6 de octubre de 2015

DOS MOVIMIENTOS NACIONALES

HORIA SIMA


La vida de Horia Sima aparece, desde su más temprana juventud, entregada a la Guardia de Hierro, que representó una lucha altiva y generosa por el honor y la grandeza de la patria rumana frente a la decadencia interior y las presiones exteriores. Nació en Bucarest el 3 de julio de 1906, donde estudió Filosofía y Filología románica, y siendo estudiante ingresa en las filas del Movimiento, que capitanea Codreanu. En 1935 es nombrado jefe de Región en el Movimiento y dos años después es elegido diputado en el Parlamento. Asesinado Corneliu Codreanu el 30 de noviembre de 1938, Horia Sima prosigue la lucha contra el Régimen. En el Gobierno Tatarescu –1940 – es ministro subsecretario de Estado. La Guardia de Hierro crece en influencia e importancia en el país. Pasa Horia Sima a ocupar otro ministerio en el Gobierno Gigurtu. Por fin en septiembre de 1940, estalla la revolución legionaria. El rey Carol abdica, haciéndose cargo del Poder el general Antonescu; Horia Sima es nombrado Vicepresidente del Consejo de Ministros. Cuando en el año 1941 el general Ion Antonescu realiza el golpe de Estado y, con el apoyo de las tropas alemanas, expulsa del Poder a los ministros legionarios - «esas cabezas locas», que dijo Hitler - los jefes de la legión, refugiados en Alemania, son internados por el Gobierno alemán, de acuerdo con Antonescu, en los campos de concentración de Buchenwald, Dachau y Sacsenhausen. Entre ellos figura Horia Sima, Primero con domicilio forzoso, después internado en Buchenwald y Sacsenhausen. Cuando en 1944 capitula Rumania, Horia Sima es puesto en libertad y llevado al Gran Cuartel Alemán para formar un gobierno rumano de resistencia. Vencida Alemania, sobrevenida la ola roja sobre Rumania, Horia Sima – 1944-1945 ­en Viena constituye y preside un Gobierno rumano en exilio. Sin posibilidad de actuación directa sobre su país, Horia Sima viene en exilio hasta hoy, preocupado por todos los problemas que afectan a su pueblo, sometido al dominio de Moscú. En estos años ha publicado diversos trabajos para dar a conocer al mundo el significado de la revolución legionaria y su visión de la Europa de hoy, entre los que figuran los siguientes: «La Destinée du Nationalisme» (París, 1951), «Europe at the Crossroad» (Muenchen, 1955) y «La crisis del mundo libre», aparecido en Madrid en 1958.
La vida no vale la pena si no es para quemarla al servicio de una empresa grande.

JOSE ANTONIO
INTRODUCCIÓN

Desde el primer contacto con las obras de José Antonio y Corneliu Codreanu tendremos la sorpresa de descubrir coincidencias extraordinarias en su pensamiento. Frente a los proble­mas fundamentales de la Historia, Jose Antonio José Antonio y Corneliu Codreanu adoptan parecida actitud.
Las diferencias entre sus ideas pierden importan­cia ante la frecuencia y calidad de los elementos comunes de su doctrina­.
El hecho es tanto más significativo cuanto que José Antonio y Corneliu Codreanu se han desarrollado en ambientes completamente independientes. Hasta la presencia legionaria rumana en el frente nacional español, en el otoño de 1936, pocas noticias de lo que ocurría en España penetraban en los medios rumanos. Por otro lado, para los españoles, Rumania presentaba una imagen muy vaga, un. país cuya fisonomía se diferenciaba apenas de los demás países del Este de Europa. Corneliu Codreanu y José Antonio ni se han conocido ni han tenido la ocasión de influirse recíprocamente.
Ambos han enfocado los problemas de sus naciones independientemente uno del otro, y, a pesar del aislamiento en que han vivido y se han manifestado públicamente, han llegado a conclusiones muy parecidas.
No pertenece al objeto de este estudio explicar el origen del parentesco en el pensamiento de los dos fundadores de movimiento. Hay, empero, un aspecto que tiene que ser aclarado. La doc­trina de José Antonio y la de Corneliu Codreanu, antes de ser expresada por un acto intelectual, apareció en sus almas por intuición. No se trata de una construcción lógica. Su doctrina no es una creación de la sola razón, una nueva presenta­ción de un material perteneciente al pensamiento ajeno. Con un sistema de proposiciones frías, no hubieran sido nunca capaces de concentrar en tor­no a sí a las nuevas generaciones. Empleando el lenguaje especifico de la razón, ambos desarrollan un conjunto de verdades que había germinado previamente en su ser intimo, como experiencia interior, como estado de espíritu. Nunca utilizan los métodos de los hombres de ciencia y de los filósofos. No hacen demostraciones, sino emplean la verdad como arma para atacar y arrebatar las posiciones ideológicas del adversario.
No dejan nunca el campo de la lucha. La verdad grita por ellos con una energía elemental, estalla como una fuerza de la Naturaleza. No sólo convencen por la solidez de su razonamiento, sino por la tensión de su vida. Su doctrina es afirmación directa, verdad de buena ley, oro nativo.
Brotando de la plenitud de sus almas, su doctrina y su acción política están compenetradas en un inquebrantable bloque de verdades. No son de los que piensan de una manera y obran de otra. Su personalidad no es desarticulada por contradicciones. Su vida se desarrolla con un tremendo rigor, siempre de acuerdo con sus principios, hasta el último sacrificio.
El heroísmo es una virtud muy difundida cuando se trata de hechos aislados, de estallidos ocasionales; pero es muy rara cuando se trata del «heroísmo duradero», del heroísmo continuo de toda una vida. Para José Antonio y Corneliu Codreanu los verdaderos gozos de su vida son los de la lucha, y su única satisfacción es ver al propio sacrificio servir a la nación.
De aquí resulta también su inmenso respeto para las dos categorías nacionales que a lo largo de toda su vida persiguen un ideal: los sacerdotes y los militares. Solamente en ellos la idea de servir, la aceptación previa del sacrificio, constituye una permanente. razón de su vida. Solamente ellos tienen el privilegio de ejercitar una profesión que les mantiene en contacto con las realidades mayores de la Patria y con el mundo de las supremas verdades.
Corneliu Codreanu y José Antonio han sido demasiado grandes para su época. Sus contemporáneos no les han entendido por completo. Los que sí han entendido perfectamente lo que los dos representaban para el destino de sus naciones y de todo el mundo han sido las fuerzas del mal. Frente a ellas se habían alzado unos hombres para los cuales el plan diabólico de estas fuerzas no tenía ningún secreto.
Mientras provocaban las fuerzas del mal, José Antonio y Corneliu Codreanu no han tenido apoyo suficiente para su lucha en sus propias naciones, y tampoco en el mundo que se decía nacionalista. Los enemigos han llegado a aislarlos, a encerrarlos, y, en breve, bajo un pretexto cualquiera, a matarlos. De nada les ha servido ser inocentes. Los que les han condenado y matado no hacían más que ejecutar una sentencia previa de las fuerzas mundiales del mal.
Corneliu Codreanu había previsto su fin ya desde los primeros años de su lucha: «Mandarán capturarnos y matarnos. Escaparemos, nos ocultaremos, combatiremos; pero al final seremos muertos. Entonces aceptaremos la muerte. Correrá la sangre de todos nosotros. Este instante será el más grande discurso nuestro dirigido al pueblo rumano, y el Último.»
El «último discurso» de José Antonio y Corneliu Codreanu es la garantía del caráetcr duradero de su obra.
Las fuerzas del mal no han llegado a matarlos.
Su gloria de mártires de la fe cristiana y nacionalista perdurará por siglos en la conciencia de sus pueblos y de las otras naciones.
Madrid, junio de 1959.

I
ASPECTOS GENERALES

Uno de los problemas más debatidos en el período de ascensión de los movimientos nacionales ha sido el de establecer lo específico de dichos movimientos en relación con los antiguos partidos políticos. ¿En qué se diferencia un movimiento de un partido político? Generalmente se decía que un movimiento tiende hacia la omnipotencia del Estado, mientras que un partido político tolera la existencia de la oposición.
Esta característica no constituye la esencia de los movimientos nacionales. Más bien es el resultado de unas exigencias históricas (la lucha contra el comunismo) que un signo distintivo de estos movimientos. Si el fascismo y el nacionalsocialismo han modelado el Estado a base de un partido único, es éste un asunto que se refiere exclusivamente a la suerte de estos dos movimientos. Otro movimiento, o bien los mismos movimientos, en circunstancias históricas distintas, hubieran procedido de otro modo, sin alterar su personalidad. La existencia de los movimientos nacionales no está indisolublemente unida a la idea del Estado totalitario, ya que ellos tienen una adherencia en las masas populares como los demás partidos políticos. Su situación, dentro del Estado, no debe confundirse con la del comunismo, que no tiene otra solución en el plano, del gobernar que la de imponer su dominación por la violencia y el terror.
Los movimientos nacionales tienen un contenido mucho más profundo, que está por encima de la forma del Estado que eligen en un momento dado para expresar sus ideales políticos. Lo que hace distinguir un movimiento nacional de un partido político es la perspectiva ideológica por la cual se afirma en la vida pública. Un partido político desarrolla su actividad conforme a un programa; un movimiento posee algo más que un programa: posee una doctrina. Los programas de los partidos contienen sin duda ciertas ideas que, con algo de benevolencia, pudieran ser llamadas también doctrinas. Pero analizando el contenido ideológico de los partidos políticos comprobamos que está relacionado estrictamente con lo contingente, con lo inmediato, que no sobrepasa la actualidad político-administrativa del Estado. Falta en los programas de los partidos la parte de la concepción, de la creación política. Falta la «gran política», la visión histórica de la nación.
Los partidos se benefician de una situación doctrinaria ya establecida., Los grandes principios políticos -que son los mismos para todos los partidos- no interesan ya a sus dirigentes. Recuerdan aquellos principios solamente en las ocasiones solemnes. Por eso los partidos políticos, a pesar de la enemistad que muestran unos contra otros delante del público, no representan en el fondo más que unas variantes de la misma mentalidad política. Sus divergencias son secundarias, porque no tienen como base divergencias ideológicas. Sus doctrinas no difieren unas de otras o, mejor dicho, no poseen doctrina alguna.
Un movimiento de integración nacional aparece cuando una nación está invadida por inquietudes espirituales. La situación doctrinal existente no satisface ya a la nueva generación. Esta empieza a distanciarse de la manera de pensar del personal político del país. La atmósfera pública le parece irrespirable. Busca otra salida, una evasión, una nueva orientación, sin saber concretamente lo que quiere. Cualquier movimiento comienza con una agitación nebulosa de la nueva generación, con una revuelta creciente contra el conformismo del pensamiento de los que detentan el poder. Se llama «movimiento» porque es el resultado de un «movimiento», de una vibración del alma. Su centro de gravedad se halla en el alma, no es el resultado de unos descontentos políticos pasajeros. Las almas se alejan de la mentalidad dominante en la clase dirigente para buscar su propio camino. Entre la antigua y la nueva generación se produce un divorcio espiritual. Para esta generación el llamamiento de la Patria tiene otra significación, asciende hacia otra altitud histórica.
El estallido de un movimiento no es el resultado de un plan, de una deliberación, de un acuerdo entre varios individuos. En sus orígenes no existe nada premeditado. El impulso para la constitución de un movimiento sube de las profundidades del ser nacional. En los primeros brotes de un movimiento encontraremos siempre la, reacción instintiva de un pueblo ante el peligro que le amenaza. La nueva generación es más sensible ante este peligro porque tiene la vida por delante. Por eso encontraremos siempre a la juventud al frente de todos los movimientos de resurgimiento nacional. Una nación cuya juventud es, apática e indiferente delante de los grandes problemas nacionales, delante de los problemas que le plantea el tiempo en que vive, es una nación sin porvenir.
En esta fase, el movimiento no representa todavía un valor político. Es una ola de agitación turbia, una convulsión del organismo nacional, Para ganarse el derecho de ciudadanía en la Historia, tiene que sobrepasar esta fase infantil, definiendo sus objetivos. La suerte de un movimiento popular depende siempre de la aparición de una personalidad excepcional, capaz de clarificar las, aspiraciones confusas de sus contemporáneos. Un fundador de movimiento no crea ese estado de espíritu que está en la base de ese movimiento. Él capta solamente la efervescencia revolucionaria de su época y la dirige en un sentido constructivo. Cava un cauce al tumulto de las pasiones. Clarifica las inquietudes espirituales de una nación, tanto en el campo de las ideas políticas como en el de la acción política: elabora una doctrina y crea el cuadro político destinado a orientar las energías nacionales. José Antonio y Corneliu Codreanu han apareci­do en circunstancias históricas análogas. Cada uno ha sido llamado por el destino a resolver una situación revolucionaria en su patria, y cada uno ha cumplido con intachable lealtad este papel histórico. Gracias a su poder creador han transformado el dinamismo confuso de una generación en un movimiento coherente y consciente de sus. responsabilidades. Ellos han estilizado estos movimientos, han cincelado su personalidad y les han dotado de una cadencia histórica. Los han elevado al rango de entidades políticas.

