14 de abril de 2012

AUTORIDAD Y LIBERTADES

Desde ahora, podemos relegar la Ley, esta abstracción ambigua a la cual los liberales a menudo han tratado de subordinar el Estado, en el museo de los mitos sin sustrato real.
Sin duda, existen leyes sociales naturales de que procede el órgano comunitario y que él tiene que hacer respetar siempre que quiera hacer una política valedera: no se trata aquí de ellas, sino de un absoluto jurídico cuya manifestación serían las leyes escritas. Ahora bien : éstas, lejos de ser la causa, ni menos aún la fuente de la autoridad, por el contrario son su obra pasada o presente, luego su consecuencia, Es, por tanto, una ilusión extraña la de ver en ellas la garantía de las libertades particulares en contra de la autoridad del Estado cuando este último las usa, en toda la medida en que su marco histórico se lo permite, como instrumentos eficaces de una eventual centralización.
En realidad, las libertades particulares sólo existen en cuanto expresan los poderes particulares que poseen, por naturaleza propia, los grupos y los individuos. El que dichos poderes estén reconocidos y respetados por el Estado de jure o el de facto no tiene mayor importancia. Lo esencial es que estén reconocidos y respetados. Y tal reconocimiento y respeto no suponen de ningún modo una restricción de la autoridad comunitaria, por la sencilla razón de que dicha autoridad desaparecería o se debilitaría si los elementos constitutivos, celulares y orgánicos, del cuerpo social vinieran a descomponerse, y tiene por tanto interés en protegerlos.
Recíprocamente, las libertades particulares desaparecerían o se debilitarían si la autoridad del Estado viniera a faltar, puesto que el poderío de los grupos e individuos es función no sólo de su vitalidad propia sino también de la armonía organísmica. La anarquía, apenas resulta necesario subrayarlo, no constituye la condición óptima de la afirmación de la familia ni de la empresa, verbigracia.
Sin duda puede suceder, ya lo hemos visto, que el Estado tenga tendencia a restringir las libertades particulares, como también que los grupos tengan tendencia a restringir la autoridad central. Ambas actitudes son de naturaleza patológica. Es el Estado débil, impotente para hacer la síntesis de grupos fuertes, el que tiende a atomizar la Comunidad. Son los grupos débiles, temerosos frente al Estado por incapaces de resistir su indebida intervención, los que tienden a trabar su acción.
Volvemos, pues, a los dos poderes que ejerce el órgano comunitario y de los cuales procede su autoridad: el que le pertenece en propiedad y se encuentra, en cierta medida en conflicto dialéctico con los poderes particulares de que proceden las libertades en cuestión, y el que nace de la síntesis de las fuerzas superadas, de cuyo poderío depende. Los poderes subordinados son temibles para un Estado débil en sí porque se oponen eficazmente, por su sola vitalidad, al desempeño de las funciones de síntesis, mientras que un Estado fuerte sacará de ellos un acrecentamiento del poderío, que le conviene adquirir.
Lejos de que haya antinomia entre autoridad y libertades, vemos, por el contrario, que la autoridad constituye la condición indispensable del libre desarrollo de los grupos e individuos. Va de por sí que por libre desarrollo no entendemos una afirmación ni menos todavía una expansión anárquicas, vale decir, independientes de la intención unitaria del organismo. Pero la libertad nunca es independiente de las condiciones históricas, y resulta vano, verbigracia, de parte de una familia integrada en una Comunidad de hoy, aspirar a una eventual libertad mayor que tendría si le fuera posible vivir en estado patriarcal.
¿Es concebible, por lo demás, que la libertad de un grupo social cualquiera, independizado del conjunto histórico de que forma parte, pueda ser mayor que la que goza dentro del organismo unitario? Para creerlo, habría que olvidar que la libertad no es sino la expresión del poder, y que el poder del grupo, aunque ordenado a un fin superior al suyo propio, es ampliado por la asociación y, con mayor razón, por la socialización, en el sentido general de la palabra. En cuanto a los individuos, como veremos más adelante, dependen en su mismo ser de la vida en sociedad.
