con el objeto de descubrir leyes naturales o funcionamientos independientes[9]. Puesto que estas leyes forman parte de la “naturaleza”, no son morales ni inmorales; simplemente existen. Él incluso compara las leyes económicas con la ley de la gravedad[10]. El error fatal de este pensamiento estriba en que todas las acciones humanas implican una elección. Las acciones humanas no son, como la gravedad, predeterminadas y de funcionamiento independiente. Las elecciones siempre tienen implicaciones morales; son elecciones moralmente lícitas o ilícitas. Tom Woods lleva razón en que la economía comprende el estudio de las acciones humanas, pero, a diferencia del estudio de la gravedad que existe de forma natural, todos los actos humanos que se escogen tienen implicaciones morales y restricciones de carácter natural y divino.

Tómese uno de los ejemplos favoritos de Woods de una “ley económica” semejante en su mente a aquella de la gravedad: la relación del precio con la oferta y la demanda[11]. Cuando la oferta cae o la demanda se eleva, suben los precios. Afirma que esto puede ser observado empíricamente y que, por tanto, el movimiento al alza de los precios, cuando la oferta se reduce o la demanda se incrementa, es moralmente neutral; simplemente ocurre por fuerza de una “ley de la naturaleza” económica. Esta afirmación es falsa. Los precios no son fuerzas autónomas de la elección humana. Los precios suben porque la gente escoge subirlos.

Ahora bien, puede ser cierto que desde que despuntó la era liberal, la gente eleva los precios en estos contextos porque creen, erróneamente, que no tienen elección: “Puesto que los precios siembre suben cuando la oferta se reduce, tengo que subir mis precios”. Sin embargo, en una era católica, cuando la gente no estaba embriagada por la propaganda del liberalismo económico, ésta no era la reacción normal. Las causas, naturaleza y duración de la escasez de la oferta, o del incremento de la demanda, debían ser consideradas ante el gremio, la autoridad pública o el sacerdote confesor, que permitirían al comerciante —dado el caso— la subida de los precios. Así pues, los precios podían ser alterados, pero solamente si existía una razón moralmente lícita para hacerlo, tal como el incremento sostenido del coste de transporte de los bienes.

Más aún, a diferencia de la economía liberal, tal como la defiende Tom Woods, la economía católica sostiene que es moralmente inaceptable incrementar los precios debido a una necesidad particular de un comprador de bienes o servicios. Santo Tomás enseña que es injusto que un vendedor cobre más debido a la necesidad concreta de un bien[12].

Por utilizar otro ejemplo proporcionado por Woods[13], si tuviera lugar una situación crítica similar a los ataques terroristas de Nueva York, y la gente se viera privada de sus casas, ¿sería justo incrementar el coste de una habitación de hotel en un 185% simplemente porque un mayor número de gente desea una habitación? Woods responde afirmativamente, alegando que permitir este tipo de especulación en los precios es positivo, porque posibilita que el recurso —la habitación— vaya a aquella persona que más lo valora. En realidad, lo que permite es que la habitación vaya a las personas con mayor riqueza, que pueden ser o no ser los que valoran más la habitación. Una persona con medios modestos, que no puede encontrar otro lugar como refugio para su familia, puede conceder a la habitación un valor más alto que un millonario que simplemente no desea pasar la noche con sus familiares políticos. La diferencia estriba en que el hombre de medios modestos tiene una menor riqueza con la que expresar su mayor valoración de la habitación.

Tom Woods utiliza otro elemento de distracción en este punto cuando argumenta que, en caso de que las tarifas por habitación en tiempo de crisis se mantuvieran en niveles normales, de ello resultaría una pérdida de recursos limitados, con una familia alquilando dos habitaciones cuando únicamente podrían utilizar una si los precios fueran más altos[14]. Primero de todo, es precisamente el cliente más rico, en lugar del padre de familia con bajos ingresos, quien con mayor probabilidad acaparará las habitaciones, alquilando más de una para su confort, por lo que el argumento yerra en ese aspecto.

En cualquier caso, puesto que este desenlace implica de nuevo elección humana, no es inevitable. El propietario del hotel puede simplemente exigir, en situaciones de emergencia, que la familia de cuatro pueda únicamente alquilar una habitación, de forma que otros que estén en necesidad puedan ocupar la segunda habitación. No existe ninguna necesidad de incrementar el precio en un 185% para conseguir un racionamiento justo de los recursos escasos. No obstante, como Tom Woods ha partido de la premisa moral falsa de que los precios y otras decisiones económicas son independientes de la elección moral humana, argumenta falsamente que debe permitirse que las elecciones económicas desciendan adonde puedan, al igual que una pelota que se deja caer puede solamente descender al suelo, debido a la ley de la gravedad.

Así pues, a la postre, este ocultamiento de la elección moral humana implicada en todas las acciones económicas se convierte en una fachada, detrás de la cual puede perseguirse la riqueza sin ningún límite moral.

Conclusión

La economía no es una disciplina que trate acerca de fuerzas invariables e independientes, tal como la física. Es el estudio de las acciones humanas relacionadas con los medios para crear bienes temporales. Toda acción humana, y todo medio orientado a la consecución de un fin, deben estar guiados y limitados por los fines últimos del hombre.

Esta simple verdad ha sido atacada durante siglos por los liberales económicos. Es hora de que a la Verdad de Cristo y a la Ley Natural se les conceda el lugar que les corresponde dentro de la disciplina económica. El único deseo del hombre que puede ser moralmente ilimitado es el anhelo de Dios. El anhelo de riquezas debe estar sujeto a sus justos límites, teniendo siempre presente a Dios y Su Ley.

Notas:
[1] Henry de Hesse, De contractibus, en John Gerson, Opera omnia, 4 vols. (Colonia, 1483–4), 4, cap. 12, fol. 191ra.
[2] San Bernardo de Claraval, De consideratione, trad. George Lewis (Oxford, 1908), lib. 2, cap. 6, p. 47.
[3] Aquinas, Summa Theologica II-II, 55, Art. 7 Repuesta a las Objeciones 1 y 2.
[4] Tom Woods, The Church and the Market (Lexington Books 2005)¸ p. 31.
[5] Véase Tom Woods, The Church and the Market, p. 50 et. seq.
[6] N. del T.: En inglés, A rising tide raises all boats.
[7] Tom Woods, The Church and the Market, p. 31.
[8] N. del T.: Ciencia que estudia la acción humana. Se utiliza comúnmente en relación con la obra del economista austriaco Ludwig von Mises y sus seguidores de la Escuela de Viena.
[9] Tom Woods, The Church and Market, p. 16.
[10] Tom Woods, The Church and the Market, p. 43.
[11] Véase por ejemplo, Tom Woods, The Church and the Market, capítulo 2.
[12] Summa Theologica II-II Q. 77, Art. 1.
[13] Tom Woods, The Church and the Market, p. 46-47.
[14] Id. en p. 47.

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