II
LA INFLUENCIA DEL FASCISMO Y DEL NACIONALSOCIALISMO

Apenas había empezado el movimiento legionario rumano a difundir sus principios entre las masas populares, cuando ya los antiguos partidos políticos descubrieron su punto vulnerable: «Es una imitación del fascismo. El movimiento ha importado su doctrina de Italia y tiende a introducir en la vida pública ideas y costumbres ajenas a la concepción de vida del pueblo rumano. Al no estar anclado en las realidades nacionales, el movimiento desaparecerá de por sí, después de unas débiles manifestaciones ante un público insensible a sus llamamientos.» La profecía de estos «peritos» en los problemas políticos de Rumania no se cumplió. En pocos años, el movimiento arraigó en todo el país. El pueblo se sentía atraído hacia él, probablemente porque la Legión no imitaba a nadie, precisamente por poseer un carácter auténticamente rumano.
Cuando empezó a brillar la estrella de Hitler en el cielo de Europa, la acusación de fascismo pareció demasiado blanda a nuestros adversarios. Encontraron una culpa más grave aún para el movimiento: «Es una sucursal del nacionalsocialismo alemán en Rumania», decían. Según afirmaban, la Legión cumpliría dentro del pueblo rumano uno de los más abyectos papeles: servir como instrumento a los planes de expansión y de dominación de una potencia extranjera, traicionando los intereses del pueblo rumano. «Finalmente, nosotros -recibimos dinero”, somos ”asalariados de los hitleristas"», dice Corneliu Codreanu (1), cuando se refiere a las infamias que difundían sus adversarios. La ofensiva de las calumnias le repugnaba profundamente. La mala fe de que eran capaces los viejos hombres políticos está demostrada sobradamente en el hecho de que, en el otoño de 1919, cuando empieza a afirmarse en la vida política Corneliu Codreanu, nadie en Rumania conocía la existencia de Hitler. Mussolini había de emprender la marcha sobre Roma tres años más tarde. Es verdad que la fundación del movimiento legionario tuvo lugar el 24 de junio de 1927, pero el proceso político y espiritual que determinó su nacimiento es mucho más remoto. El movimiento legionario rumano tiene su origen en el movimiento nacionalista estudiantil que brota en todas las Universidades rumanas después de la primera guerra mundial y alcanza su apogeo en el año 1922. Las figuras principales de este movimiento fueron las mismas que echaron más tarde las bases del movimiento legionario.
La aparición de la Falange Española fue saludada con una lluvia de calumnias de la misma especie: «un movimiento fascista» o «una copia del fascismo italiano». José Antonio puso de relieve las falsedades de sus calumniadores en el discurso de proclamación de la Falange y de las J. O. N. S.: «No te preocupes mucho porque nos digan que imitamos. Si lográsemos desvanecer esa mentira, pronto inventarían otra. La fuente de la insidia es inagotable» (2). Volviendo en el mismo discurso sobre el mismo tema, emplea una expresión aún más fuerte: «Todos saben que mienten cuando dicen de nosotros que somos una copia del fascismo italiano ... » (3).
Indudablemente existen ciertas semejanzas entre todos los movimientos nacionales en la manera de enfocar los problemas de la nación; pero no son el resultado del trasplante de unas ideas de un país a otro. Mussolini tenía razón cuando decía que «el fascismo no es una mercancía de exportación». Las afinidades de concepción entre los movimientos nacionales tienen otro origen. Se deben solamente a un estado de espíritu general, a un fenómeno de proyección europea. Estos movimientos no se han imitado entre sí, sino que cada uno respondió conforme a las peculiaridades de su pueblo al llamamiento que la Historia ha dirigido a todas las naciones. El sentido nacional existe en estado latente en el seno de cada pueblo y no le falta más que el ambiente histórico para entrar en efervescencia. Si el fenómeno nacionalista se ha manifestado con tanto vigor después de la primera guerra mundial, es debido a que sólo en esta época se han reunida las condiciones necesarias para su florecimiento. Con la entrada de las masas en la Historia, el nacionalismo ha recibido también un nuevo impulso. Encontró una base más amplia para afirmarse. En los siglos pasados, la conciencia de los pueblos no tenía más órgano de manifestación que la clase restringida de sus dirigentes. Con la participación de las masas en la vida política, la conciencia de los pueblos entra en una fase de expansión. Las masas populares no han modificado solamente el paisaje social de la nación, sino que son responsables también de la aparición del nacionalismo. Con su penetración en la vida del Estado, salen a la luz también los caudales de energía de los pueblos. El movimiento nacional es la única fórmula para que las masas sean integradas en el Estado nacional. Si el dinamismo de un pueblo no es captado por el nacionalismo, las masas se alejan de la nación y el terreno queda libre para el comunismo.
No se puede atribuir a una imitación el parentesco de ideas entre los movimientos nacionales: el nacionalismo es un valor inimitable. Esta manera de afirmarse en la Historia obliga a los pueblos a buscarse a si mismos, con el fin de descubrir su propio ser. Para poder determinar los objetivos que perseguirán en el campo político, las naciones deben explorar previamente su interior para saber quiénes son y cuál es su identidad histórica. El genuino sentido de Patria obliga a cada pueblo a partir de su mismo ser, de sus propios recursos interiores.
Por el camino de la búsqueda de sí mismo, un país puede llegar más rápidamente que otro a la posesión de las verdades nacionales, tal como ocurrió con Italia. Más aún: la experiencia fascista pudo servir de ejemplo a otros pueblos para intentar la misma aventura espiritual, la búsqueda de su ser histórico. Pero esto no es imitación, sino el impulso que un pueblo recibe de otro para encaminarse hacia su originalidad creadora, hacia una vida más auténtica. José Antonio explica claramente en qué se resume la supuesta imitación del fascismo: «España, contagiada de este calor, no va a imitar a Italia: va a buscarse a sí misma; va a buscar en las entrañas propias lo que Italia buscó en las suyas» (4).
He aquí la única lección que dio el fascismo a los demás pueblos: ¡Realizaos a vosotros mismos! ¡Haced el inventario de vuestras propias posibilidades! ¡Sacad de la oscuridad y del olvido lo que os pertenece a título perentorio, vuestros valores inmutables, y echadlos en la balanza de la Historia!
La doctrina nacionalista no es una moda política y no ha sido inventada por el fascismo. Mussolini no ha hecho más que dar valor de circulación a una categoría política y espiritual existente desde los más remotos tiempos en el seno de su pueblo, en un momento en que el ambiente histórico favorecía su erupción en la vida pública.
Las mismas condiciones históricas han favorecido la afirmación del espíritu nacional en todos los otros países de Europa. Sí en Italia no se hubiera manifestado el fenómeno, con seguridad que el «fascismo» hubiera brotado en otro país. El fascismo, apunta con destacada lucidez José Antonio, debe ser interpretado a escala europea. «El fascismo es una inquietud europea..., una manera nueva de concebir todos los fenómenos de nuestra época e interpretarlos con sentido propio» (5).
Esta inquietud europea ha sido provocada por la aparición de las masas populares en la vida pública. Se trata de un fenómeno general. En todos los países el Estado tuvo que soportar la presión desde abajo hacia arriba de las multitudes, y con ellas, la conciencia nacional de los pueblos recibió un nuevo impulso, el impulso de las nuevas categorías de ciudadanos. En la lejana Rumania, Corneliu Codreanu llega a las mismas conclusiones. Un movimiento nacional está íntimamente relacionado con el grado de conciencia que han adquirido las masas de la nación, experiencia que hoy día han vivido ya todas las naciones. «Un pueblo en su totalidad llega a la conciencia de sí mismo, de su misión y de su destino en el mundo. En la historia de los pueblos sólo hemos encontrado unos destellos pasajeros. Desde este punto de vista, hoy día nos hallamos ante unos fenómenos nacionales permanentes» (6).
Un movimiento nacional que elige el camino de la imitación se altera y se anula. Cada uno debe recorrer su propia trayectoria. Los adversarios, para desacreditar los movimientos nacionales, les pusieron bajo una etiqueta común la palabra »fascistas». Querían insinuar que sólo eran reproducciones en serie del fascismo italiano. Es una falta de honradez política en unos y una pereza intelectual en otros. Quien analiza con objetividad estos movimientos, descubrirá lo mucho que les separa debido al ambiente particular en el cual se han desarrollado y a la individualidad del pueblo en que han nacido.
Uno de los grandes principios confesados por todos los nacionalistas del mundo -independientemente del país de origen- es que la nación no empieza a existir más que desde el momento en que se vuelve hacia sí misma y valora sus energías propias. Pero esta misma premisa fundamental, esta afirmación del ser absoluto nacional, provoca las diferencias entre los movimientos nacionales. En virtud de este principio, cualquier movimiento nacional debe desarrollarse independientemente, debe llegar a una concepción propia en su realización política. Y esto no por celos, no por un absurdo espíritu de independencia, sino debido. simplemente a una necesidad interior. Una nación que anda por los senderos abiertos para otros pueblos pierde su perfil espiritual y traiciona su misión histórica.