59. Interés general, e intereses particulares
El hecho de que tanto el grupo como el individuo encuentren sus condiciones más favorables de desarrollo dentro de la Comunidad no implica que sus intereses particulares coincidan siempre de modo necesario, ni siquiera principalmente, con el interés general, sino simplemente que su actividad autónoma supone la existencia – y no el respeto – del organismo colectivo. Cada uno puede, en efecto, en una medida variable, aprovechar las ventajas de la vida organizada sin por eso aceptar cumplir los deberes más elementales de solidaridad, y hasta violando las normas naturales, escritas o no, del orden social.
Notemos que, al hacerlo, el parásito – o el pirata – no niega de ninguna manera la Comunidad, aunque la perjudica. No se independiza del conjunto al cual pertenece por posición histórica. Simplemente hace privar su interés particular, no sólo sobre los demás intereses particulares, o sobre tales o cuales de ellos, lo que resulta del mero derecho natural, sino sobre el interés general. Sin duda se trata aquí de un caso extremo, pero, de hecho, cualquier elemento constitutivo del cuerpo social actúa, a veces como parásito o pirata, aun cuando esté dispuesto por otra parte a sacrificarse por la colectividad en tales o cuales circunstancias. Nada hay de extraño en eso.
Pero de la normalidad del fenómeno tenemos que sacar las consecuencias: la famosa fórmula el interés general es la suma de los intereses particulares es un disparate. La suma de los intereses particulares es un cangrejal, con la anarquía como resultante. ¿Se nos opondrá, que precisamente tal anarquía es contraria a los intereses particulares y que por lo tanto éstos tienden por sí mismos hacia el orden? Es indiscutible, y ya lo hemos notado, que la vida de sociedad supone una constante victoria de hecho de la solidaridad sobre la lucha. Pero dicha solidaridad se impone merced a la organización comunitaria y por acción del Estado. No es espontánea en cada grupo ni en cada individuo en cada instante de la vida social. Sobre todo, no es voluntaria, aunque la voluntad puede confirmarla a posteriori (y por lo general lo hace), sino histórica.
Resulta de un encadenamiento complejo de datos, en el pleno sentido de la palabra, cuyo rechazo exigiría un esfuerzo mayor que la aceptación. Una buena fe generalizada y una clarividencia casi divina de parte de todos los miembros de la Comunidad tal vez permitan explicar, en la teoría, su subordinación al Todo social comprendido como la condición suprema de las existencias particulares: pero nunca pueden justificar el sacrificio de esas mismas existencias. EI soldado en el campo de batalla concibe muy bien que la disciplina y la ayuda mutua constituyen las razones de su fuerza, luego de su supervivencia. Seria un tanto difícil, sin embargo, hacerle admitir que su egoísmo lo obliga a morir en provecho de la colectividad. Las tesis individualistas acaban en un absurdo liso y llano.
En realidad el interés general es superación de los intereses particulares en un proceso dialéctico que incluye una jerarquía de valores. Una síntesis estrictamente racionalista, de corte hegeliano, supone, en efecto, la realización automática, en una forma nueva, de todas las fuerzas superadas. Comprobamos aquí, por el contrario, que la afirmación del Todo exige a veces la negación íntegra – la destrucción – de tal o cual de sus elementos constitutivos. Si es legitimo, tal fenómeno nos veda considerar el cuerpo social como una simple resultante. Tenemos que reconocerle una supremacía cualitativa sobre los grupos y los individuos que lo componen, y admitir que el Todo, superior a sus partes, puede exigir su sacrificio.
Abordamos aquí el problema crucial de la relación del individuo con la Comunidad, y con el Estado que encarna su intención histórica. Problema crucial,pues de su solución dependen no sólo el sentido de la acción política, sino también el de la misma sociedad.
Del Libro El Estado Comunitario. Jaime Maria de Mahieu.
 

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