III
LA NACIÓN

Ni José Antonio ni Corneliu Codreanu han dejado una doctrina reunida en un sistema filosófico. Ellos han sido luchadores. No se han preocupado ni han tenido el tiempo necesario para formular su pensamiento con todo el rigor científico. Junto con los gritos del combate, y desde el centro de éste, lanzaban sus ideas destinadas a justificar su intervención en la vida pública. Pero de este continuo entrelazamiento de sus ideas con la acción, su pensamiento no ha tenido nada que sufrir. No es ni defectuoso ni incoherente. A pesar de encontrarse esparcido en innumerables discursos, declaraciones, notas, circulares, artículos, etc., con los fragmentos de su pensamiento se puede reconstruir una filosofía política monumental, que puede codearse con las más brillantes creaciones del genio humano en este campo.
El perfecto encadenamiento de su pensamiento tiene su origen en el hecho de que, a pesar de la fragmentación debida a las condiciones de su vida, saca su sustancia de una única fuente: una visión unitaria del destino nacional.
Corneliu Codreanu y José Antonio desarrollan su doctrina entera partiendo de la idea de nación. Pero ellos no están contentos con las significaciones que ha recibido esta noción en el pensamiento contemporáneo. La someten a un profundo examen, y, una vez revisada y renovada, construyen sobre ella toda su doctrina.
Según sabemos, el concepto de nación ha originado innumerables controversias en el mundo de los historiadores, de los sociólogos, de los juristas, de los filósofos de la cultura y de todos aquellos que, de una manera u otra, se han ocupado de la suerte de las colectividades humanas. Para definir la nación, la mayoría se orienta según sus requisitos externos, según el territorio, población, lengua, tradición, pasado histórico, Estado, religión (en el sentido social-confesional), cultura, etc. Ellos buscan en esta variedad de manifestaciones aquellos factores que se repiten en cada nación, y que pueden constituir, conforme a las reglas de la lógica, las notas esenciales de un concepto. Ocurre, no obstante, que este modo de construir el concepto de nación no nos ofrece los felices resultados que la lógica ha obtenido en otros dominios. Ninguna definición propuesta hasta ahora por los hombres de ciencia ha podido ser reconocida como universalmente valedera. ¿Por qué motivo? Porque una nota que puede ser esencial para una nación, por ejemplo, el idioma, no es indispensable para la constitución de otra nación. Examinados uno tras otro, se comprueba que todos los factores más arriba enumerados encuentran excepciones, es decir, que ninguno de ellos constituye un elemento indispensable para la existencia de una nación. Al no aparecer con regularidad en todas las naciones, ninguno de ellos puede aspirar al rango de nota esencial del concepto. El concepto de nación rehusa encuadrarse en las reglas lógicas del conocimiento.
Al averiguar que el concepto de nación no se deja introducir en las categorías de la lógica, otros investigadores han pasado al extremo opuesto; han negado a la nación cualquier forma de vida colectiva y han desplazado su centro de gravedad y toda la responsabilidad de su constitución sobre el individuo. La esencia de una nación no la constituiría ni la lengua, ni el territorio, ni el pasado histórica, ni la raza, sino una especie de oscura e incontrolable voluntad social, que se plasmaría con las adhesiones de las voluntades individuales, y necesitaría por tanto, de una renovación continua. Según la célebre fórmula de Renán, una nación existiría en virtud de un plebiscito diario.
José Antonio y Corneliu Codreanu no están satisfechos con la teoría histórico-tradicionalista de la nación, y menos aún pueden adherirse a a teoría atomista o mecanicista de la sociedad política, que lleva las cosas al absurdo. Ellos revalorizan el concepto de nación, edificándolo sobre otras bases. Según sus opiniones, la parte que se ve, la parte perceptible, no representa más que su envoltura exterior. La nación se compone también de otra parte que no se ve, de una parte oculta a los sentidos, pero que es mucho más auténtica y más susceptible de constituir su esencia. Es su energía espiritual.
Para definir la nación, dicen ellos, es preciso cambiar previamente la perspectiva desde la cual enfocamos el concepto. Tenemos que desplazarnos desde el cuadro de las manifestaciones exteriores de la nación hacia su interior, hacia su centro existencial. Las naciones no son una circunstancia histórica, no son un producto histórico-social, sino que son realidades históricas, existentes por sí mismas. Son entidades verdaderas por sí mismas (7).
Esto significa, que son las naciones las que provocan la diferenciación de las masas sociales y las que determinan sus movimientos históricos. De las profundidades de las naciones nacen los impulsos creadores de la Historia. No somos españoles, rumanos, franceses, alemanes, italianos, americanos, porque vivimos en un cierto territorio. porque hablamos un cierto idioma, porque tenemos costumbres comunes, sino porque estas colectividades humanas, la española, la rumana, la francesa, la alemana, la italiana, la americana, encierran en sí energías propias, que las determinan desde su interior a cumplir en la Historia misiones distintas. Las naciones son fundaciones, son sustancias, son «un ego» colectivo con vida propia. Cuando la Historia empieza a hablar de una nación, eso significa que la masa de hombres que la compone se ha puesto en marcha para cumplir una empresa histórica. Según José Antonio, «una nación no es una lengua, ni una raza, ni un territorio. Es una unidad de destino en lo universal» (8). Hay muchos otros párrafos que afirman tal principio. Dice en otra parte: «La nación no es una realidad geográfica, ni étnica, ni lingüística; es sencillamente una unidad histórica. Un agregado de hombres sobre un trozo de tierra sólo es una nación si lo es en función de universalidad, si cumple un destino propio en la Historia» (9).
«La unidad de destino en lo universal» es la expresión que más emplea José Antonio para definir la nación. Es necesario que penetremos más profundamente en el sentido de esta expresión, porque representa la posición clave de su filosofía entera. El factor que unifica las aspiraciones de una masa humana, levantándola al rango de nación, es su destino. Por el destino se realiza, se distingue una nación de otra. No por el territorio, lengua o costumbres comunes. Sólo una colectividad humana que entabla la lucha por la realización de su destino sale del anonimato de la Historia. El brillo de una nación en el mundo está condicionado por la grandeza de su destino.
¿Qué interpretación conviene mejor a esta noción? José Antonio nos facilita el entendimiento de la idea de destino, ofreciéndonos varios equivalentes: una misión histórica, una vocación histórica, una empresa colectiva, el sentido total de la patria, el nacionalismo misionero, el patriotismo de la misión, etc. Según resalta de la comparación de estos términos, se trata de una energía que emana del cuerpo de una nación y se actualiza en vista de la realización de un objetivo. Esta fuerza en busca continua de un quehacer histórico no subsiste por sí misma. Su fuente se halla en la nación, fluye de la nación. Es su proyección histórica.
Para estar dentro del pensamiento de José Antonio y Corneliu Codreanu hay que hacer la distinción entre la nación y el destino nacional, emanación histórica de la nación, su proyección en la Historia. Las naciones son entidades históricas, realidades existentes por sí mismas, «fundaciones con sustantividad propia, no dependiente de la voluntad de pocos ni de muchos» (10). Las naciones poseen un alma colectiva, una conciencia colectiva, un contenido espiritual colectivo. José Antonio habla del «alma metafísica de España», que es una verdad elemental, un axioma histórico y político, comparable con las verdades matemáticas. Esta realidad colectiva suprema es irrevocable e intangible. La Historia se crea partiendo de este «yo» histórico, desde este sujeto creador colectivo.
Las naciones -estos arquetipos históricos - están dotadas de impulsos creadores. Tienden a afirmar su personalidad, buscar su suerte en el mundo. «El destino histórico» de un pueblo o su «destino nacional» es la transición desde el estado potencial al estado de manifestación de su originalidad creadora. Las energías que ha edificado la nación salen de la reserva en que se encuentran acumuladas como en un lago artificial, para hacer su aparición en la escena de la Historia y cumplir con su misión propia en competencia con otras naciones. A partir de este momento empieza la historia de aquella nación. Una nación se forja mediante un continuo proceso de autoexploración y autodeterminación. José Antonio puntualiza que una nación «es el grado a que se remonta un pueblo cuando cumple un destino universal en la Historia» (11).
Las energías interiores de una nación no pueden servir para la identificación histórica de los pueblos. Lo que una nación oculta en sus profundidades no es accesible más que a los individuos que forman parte de ella, y no a todos en el mismo grado. En el plano histórico, la existencia de una nación no puede ser mencionada sino desde el momento en que empieza a cumplir su destino. Por su destino, una nación revela su contenido, y así, la Humanidad está obligada a concederle el certificado de nacimiento. «Por eso -dice José Antonio- las naciones se determinan desde fuera;. se las conoce desde los contornos en que cumplen su propio, diferente, universal destino» (12). Otros nos dicen lo que somos según lo que hacemos.
La concepción de Corneliu Codreanu sobre la nación no se aparta de la de José Antonio. Empleando otro lenguaje, él expresa en el fondo la misma cosa. Una estirpe se define mediante tres coordinadas:
1º Un patrimonio físico: la carne y la sangre.
2º Un patrimonio material: la tierra del país -y su riqueza.
3º Un patrimonio espiritual.
El patrimonio espiritual de un pueblo se subdivide a su vez en tres partes: a) Su concepto sobre Dios, sobre el mundo y sobre la vida. b) Su cultura; y c) Su honor. Hablando del primer elemento que compone el patrimonio espiritual, Corneliu Codreanu explica: «Esta concepción forma un dominio, una propiedad espiritual... Existe un reino del espíritu nacional, el reino de sus visiones, obtenidas por la revelación o por el esfuerzo propio» (13). La concepción sobre la vida de un pueblo se propaga en dos direcciones. De este cosmos colectivo de ideas, sentimientos, visiones, aspiraciones y nostalgias se alimenta la cultura nacional. «La cultura es internacional como irradiación, pero nacional como origen» (14). También esta concepción sugiere asimismo la vocación. histórica de un pueblo y se perpetúa bajo la forma de su destino nacional. «El honor de un pueblo -expliea Corneliu Codreanu- resplandece en la medida en que la estirpe ha podido conformar su existencia histórica a las normas surgidas de su concepción sobre Dios, sobre el mundo y sobre la vida» (15).
Corneliu Codreanu sitúa el patrimonio espiritual en una posición superior a los otros dos: el patrimonio biológico y el patrimonio material. En el patrimonio espiritual reconocemos lo que es inalterable en la nación, el alma de un pueblo, su realidad interior, de donde se desprenden los demás valores nacionales. La única diferencia en comparación con José Antonio es que Corneliu Codreanu interviene con una noción intermediaria para explicar la transición de la nación (como constante histórica), a la cultura nacional y al destino nacional (que es desarrollo del potencial creador de la nación). Esta noción intermediaria es la concepción que tiene un pueblo sobre Dios, sobre el mundo y sobre la vida. Este concepto es el fruto de las meditaciones de un pueblo sobre su propia sustancia. La fuerza espiritual de un pueblo -cree Corneliu Codreanu- se plasma primeramente en un acto intelectual, en una concepción de la vida, y después de sufrir esta transformación penetra por los cauces de la cultura y de la Historia.
Pero no se puede afirmar ni sobre esta interpretación -característica a Corneliu Codreanu - que fuera totalmente ajena del pensamiento de José Antonio. En sus escritos hallamos la siguiente idea: «... por las misteriosas vías por donde lo religioso se propaga, nuestras consignas, nuestra tesis, se iban contagiando y difundiendo» (16). Pues existen «consignas» y «tesis» que se propagan por vías misteriosas, que se revelan a los miembros de una nación, determinándoles a afirmarse en la cultura o lanzarse en grandes empresas históricas.
El destino de un pueblo no debe ser confundido con un ideal cualquiera, que germina de vez en cuando en la vida de una nación. Un ideal representa una función transitoria del destino nacional, un momento en que toma cuerpo este destino. Los ideales aparecen y desaparecen. El destino nacional sobrevive a todos los ideales de la nación, ya que es el modo de comportarse de una nación frente a la Historia, la manera como resuelve los problemas con que tropieza a través de su existencia, su reacción especifica ante los acontecimientos.. Gráficamente, el destino puede ser representado por una línea que serpentea por su historia entera, desde su nacimiento hasta su desaparición. Él da impulso a las empresas de un pueblo, sin agotarse en ninguna de sus realizaciones. Es una fuerza creadora que se renueva incesantemente. Las luchas por la liberación de los moros, la visión política de Isabel la Católica, las expediciones de los conquistadores, la obra de colonización y cristianización de América, las luchas para la defensa de la fe, la obra de San Ignacio de Loyola, la fundación de la Falange, la victoria obtenida por las fuerzas nacionalistas en la Cruzada de Liberación, son expresiones de la misma permanencia nacional, de la misma vocación histórica del pueblo español. La misma presencia continua del destino nacional a través de toda la historia de un pueblo determina a José Antonio a definir la nación como «una unidad de destino en lo universal». Él quiere afirmar que este destino es unitario en el tiempo y condiciona todas las manifestaciones del pueblo.
El destino nacional se subdivide en una serie de objetivos concretos. La trayectoria histórica de un pueblo es marcada por una serie de puntos que no se asemejan unos con otros. Lo que realiza un pueblo en la Historia está en función del acontecimiento, que es una materia variable. El espíritu, empero, con que la nación trata el acontecimiento, no debe variar. «Una nación es grande cuando traduce en la realidad la fuerza de su espiritu» (17).
¿Cómo nos damos cuenta y cuáles son los signos para averiguar que un pueblo camina, en una determinada época histórica, por su verdadera senda, y de que no se ha equivocado en la interpretación de su destino nacional?
Hay dos criterios que debemos tener en cuenta para juzgar las iniciativas históricas de un pueblo. Primeramente hay que averiguar si la línea sobre la que se mueve en la Historia no pertenece a otros pueblos, es decir, que no se trata de un ideal prestado. El destino nacional no encadena a los pueblos, no es una fuerza que les tiraniza, para obligarles a elegir un determinado camino. El es una creación libre. La única predestinación de un pueblo es la de permanecer fiel a su genio peculiar. El destino nacional es una elaboración propia de cada pueblo. La responsabilidad de cada uno está empeñada en la interpretación del acontecimiento. La nación debe vigilar permanentemente para que no se mueva en la Historia y en la cultura por caminos ajenos a su ser. «La primera ley que una estirpe debe seguir -dice Corneliu Codreanu- es ser fiel a la trayectoria de su destino» (18). José Antonio exhorta a sus contemporáneos a devolver a España su forma histórica. La decadencia de España empezó en el momento en que cesó de creer en su misión histórica. En este vacío espiritual han penetrado más tarde las doctrinas rusonianas bajo cuya influencia España ha perdido su propio espíritu y personalidad. Él muestra que solamente el cumplimiento de un destino que no sea el de otros, distingue una nación de otra: «En la convivencia de los hombres soy el que no es ninguna de los otros. En la convivencia universal es cada nación lo que no son las otras» (19).
No es suficiente, sin embargo, que un destino se diferencie del de los otros pueblos para corresponder a las necesidades nacionales. Hace falta cumplir también con otra exigencia. De todos estos destinos peculiares, estilizadas a la medida de cada nación, debe beneficiarse el mundo entero. Cada nación debe apartar su propia contribución a la cultura y al progreso del mando en su totalidad. Un ejemplo elocuente de cómo se realiza en lo universal un destino nacional nos lo ofrece España misma. El descubrimiento y la exploración de América es una realización del destino nacional español, pero de la obra de este pueblo se han aprovechado todas las naciones del mundo.
Cuando una nación no acopla su destino histórico a una perspectiva universal, entonces su potencial de energía se convierte en una fuerza ciega, que arrasa la vida de otras naciones. Pensemos un momento en las invasiones asiáticas. De las de los hunos, ávaros, tártaros, turcos, no han quedado más que las cenizas y los sufrimientos. Estas invasiones han retrasado centenares de años el progreso de la humanidad. Los hunos y los demás invasores no han justificado por su espíritu de creación la dominación que ejercieron sobre tantos otros pueblos.
Los factores perceptibles de una nación, territorio, lengua, población, costumbres, no son rechazados por esta doctrina. Según hemos visto, Corneliu Codreanu distingue en la estirpe, además de su patrimonio espiritual, un patrimonio biológico y otro material. José Antonio reconoce también que la patria está formada por dos factores: «como asiento físico, una comunidad humana de existencia; como vinculo espiritual, un destino común» (20). Tanto uno como otro no se puede decir que ignoran las modalidades materiales de la existencia de una nación. Pero ellos proceden a una selección. De la multiplicidad de aspectos tajo les cuales se presenta una nación eligen su imagen inconfundible e inseparable. Pueden existir naciones sin poseer un territorio, un idioma común, etc., pero no se encuentra una nación que no tenga algo que decir en la Historia, una actitud que tomar ante el acontecimiento. Una nación puede ser despojada por sus enemigos de todos estos bienes exteriores; no perecerá si conserva intacta la conciencia de la unidad de su destino a través de las vicisitudes con que ha de enfrentarse.
Igualmente puede producirse el fenómeno al revés: una colectividad humana que viva sobre un mismo territorio, hablando un idioma común, siendo de la misma raza, y no obstante, que no pueda constituir una nación. Todas estas características comunes a un grupo de individuos son como un cuerpo sin vida. Hay que añadir una sustancia que llegue a sintetizar estos factores y darles vida. El elemento que transforma una colectividad humana en una nación es su tensión creadora. «Lo que convierte a los pueblos en naciones no son tales o cuales características de raza, de lengua o de clima: lo que a un pueblo le da jerarquía de nación es haber cumplido una empresa universal» (21).
La nación es una realidad que está por encima del tiempo. Ella no se confunde con ninguna de las generaciones que se suceden en su vida. Corneliu Codreanu hace distinción entre «la colectividad nacional actual, es decir, la totalidad de los individuos de la misma nación, viviendo dentro de un mismo Estado en un momento dado, y la nación, aquella entidad histórica que vive por encima de los siglos arraigada profundamente en los más remotos tiempos y con un porvenir infinito» (22). La distinción entre la nación pasajera y la nación eterna aparece claramente expuesta también por José Antonio. «España no es nuestra como objeto patrimonial; nuestra generación no es dueña absoluta de España» (23). «España no es siquiera este tiempo ni el tiempo de nuestros padres, ni el tiempo de nuestros hijos; España es una unidad de destino en lo universal. Esto es lo importante. Eso que nos une a todos y unió a nuestros abuelos y unirá a nuestros descendientes en el cumplimiento de un mismo gran destino en la Historia» (24).
El auténtico patriotismo, el patriotismo dinámico, el patriotismo de una misión creadora, el patriotismo animado por la imagen imperecedera de la patria, se halla en permanente lucha con el patriotismo estático, el patriotismo de las comodidades cotidianas, el patriotismo sin inspiración, limitado al horizonte y a los intereses de la generación actual. «La colectividad nacional -constata Corneliu Codreanu- tiene una permanente tendencia a sacrificar el porvenir -los derechos de la nación- a los intereses presentes» (25).
La teoría del «Contrato Social», de Jean Jacques Rousseau, falsifica las relaciones existentes entre el individuo, la colectividad nacional y la nación. Esta teoría rebaja la nación a un agregado de voluntades individuales. La nación existe en la medida en que los individuos que la componen están de acuerdo en vivir juntos. Si mañana los mismos individuos decidieran denunciar el contrato que les une, terminarían con la vida de la nación. José Antonio tiene un verdadero horror a esta teoría: «Las naciones no son contratos, rescindibles por la voluntad de quienes los otorgan: son fundaciones, con sustantividad propia, no dependiente de la voluntad de pocos ni de muchos» (26). Corneliu Codreanu repudia a su vez y con la misma indignación el «contrato social». Él dice que a la democracia no le interesa mas que una de estas entidades: el individuo. Se burla de la colectividad nacional y niega sencillamente la tercera entidad, la nación. «Esta inversión de valores, esta ruptura de relaciones que la democracia crea, constituye una verdadera anarquía, constituye la abolición del orden natural y es una de las causas principales de este estado de turbulencia que impera en la sociedad actual.»
«La armonía no se puede restablecer más que por la vuelta al orden natural. El individuo debe subordinarse a la entidad superior, la colectividad nacional, y ésta, a su vez, debe subordinarse a la nación. Los derechos de la persona no son ilimitados: son restringidos por los derechos de la colectividad nacional, y los derechos de esta última son limitados por los derechos de la nación» (27).

IV
EL ESTADO

Para cumplir con su misión histórica, la nación debe organizarse. Al igual que cualquier otra empresa humana, no importa su naturaleza, necesita de un plan y de una organización. La nación sistematiza sus múltiples actividades en vista de su afirmación en el mundo. A la nación organizada con este fin se le llama Estado.
La relación entre la nación y el Estado es análoga a la que existe entre la causa y el efecto. El Estado es un producto de la nación. Es un valor instrumental con el cual la nación opera en la Historia. Para existir un Estado debe existir previamente una nación. Cuando una colectividad humana ha llegado a la conciencia de su unidad de destino, la primera cosa en que se piensa es en la creación de un Estado. Ni los más grandes imperios del mundo han tenido otros orígenes. Fueron fundados y sostenidos por la fuerza de una nación.
La relación de subordinación entre el Estado y la nación está claramente expresada en los textos de los dos fundadores de movimiento.
José Antonio considera el Estado «un instrumento al servicio de un destino histórico, al servicio de una misión histórica de unidad» (28). Corneliu Codreanu compara al Estado con «un traje que viste el cuerpo de la nación» (29). Ellos nos advierten el error que cometeríamos si separáramos el Estado de la nación, procurándole una existencia artificial, como si representase una entidad autónoma. Semejantes teorías hacen caso omiso de la sustancia que crea el Estado y le insufla continuamente vitalidad: la nación. El Estado es un epifenómeno de la nación, una emanación de su ser. Como creación histórica de la nación, el Estado no debe salir de su posición de subordinado, intentando usurpar los derechos de esta nación. Un Estado consciente de la razón de su existencia quedará permanentemente como «un servidor del destino patrio» (30).
Quien mira el Estado desde afuera no ve en él más que un complejo administrativo, formado por una serie de servicios e instituciones, puestos a disposición del público: transportes, organismos económicos, instituciones de educación y de cultura, etc. Estas actividades entran en la composición del Estado, pero no constituyen su nota esencial. La misión principal de un Estado no es la de suministrar a los ciudadanos agua, gas y electricidad, cuidar de las canalizaciones, vigilar la marcha de los precios, elevar el registró de los nacimientos, da los matrimonios y de las defunciones, combatir las epidemias, etc. Evidentemente el Estado debe cumplir con estas funciones imprescindible para asegurar la convivencia de sus ciudadanos para estas actividades de indiscutible utilidad no constituyen la esencia del Estado. El Estado no es únicamente administración. «Un Estado -dice José Antonio- es más que el conjunto de unas cuantas técnicas; es más que una buena gerencia: es el instrumento histórico de ejecución del destino de un pueblo. No puede conducirse a un pueblo sin la clara conciencia de esa destino» (31). El verdadero papel del Estado empieza desde el momento en que se emancipa da la esclavitud administrativa y ve más allá da ella la que tiene que hacer.
El Estado se ocupa también de las necesidades diarias de los ciudadanos. Pero lo necesario no es idéntico con lo esencial. Para vivir es preciso alimentarnos, pero el hombre no ha sido creado con este fin. No es un sencillo anexo del aparato digestivo. La misma distinción debemos tenerla en consideración cuando nos referimos al Estado. En su finalidad última el Estado es creado para servir a los imponderables de una nación. Un Estado afirma su carácter propio su majestuosidad, a través de los servicios que presta a la nación. El Estado empieza a definir su personalidad sólo desde el momento en que logra evadirse de la esfera administrativa y navega sobre el océano da la gran política, donde se entrecruzan, en una acerba lucha, los destinos peculiares de todas las naciones.
Vamos a imaginarnos un Estado cuyo mecanismo administrativo funciona impecablemente y en el que todos los ciudadanos viven felices, es decir, una de aquellas formas ideales de Estado posibles sólo en las diversas utopías que han fascinado a los hombres desde la antigüedad. Si este Estado perfectamente puesto a punto no se reconoce como instrumento de una aspiración nacional con carácter de permanencia, no merece este nombre. Lleva un titulo usurpado. No tratamos con un Estado, sino con una administración de Estado, con una institución que, en lugar de formar parte de un Estado, como es normal, ha hecho suyos los vestigios exteriores del Estado debido a un accidente histórico. El funcionario toma el sitio del hombre político La administración usurpa el Estado y las pequeñeces cotidianas de la vida sustituyen al destino nacional. Cuando los latidos de corazón de una nación no se perciben más que a través del Estado, éste ha cesado de existir.
Los Estados no han aparecido por necesidades administrativas. Para esto, los hombres podían encontrar formas de administración mucho más cómodas, sin tantas obligaciones como les imponen estos Estados, sin el riesgo de perder, a veces, la vida por ellos. El Estado apareció porque la humanidad está dividida en naciones y cada una tiene sus propios problemas para resolver. El Estado es el esfuerzo organizado de una nación para cumplir con su destino histórico.
Todo lo que él emprende, todas las actividades que él desarrolla, todas las restricciones que impone a sus ciudadanos, todos los beneficios que les ofrece; en una palabra, toda la política interna y externa de un Estado halla su suprema justificación. en el imperativo nacional. «La Legión afirma que por encima de los intereses de las personas está la Patria, con todos sus intereses» (32).
Un Estado justifica su conducta sólo cuando cree en la realidad superior de la Patria y actúa de acuerdo con sus aspiraciones permanentes. Para José Antonio, un Estado que no es consciente de su íntima razón de ser no existe de ningún modo (33). «Mas, ante todo, hay que nacionalizar el Estado, dotarlo de prestigio y fuerza» (34). La nacionalización del Estado se realiza cuando el fluido vital de la nación alimenta continuamente su política interna y externa, así como la sangre circula en un organismo biológico. Cuando la savia nacional no circula a través de las instituciones públicas, el Estado cesa de expresar la nación. Es un Estado usurpado por una fuerza extranjera mediante fraude o violencia.
José Antonio y Corneliu Codreanu combaten todas las formas de Estado que no reconocen el primado de la nación en sus manifestaciones. En el siglo XIX venció la idea del Estado liberal. Los partidarios del liberalismo sostenían que el papel del Estado se reduce al mantenimiento del orden dentro de la sociedad. El Estado no ha de intervenir más que cuando este orden es perturbado; por tanto, con función simplemente policíaca. Cuanto menos interviene en los asuntos públicos, tanto mejor cumple con su misión. La política de la nación no entra en las atribuciones del Estado. Es llevada por los partidos políticos. Desde el punto de vista político debe comportarse de una manera neutral. Debe asistir como simple espectador a las luchas entabladas por los partidos políticos. El Estado liberal no cree en nada. No posee convicción y comprensión alguna para la misión histórica de un pueblo.
En el Estado demoliberal hay, sin embargo, algo; hay un elemento que parecería susceptible de representar la totalidad del destino de un pueblo: «la voluntad general, la voluntad soberana de la nación». Pero analizando esta voluntad, analizando su procedencia, su modo de plasmarse, comprobamos que le falta un campo operativo trascendente, que ella no emana de la imagen espiritual de la Patria. «La voluntad soberana» se forma por la recolección de voluntades individuales a base de mayorías. Rousseau el padre del liberalismo político, suprime la nación como entidad histórica, suprime la colectividad nacional actual y no se preocupa más que del individuo. El individuo «soberano», con sus ilimitados derechos, propaga la anarquía en las esferas superiores de la sociedad. El destino histórico de un pueblo cesa de constituir una verdad inmutable un axioma político, llamado a regular en cada instante los actos de gobierno y formar la base de cualquier programa político; este destino se juega cada dos o cada cuatro años en las urnas de votación.
Los dirigentes de un país asumen una triple responsabilidad: ante las generaciones anteriores, ante las presentes y, por fin, ante las que nacerán.
En un Estado liberal estas responsabilidades son sustituidas por «las decisiones del pueblo». Cada dos o cuatro años el pueblo es llamado a decidir, por el sufragio universal, «la política del país». Este modo de gobernar es absurdo, porque la política de un país no se puede hacer más que consultando permanentemente su destino nacional. Este destino no yace en las urnas de votación. Está por encima de cualquier contingencia histórica. Es una forma política apriorística. La gran política, la política leal con el destino histórico de un pueblo no puede ser dejada a la discreción del voto universal.
«El pueblo -afirma Corneliu Codreanu- no se dirige según su propia voluntad: democracia. Tampoco la voluntad de una persona: dictadura; sino según las leyes. No se trata de las leyes elaboradas por los hombres. Hay normas, leyes naturales de vida y normas, leyes naturales de muerte. Las leyes de la vida y las leyes de la muerte. Una nación se dirige hacia la vida o hacia la muerte según sigue unas u otras de estas leyes» (35).
José Antonio deniega al pueblo el derecho de autojustificación de sus propias decisiones. Sus decisiones no son buenas sólo por ser las del pueblo. Una decisión política no es justificada por los que la toman, incluso cuando éstos representan la mayoría del pueblo, sino cuando esta decisión es conforme a la unidad de destino de la Patria, cuando respeta y refleja esta unidad (36).
El pueblo que se presenta a votar no representa la totalidad nacional, que abarca siglos y milenios. Él no encarna algo más que un momento de su existencia histórica. Es un fragmento de la nación y no puede ocupar el sitio de la totalidad nacional.
Si en un momento dado sale de las urnas una mayoría hostil a la nación, hostil a sus intereses permanentes, una mayoría que va tan lejos en su inconsciencia, que no siente repulsión alguna en poner al Estado bajo una tutela extranjera, como hicieron en 1936 los dirigentes del Frente Popular en España, ¿puede pretender aquella mayoría “Ser representante legítimo de la nación? Conforme a la doctrina rusoniana nada se opone en principio a que una mayoría salida de las urnas decrete la enajenación de la soberanía nacional. Según la concepción nacionalista, el pueblo es soberano sólo en la medida en que se integra con la nación eterna y asume su responsabilidad ante el destino nacional. Está sometido a unas normas de vida que te sobrepasan. El sistema democrático de gobernar conduce a un absurdo si no se le aplica el correctivo de la «gran política».
Otro tipo de Estado con carácter antinacional es el Estado rebajado al papel de instrumento de unos intereses de clase o de un grupo. Un partido político -expresión de unos intereses limitados-, una vez llegado al poder, se proclama el único representante de la nación, excluyendo a las demás clases de la vida pública. El Estado de clase o de grupo más conocido hoy día en el mundo es la Unión Soviética, donde una ínfima minoría gobierna desde hace cuarenta años, por medio del terror, contra la voluntad de la mayoría del pueblo ruso y de las demás nacionalidades de este país.
Un Estado que sirve exclusivamente los intereses de una clase deja de ser un Estado nacional, porque cesa de servir a la totalidad del destino de un pueblo. La afirmación histórica de una nación es una empresa colectiva, una unidad de esfuerzo por parte de todos sus miembros. El Estado-clase, oprimiendo a las demás clases, atenta a la seguridad histórica de un pueblo. En vez de concentrar las energías de un pueblo en el sentido único de su historia, los dispersa en luchas estériles. Se falsifica la perspectiva en la cual un pueblo debe desarrollar su actividad. El interés de clase sustituye las permanencias nacionales. «El Estado -dice José Antonio- no puede asentarse sino sobre un régimen de solidaridad nacional de cooperación animosa y fraterna. La lucha de clases, la pugna enconada de partidos, son incompatibles con la visión del Estado» (37). El Estado no es propiedad de ninguna clase y de ninguna agrupación política. El Estado pertenece a la unidad total de la patria que trasciende los intereses actuales de un pueblo, es decir: «que no se mueva sino por la consideración de esa idea permanente de España, nunca por la sumisión a una clase o a un partido» (38).
¿Qué lugar ocupa en el pensamiento de José Antonio y de Corneliu Codreanu el Estado totalitario realizado por el nacionalsocialismo y, en una forma atenuada, por el fascismo, el Estado que absorbe al individuo con el fin, aparentemente noble, de escurarle totalmente en la disciplina nacional?
José Antonio, hablando alguna vez, en los comienzos de su actuación política, de la futura construcción del Estado, emplea la expresión de «Estado totalitario». Un lector no familiarizado con su doctrina, encontrando repetidamente este término, podría imaginarse que la visión del Estado que tenía el Fundador de la Falange no difiere de la de Hitler y de Mussolini. Indagando otros textos tendremos la sorpresa de descubrir que José Antonio declara que es imposible trasplantar a España la experiencia de los Estados totalitarios realizada en Alemania e Italia. Finalmente, la confusión del lector irá en aumento al leer en otras páginas que José Antonio no es partidario del Estado «panteísta», «absorbente» y «totalitario» (39).
Las contradicciones se esclarecen si miramos el conjunto de su pensamiento. «El Estado totalitario», en la concepción de José Antonio, no es idéntico al Estado totalitario realizado en Italia y Alemania. Tiene otro significado, que no se refiere a la forma del Estado: es el Estado que se pone al servicio de la misión de España. Para él, el Estado totalitario no es el Estado que absorbe al individuo, sino el Estado que ha absorbido en sí mismo a la totalidad histórica de España, el Estado que ha entrado en comunión espiritual con la visión histórica de este pueblo. Se refiere, pues, a la plenitud de manifestación del destino nacional en el cuadro del Estado y no a la forma de Estado bajo la cual puede manifestarse en un momento dado esta plenitud. El Estado «totalitario» falangista es el Estado de todos los españoles, de los que viven, de los que desde las tumbas piden que sean recordadas sus gestas y sus sacrificios y también de los que desde las profundidades misteriosas del futuro exigen que no se les deje como herencia una Patria desdichada. La visión de José Antonio y Corneliu Codreanu sobre el Estado es mucho más rica en posibilidades que las realizaciones del fascismo y del nacionalsocialismo en este dominio. Ellos no creen que la nación pueda desarrollar su potencial creador por medio de un Estado que absorba al individuo. La originalidad de su concepto sobre el Estado reside en el hecho de que abarca también la realidad del individuo. Ellos encontraron la ingeniosa fórmula de armonizar las aspiraciones individuales con las del Estado sin que sus realidades específicas sufran limitación alguna. El Estado es un instrumento al servicio de la nación, pero en su construcción, la parte principal recae sobre el individuo. El individuo deja de ser un material inerte en la edificación del Estado y se convierte en su punto dialéctico de creación. He aquí que estos dos hombres calumniados como defensores del panteísmo estatal aceptan la realidad del individuo libre.
Lo esencial es dilucidar la clase de individuo de que se trata. No es el individuo aislado, desprendido de cualquier lazo natural, ajeno a la religión, a la Patria y a la familia, sino el individuo «portador de valores eternos». Estos valores le permiten armonizar su destino con el de la colectividad a la cual pertenece. El Estado no debe coaccionar para que contribuya con su esfuerzo a la lucha de la nación, porque ya él, por su propia iniciativa, en virtud de los valores eternos que aloja en su alma, pondrá su afán creador a la disposición de ésta. Los dos fundadores de movimientos exaltan el papel del individuo en la obra de forjar el Estado. En sus doctrinas, el antagonismo entre el individuo y el Estado desaparece. Tanto uno como otro tienen un punto común de convergencia: la nación. El Estado es un instrumento al servicio de la nación; el individuo encuentra a la nación sobre el eje creador de su vida.
El Estado concebido por José Antonio y Corneliu Codreanu se realiza a través de la libertad creadora del individuo. Cuantos más individuos conscientes de que son «portadores de valores eternos» existan, tanto más sólida será la construcción del Estado.
Para poder servir al Estado de manera eficaz y fiel, el individuo tiene que ser consciente de antemano de los valores eternos de los que él mismo es el depositario. El proceso de autoidentificación del individuo no puede ser realizado sino por una intensiva educación religiosa y política. Los sistemas de gobierno, los programas políticos, los planes para cinco o diez años, las ventajas personales, no pueden cambiar un individuo en un fiel ciudadano.
Corneliu Codreanu y José Antonio han sido varias veces acusados por los partidos políticos que afirmaban que sus ideas sobre la manera de gobernar eran nebulosas, ya que no tenían ningún programa de gobierno. La reacción de los dos jefes de movimiento fué la misma: la principal preocupación de sus movimientos es levantar el nivel político del pueblo entero. El éxito de cualquier programa depende de los hombres que lo aplican. «Por último, nos dicen que no tenemos programa. ¿Vosotros conocéis alguna cosa seria y profunda que se haya hecho alguna vez con un programa? ¿Cuándo habéis visto vosotros que esas cosas decisivas, que esas cosas eternas como son el amor, y la vida, y la muerte, se hayan hecho con arreglo a un programa? Lo que hay que tener es un sentido total de lo que se quiere; un sentido total de la Patria, de la vida, de la Historia, y ese sentido total, claro en el alma, nos va diciendo en cada coyuntura qué es lo que debemos hacer y lo que debemos preferir» (40).
Corneliu Codreanu, a su vez, contesta casi con las mismas palabras: «No he hecho un nuevo programa político, uno más al lado de los otros diez que hay en Rumania, todos perfectos, según sus autores y los partidarios de éstos, y no he mandado a los legionarios pregonarlos en las aldeas, llamando a los hombres para que los adopten y salven el país. Nuestro país está muriendo por falta de hombres, no por falta de programas. Tal es mi opinión. No tenemos que crear programas, sino hombres, hombres nuevos» (41).
José Antonio y Corneliu Codreanu ponen el Estado bajo la autoridad de la nación. A la luz de esta doctrina cambia también el criterio de apreciación de la legitimidad de los poderes públicos. ¿Cuándo se puede afirmar que los actos de un Gobierno no son arbitrarios, que no emanan solamente de la fuerza del Estado, sino que se efectúan en la esfera de la moralidad jurídica?
Cuando se examina la legitimidad de un Estado no debemos juzgar a éste por su forma de gobierno: monarquía, república, oligarquía, democracia, dictadura, régimen autoritario, totalitarismo. Un Estado es monárquico, republicano, democrático, etc., por un accidente histórico. Es conocido el hecho de que un sistema de gobierno que da resultados excelentes para un pueblo, trasplantado en otra parte del mundo arruina a las naciones. El régimen democrático del Occidente importado a los países del Este de Europa se ha convertido en una caricatura política. En el dominio de la forma del Estado no existen recetas universales y, por tanto, el sistema de gobierno de un país no puede servir como elemento justificante de la legitimidad de un Estado. Es carente de sentido, por ejemplo, la afirmación de que solamente las instituciones democráticas conceden el certificado de legitimidad a un Estado. La forma no puede sustituir el fondo: la Constitución de un país no puede ser superpuesta a las realidades nacionales que la han plasmado, pero que también la pueden cambiar.
Las multitudes engañadas por los demagogos esperan el saneamiento de la vida nacional por un cambio de régimen. Ellas creen que al sustituir la monarquía por la república, o un régimen autoritario por un régimen democrático, o al revés, desaparecerán por encanto todos los males que padece la nación. No puede imaginarse un juicio más erróneo. Un cambio de régimen no aporta nada nuevo, ninguna mejoría, si no va acompañado de un cambio en las costumbres políticas y si los nuevos dirigentes de la nación no fijan la marcha del Estado en la dirección de las finalidades nacionales.
Cuando nos planteamos el problema de la legitimidad del Estado, mucho más importante que orientarnos según su forma de gobierno es conocer qué relaciones tiene el Estado con la nación. No debería preocuparnos tanto si el Estado es república o monarquía, si es régimen autoritario o democrático, sino cuál es su temperatura espiritual. ¿Es el Estado un servidor de la nación? ¿Es fiel a su misión histórica? ¿Cumple con abnegación y devoción el. mandato que ha recibido de la nación? Un Estado impecablemente gobernado, un Estado que mostrara unas virtudes administrativas extraordinarias, pero que se apartase de la misión histórica del pueblo al cual pretende representar, no es un Estado legítimo. En este caso el Estado se reduce a una simple administración, porque ha renunciado a su razón íntima de ser y sus ciudadanos no le pueden guardar otro afecto que el que tenemos para un buen hotelero.
En lo que se refiere a la forma del Estado, al régimen político que adopta una nación, las opiniones de los dos fundadores de movimientos empiezan a diferenciarse. Es normal que sea así porque se entra en dominio del accidente histórico. Su visión general sobre el Estado, sobre el papel y las funciones que éste cumple en la sociedad, es la misma; pero el pensamiento de ambos no puede coincidir cuando se desplaza hacia el terreno accidentado de la forma de Estado. La visión general del Estado debe amoldarse a las peculiaridades del lugar y del tiempo. España y Rumania tienen problemas distintos que resolver, relacionados con una multitud de contingencias históricas.
José Antonio rechaza los partidos políticos, a los que considera como creaciones artificiales, como intermediarios inútiles y peligrosos, interpuestos entre la nación y el Estado. Tampoco cree conveniente para España la fórmula del Estado totalitario que anula al individuo. El descubre otro camino para que la energía del individuo se ponga al servicio de la nación. José Antonio ve realizable el restablecimiento de la armonía entre el individuo y la colectividad por medio de las instituciones naturales de convivencia: familia, municipio, corporación. Él llama al Estado alzado sobre estas tres columnas, el Estado Nacional sindicalista. Mediante los Sindicatos, que son elevados al rango de organismos, estatales, toda la población de un país participa en la vida pública (42). El Estado Nacionalsindicalista no es el Estado corporativista que había empezado a experimentar Mussolini en Italia.
Es una creación propia de la Falange y de las J. O. N. S. inspirada en las realidades nacionales españolas.
Con la misma vehemencia Corneliu Codreanu condena a los partidos políticos, a los que considera una plaga para la nación. «Un partido político es una sociedad anónima para la explotación del voto universal... Ellos (los partidos) descuidan los intereses del pueblo y de la Patria, satisfaciendo solamente los intereses particulares de sus partidarios» (43). Los partidos políticos presentan aún otros aspectos negativos. A veces están al servicio de las fuerzas financieras internacionales y pueden sufrir infiltraciones extrañas que de hecho les conviertan en el anexo de unas potencias extranjeras. Pero en la critica que hace de la democracia Codreanu separa la causa de los partidos políticos de la causa de las masas populares. Las masas de un pueblo son infinitamente más honestas y más justas que los partidos en la apreciación de una situación política. Ellas son, por instinto, por inclinación natural, nacionalistas. Siempre que se debata en el seno de la nación una cuestión de gran interés nacional, este instinto infalible determinará que las masas se pasen al lado de aquellos que defienden los derechos de la patria.
José Antonio muestra a las masas populares la misma consideración por un sano sentido de su juicio. La política de los partidos, dice él, «se convierte en un baile de máscaras, y así se va estrangulando el alma popular elemental y fuerte, inclinado a decidir por razones claras» (44).
Las decisiones de un pueblo no son malas por sí mismas, aunque se emplease para su expresión el boletín del voto. Son malas, o se convierten en malas, por las deformaciones que sufren al pasar por las manos de los partidos. En la democracia, la voluntad del pueblo se falsifica en el camino recorrido hasta que llega a encaramarse en las instituciones del Estado.
Una cosa desea la multitud y otra cosa sale del Parlamento y del Gobierno. En líneas generales la multitud quiere dos cosas: ser correctamente gobernada y que el país conquiste un lugar de honor entre las demás naciones. Ella no entiende más que esto. Así se lo dicta el instinto nacional. No se puede exigir a las masas que decidan qué política conviene más al país y cuáles son los mejores dirigentes. Ellas depositan siempre su confianza en aquella agrupación política que le parece dará al país un buen gobierno en el sentido social y nacional. La élite dirigente, a la que incumbe la responsabilidad de decidir sobre la política del país, no puede salir de las urnas. «La nueva élite rumana, así como cualquier otra elite política del mundo, debe tener como base el Principio de la selección social» (45). «Según el principio de la selección social, renovada sin cesar con elementos surgidos de las profundidades nacionales, una élite se conserva vigorosa» (46).
La nación dispone de dos factores creadores: su masa, instintivamente nacionalista, y su élite, conscientemente nacionalista. Para el bien de la Patria sus dos fuerzas sanas deberían encontrarse y colaborar. La elite, cumpliendo con la misión de gobernar, y la masa, siguiendo a los dirigentes.
Esta colaboración natural se ve alterada por la aparición de unos organismos parasitarios, que se han desarrollado en la época moderna gracias al sistema democrático de gobernar. Los partidos políticos usurpan en la vida pública el papel de la élite nacional. Los verdaderos dirigentes de las multitudes son apartados por los jefes de los partidos políticos y la voluntad del pueblo es acaparada y defraudada por estos instrumentos deficientes de, representación nacional. El débil rendimiento que dan la mayoría de las democracias no se debe a las masas populares, culpa que injustamente se les atribuye, sino a los organismos políticos que transforman su voluntad en valores de Estado. Los partidos políticos no sólo falsifican la voluntad de la nación, sino que alteran la manera sana de pensar y de reaccionar de las masas populares. Las multitudes se alejan de la nación por el mal ejemplo que sus dirigentes les ofrecen.
El problema capital de cualquier Estado moderno es el de cómo poder reunir en un esfuerzo común a las masas populares y a la élite nacional, eliminando a estos intermediarios inútiles y peligrosos, como les llama José Antonio, que son los partidos. El nacionalsocialismo y el fascismo resolvieron esta cuestión adoptando la fórmula del Estado totalitario. José Antonio contesta con la fórmula del Estado Nacionalsindicalista. Corneliu Codreanu tiende a solucionar el problema por otro camino. Digo «tiende», porque en lo que a la organización del Estado se refiere, no llegó a la cristalización definitiva de su pensamiento.
Corneliu Codreanu ve en la masa un aliado contra los enemigos de la Patria, enemigos a menudo camuflados en los partidos llamados nacionales. Las masas deben ser conquistadas para la lucha nacional. En tanto que las masas no respondan con firmeza a los llamamientos de la patria, no puede existir victoria; y si se intenta forzar la nota, conquistando el poder por la violencia, la victoria será endeble y no perdurará. Se debe esperar, por consiguiente, que mediante la propagación del movimiento nacional se realice un cambio de mentalidad en las masas a favor de la «gran política». Corneliu Codreanu es contrario a cualquier brusquedad en la evolución política del pueblo rumano. Él no persigue conquistar el poder mediante un complot o un golpe de Estado. «El Movimiento Legionario no puede vencer más que por la realización de un proceso interior, un proceso de consciencia de la nación rumana. Cuando éste alcance a la mayoría de los rumanos, llegando a la perfección, la victoria llegará por sí misma» (47).
El problema inmediato que se plantea es: ¿Cómo se puede comprobar el progreso que ha logrado el proceso de educación nacional en las masas populares? ¿Por el voto universal, por plebiscito o por manifestaciones de masa? Corneliu Codreanu rechaza el sistema de las falsas abstracciones que contiene la filosofía política del «Contrato Social». Pero tiene, sin embargo, una actitud más flexible frente al sistema democrático de intervención de las masas en el Estado, basada en el sufragio universal. No es partidario de la democracia. Hace responsable a la democracia de los sufrimientos del país. Pero no ve inconveniente alguno ni para el movimiento ni para el país en entablar la lucha política en las condiciones previstas por las reglas de juego de la democracia. Al contrario, de este modo tampoco se podrá decir que el movimiento ha ejercido alguna presión sobre las convicciones de las masas populares. Más aún: demostrará a sus adversarios que las masas populares ratifican el programa del movimiento por medio de un procedimiento que ni ellos pueden negar. Hace distinción, pues, entre la filosofía liberal, que debe «ser arrojada completa y definitivamente por la borda», y la técnica democrática de tomar el pulso político de la nación.
¿Qué puede salir de esta lucha en la que el movimiento legionario se enfrenta con los antiguos partidos en el terreno electoral? Corneliu Codreanu contesta, clara y categóricamente, que saldrá la victoria del movimiento legionario. Los viejos partidos no pueden resistir el asalto de las verdades con que interviene un movimiento nacional en la lucha electoral. Las masas populares, guiadas por su infalible instinto nacional, se acercan a aquellas agrupaciones políticas que se destacan por una conducta patriótica intachable. Si tienen que elegir entre dos o más partidos, las masas se inclinan siempre hacia el partido que es más unido a los ideales nacionales. El partido bueno aparta al partido malo en una lucha electoral. Es una ley natural. Los millones de individuos que constituyen las masas son millones de individuos «portadores de valores eternos», y, por tanto, en virtud de este depósito espiritual. existente en el alma de cada uno, sus aspiraciones se orientarán en su mayoría hacia la corriente creadora de vida, así como las plantas dirigen siempre su tallo hacía la luz del sol.
Corneliu Codreanu no cree que es imprescindible abandonar la regla del juego democrático para que pueda vencer un movimiento nacional y fundarse el nuevo Estado. Los antiguos partidos se, agotarán solos por falta de hombres que puedan creer en ellos. El. surgimiento de un fuerte movimiento nacional les hace perder cada día más adeptos, hasta hacer inútil concederle siquiera el beneficio de la más leve persecución política. No será el movimiento el que abolirá los partidos políticos, sino el país mismo, el pueblo. He aquí una declaración de Corneliu Codreanu en el Parlamento: «¿Somos contrarios a la abolición de los partidos o favorables a esta abolición? En este asunto, yo les digo: ¿Quién es el que deberá decidir sobre la abolición de los partidos? ¿Pueden ustedes abolirlos o crearlos? No. Es el pueblo el que debe decidir, es el país hambriento y arruinado... Es una cosa segura, y ustedes, en un régimen democrático, no podrán mantenerse en la jefatura del Estado contra la voluntad del pueblo. (47)
Las masas populares, transfiguradas por la nueva creencia, llevarán el movimiento al Poder al modo como la ola levanta el navío en el mar sin que haga falta atentar contra las normas constitucionales en vigor, basadas en el principio democrático de gobierno. La democracia es un modo infernal para la disgregación de los pueblos cuando todas las agrupaciones políticas que solicitan el voto de las multitudes son del mismo extracto inferior. Pero si la élite nacional logra agruparse en un partido, el paisaje político del país cambia radicalmente. El régimen de incuria de los partidos políticos no se puede perpetuar, porque ha aparecido en la vida pública una agrupación política que representa a la familia nacional en su totalidad.
Las mismas formas constitucionales y los mismos principios permiten luego la convocación de una Asamblea Constituyente, que puede, en virtud del mandato recibido de la nación, revisar la Constitución en el espíritu del destino nacional. Corneliu Codreanu no excluye siquiera el momento en que, siguiendo el mismo camino, es decir, sin precipitar la evolución política del pueblo rumano, se llegará a una unanimidad nacional alrededor de un movimiento político y en torno a un jefe. La oposición se reducirá a una expresión inofensiva, no por medidas de fuerza, sino por su inactualidad. Tal forma de Estado no es ni la democrática ni la de una dictadura. Se trata de una nueva forma de Estado, que únicamente un movimiento nacional puede realizar y que no puede durar más del tiempo en el cual se mantiene un ambiente de «ecumenicidad nacional» (48).
La teoría de Corneliu Codreanu se comprobó en Rumania. Después de diez años de lucha con los antiguos partidos políticos, el credo legionario conquistó a todo el país Si no se hubieran suspendido las elecciones del mes de marzo de 1938, el movimiento hubiera obtenido una mayoría aplastante. El Movimiento falangista hubiera llegado a iguales resultados espectaculares si las circunstancias le hubiesen permitido continuar su existencia legal.
Los viejos partidos políticos se dan cuenta de que en una lucha electoral no pueden competir con una agrupación nacionalista. Entonces ellos mismos violentan la situación política del país, estableciendo una dictadura o una legislación excepcional, medidas de las cuales han acusado siempre a los movimientos nacionales en la eventualidad de la llegada de éstos al poder. En Rumania, en la víspera del triunfo de la Guardia de Hierro, los antiguos partidos políticos abandonaron provisionalmente la escena política para permitir la instauración de la dictadura del rey Carol, cuya misión principal fue el aniquilamiento de la Legión. En España, la corriente falangista en aumento determinó a los dirigentes del Frente Popular a salir de la legalidad, suprimiendo la existencia de esta organización, hacia la cual se dirigían las esperanzas de todas las fuerzas vivas de la nación.
No carece de interés mencionar también el hecho de que en este dominio de la forma del Estado, en el cual las peculiaridades del pensamiento son inevitables, encontramos, sin embargo, puntos de enlace entre las concepciones de los dos fundadores de movimiento. Así, Corneliu Codreanu ve al nuevo Estado edificado «sobre el primado de la cultura nacional, sobre el primado de la familia y el de las corporaciones obreras» (49).
Exigencias que corresponden exactamente a la imagen del Estado nacionalsindicalista. En el pensamiento de José Antonio la función creadora del binomio masa-élite aparece claramente expresada: «Los pueblos que han encontrado su camino de salvación no se han confiado a confusas concentraciones de fuerzas, sino que han seguido resueltamente a una minoría fervientemente nacional, tensa y adivinadora. En torno a una minoría así puede polarizarse un pueblo ... », (50). También él subraya el poder de atracción que ejercerá la Falange sobre el pueblo en competencia con los viejos partidos. Estas agrupaciones, dice José Antonio, «se vaciarán de su juventud, que vendrá a nosotros» (51). Encontramos también en José Antonio ciertas indicaciones, ciertas posibilidades abiertas para una convivencia de la Falange con los antiguos partidos políticos. El declara que solamente contestará con la violencia cuando se emplee la violencia para destruir el Estado nacional, pero no la empleará para oprimir a la oposición.
Él irá siempre por el camino del orden legal para conquistar el Poder y rechazará cualquier idea de conspiración o golpe de Estado (52).
El nuevo Estado, el Estado de la revolución nacional, no puede aportar ninguna novedad, ninguna mejoría ningún impulso creador en la vida de la nación, si se limita solamente a la reforma de las instituciones. En este caso, toda la «renovación» se reduciría a un cambio de personas en los sillones ministeriales. Se marcharán los malos y vendrán otros iguales. En las nuevas instituciones deben dominar nuevas costumbres políticas. Las opiniones de Corneliu Codreanu y José Antonio coinciden también en este punto: «El nuevo Estado -dice Corneliu Codreanu- no se puede basar solamente en la concepción teórica del derecho constitucional. El nuevo Estado supone, en primer lugar, y como elemento indispensable, un nuevo tipo de hombre. No se puede concebir un nuevo Estado con hombres llenos de pecados antiguos.»
«El Estado es un simple traje que viste el cuerpo de la nación. Podemos confeccionar un traje nuevo, lujoso, caro, pero no servirá de nada si viste un cuerpo agotado, destrozado por gangrenas morales y físicas» (53). Las declaraciones de José Antonio no difieren: «¿Qué nos importa el Estado corporativo, qué nos importa que se suprima el Parlamento, si esto es para seguir produciendo con otros órganos la misma juventud cauta, pálida, escurridiza y sonriente, incapaz de encenderse por el entusiasmo de la Patria, y ni siquiera, digan lo que digan, por el de la Religión?» (54). «Nosotros no satisfacemos nuestras aspiraciones configurando de otra manera el Estado. Lo que queremos es devolver a España un optimismo, una fe en sí misma, una línea clara y enérgica de vida común» (55).
El Estado no será mejor o peor según el esplendor de las instituciones que lo constituyan, sino según el grado de conciencia cívica de sus ciudadanos. El individuo «portador de valores eternos» es el tesoro más valioso del Estado nacional.

V
LAS CLASES SOCIALES

A unidad de la nación está permanentemente amenazada por una serie de fuerzas de tendencia centrífuga: los partidos políticos, las corrientes regionalistas y las clases sociales. De todas estas fuerzas susceptibles de convertirse en un peligro para la existencia de la nación, cuando se corrompen y degeneran, las mayores perturbaciones son provocadas por la lucha de clases. La importancia que ha adquirido esta lucha en nuestros días no se debe a la enorme masa obrera que apareció en cada nación como consecuencia del proceso de industrialización del mundo entero, sino especialmente al desplazamiento de su centro de gravedad. La lucha de clase ya no se desarrolla hoy día dentro de las fronteras de un país, sino que es explotada por un movimiento con carácter internacional, el comunismo, cuya meta final. es la dominación de toda la tierra.
José Antonio reconoce que la crítica hecha del liberalismo político por el socialismo es justa. El Estado democrático no ampara al ciudadano en el campo de la competencia económica. Este tipo de Estado se contenta con proclamar la libertad del trabajo y de todas las relaciones económicas; pero no se preocupa de la condición particular de cada ciudadano, de su resistencia económica, del capital con el cual entra cada uno en esta lucha. En un Estado demoliberal, el obrero se encuentra en iguales condiciones de trabajo que una persona poseedora de una fortuna inmensa. De esta lucha desigual, el obrero está condenado a salir permanentemente derrotado. En la teoría, el obrero puede emplearse donde le parezca y en las condiciones que él crea aceptables para sus propios intereses; pero en la práctica se convierte en esclavo de aquellos que poseen el capital. El hambre, la falta de medios económicos, le obligan a aceptar el primer empleo que se le ofrece.
La libertad de que goza el obrero en el sistema económico capitalista es ilusoria. En realidad, esta libertad no beneficia más que al capitalista. El obrero no tiene recurso alguno para defenderse contra aquellos que poseen los medios de producción. Una retribución justa para su trabajo le está prohibida. Como subraya José Antonio: «El obrero aislado, titular de todos los derechos en el papel, tiene que optar entre morirse de hambre o aceptar las condiciones que le ofrezca el capitalista, por duras que sean» (56). En esta lucha, el Estado demoliberal no interviene. Es una cuestión que no entra dentro de sus atribuciones. El liberalismo político ofrece al obrero derechos y libertades, pero lo abandona a la explotación económica del capitalista.
El capitalismo es responsable en las épocas de prosperidad de la proletarización de la nación, y cuando está agotado por alguna crisis, los daños los pagan siempre los obreros. Las fábricas cierran sus puertas, y millones de hombres quedan sin trabajo. Los proletarios bajan así un peldaño más en la escalera social: se convierten en parados.
La justicia social se ha convertido en un imperativo de nuestros días. El problema social no se puede ni ignorar ni falsificar. Existe una clase de hombres que viven en la miseria, en la periferia de las grandes ciudades, y están buscando una vida mejor.
Una de las soluciones del problema es la indicada por el marxismo. Esta doctrina sostiene que la emancipación económica de la clase obrera no se puede efectuar más que en el plan internacional. La injusticia social desaparecerá del mundo solamente por el esfuerzo común de todas las clases explotadas, de todos los países. Los obreros deberían unirse en un frente común contra un enemigo de clase, el único y lo mismo en todos los países. Para tener éxito en su lucha, ésta tiene que extenderse al mundo entero. El proletariado victorioso edificará entonces, sobre las ruinas de los Estados actuales, el imperio mundial de la justicia social, que el comunismo pretende representar de manera exclusiva.
La lucha de clase no es un fenómeno específico de nuestra época. Aparece en el mundo junto con la Historia junto con la organización de la sociedad política. La innovación que aporta el marxismo consiste en sacar la lucha de clase del cuadro nacional y ponerla bajo un mando internacional. Según su doctrina, los obreros del mundo entero estarían enlazados los unos a los otros por intereses mucho más poderosos que aquellos que les unen a sus países. El hecho de pertenecer a una clase sería mucho más importante que el de pertenecer a una nación; el obrero de una nación estaría mucho más cerca, política y espiritualmente, al obrero de otra nación que a su propio connacional de otro origen social. La Humanidad tendría una fisonomía distinta de la que conocemos hasta ahora: en toda la extensión de la tierra estaría constituida por una clase poseedora y la clase de los explotados. Las naciones no serían más que variedades secundarias del género humano.
El comunismo provoca una escisión artificial entre lo nacional y lo social. Desplaza la clase social del cuadro de la nación y la trata como si fuera un organismo mucho más importante que las naciones. Procede como si, arrancando el corazón y los pulmones de un organismo biológico, se pretendiese que toda la vida se resume en ellos y que pueden vivir aislados. Bajo el pretexto de introducir un nuevo orden social, de hacer justicia a las víctimas del capitalismo, se atenta a la integridad misma de las naciones. El hombre es reducido al estado de un animal social. El ideal comunista es el de una Humanidad amorfa, en la cual estaría apagado hasta el recuerdo de una vida nacional.
Corneliu Codreanu, José Antonio y todos los nacionalistas del mundo eligen otro camino para solucionar el problema obrero. Ellos se oponen con todas sus energías a esta solución abominable, obra de un cerebro demente o satánico. Para realizar la justicia social no es imprescindible hacer volar al aire todas las instituciones del pasado. El camino de las reivindicaciones obreras no pasa obligatoriamente por encima del cadáver de la Patria. Es tan absurdo -decíamos en otro trabajo- como si se pretendiese que prendiendo fuego a una casa se arreglase una puerta o una ventana estropeada. La injusticia social indica el mal funcionamiento del organismo nacional. Es suficiente restablecer su buen funcionamiento para que la injusticia social desaparezca. La mejoría del nivel de vida de la clase obrera se puede realizar perfectamente respetando los límites nacionales. Nada nos obliga a sacrificar la Patria. Es absurdo que, a causa de un grupo de individuos anárquicos e irresponsables que detentan los medios de producción y rehusan hacer justicia al obrero, aniquilemos los esfuerzos milenarios de un pueblo.
La Patria está por encima de las reivindicaciones sociales. Ella representa el sentido histórico de la existencia del hombre. Una revolución social no puede venir desde fuera. Ella debe efectuarse sobre la plataforma de la nación. Sólo la nación tiene el derecho de hacer revoluciones. Cuando interviene una fuerza extranjera en una acción revolucionaria, se atacan los derechos de la nación y se es infiel a la misma revolución; y los que se sirven de dicha fuerza para destruir el orden interno no son más que traidores de la Patria. Los partidos comunistas, que están a las órdenes de una potencia extranjera, no son partidos nacionales. Por eso, un Estado consciente de su misión sólo puede tratarlos como a un ejército extranjero invasor del territorio nacional.
«No permitimos a nadie -dice Corneliu Codreanu respecto a este asunto- que levante sobre la tierra rumana otra bandera que la de nuestra historia nacional. Por grande que sea la razón de la clase obrera, no le es lícito levantarse por encima y contra las fronteras de nuestro país. No admitirá nadie que por tu pan arrases y entregues en manos de una nación extranjera de banqueros y usureros, todo lo que fue ahorrado por los esfuerzos dos veces milenarios de una estirpe de trabajadores y de valientes. Tu justicia dentro de la justicia de la estirpe. No se admite que para tu justicia destruyas la justicia de tu nación» (57).
Comentando la revolución de Asturias, del mes de octubre de 1934, José Antonio subraya que su gravedad reside especialmente en la intervención de una potencia extranjera. Los soldados que han ahogado aquella revolución no han defendido el orden burgués, como afirmaban los partidos conservadores, sino las permanencias de España, amenazadas por el marxismo. Admira el valor de los mineros de Asturias y deplora al mismo tiempo que se han dejado engañar por los agentes de la internacional comunista: «No empleéis vuestro magnífico coraje en luchas estériles. Haced que os depare, además de la justicia y el pan, una Patria digna de vuestros padres y de vuestros hijos» (58).
La lucha obrera para un porvenir mejor es legitima cuando se mantiene dentro del cuadro nacional. Todo el que se asocia con una potencia extranjera -no importa el motivo de su lucha- infringe la disciplina nacional y la reacción de un Estado consciente de su misión es inevitable. Pero esta norma debe regir para todas las clases sociales. La clase poseedora es igualmente antinacional cuando invoca a la Patria, a la tradición, a la autoridad, al interés nacional, sólo para defender su propio interés de clase, prolongando un régimen social injusto. Atrincherándose al amparo de la autoridad del Estado, en posiciones económicas privilegiadas, la clase adinerada impulsa a las masas a caer en el pecado de rebelarse contra su propia Patria. Esta clase tiene una gran responsabilidad en la orientación extranacional de las fuerzas obreras. Cuando los dirigentes de un Estado hacen un llamamiento a los sentimientos patrióticos del obrero para respetar el régimen de solidaridad nacional, no se pueden sustraer ellos mismos de este deber. La Patria no puede tener significados distintos según las diversas clases de ciudadanos que la constituyen.
Corneliu Codreanu condena aquella clase de obreros que en nombre de la justicia social se levantan contra su propia Patria, pero con la misma vehemencia se dirige también contra todos los que abusan del poder que detentan en el Estado para mantener una organización económica injusta: «Pero tampoco admitiremos que al amparo de las fórmulas tricolores -refiriéndose a la bandera nacional- se instale una clase oligárquica y tiránica a costa de los obreros de todas las categorías y les despelleje literalmente, pregonando sin cesar los nombres de Patria -a la que no quiere-, de Dios -en el que no cree-, de la Iglesia -en la que no entra nunca - y del Ejército -al que envía a la guerra sin armas» (59).
José Antonio niega a los partidos burguesesconservadores el derecho a erigirse en defensores de los valores espirituales de la Patria cuando al amparo de grandes palabras encubren intereses de clase: «Las derechas invocan. grandes cosas: la patria, la tradición, la autoridad ... ; pero tampoco, son auténticamente nacionales... Si las derechas, (donde todos estos privilegios militan) tuvieran un verdadero sentido de la solidaridad nacional, a estas horas ya estarían compartiendo, mediante el sacrificio de sus ventajas materiales, la dura vida de todo el pueblo. Entonces sí que tendrían autoridad moral para erigirse en defensores de los grandes valores espirituales. Pero mientras defienden con uñas y dientes el interés de clase, su patriotismo suena a palabrería; serán tan materialistas como los representantes del marxismo» (60).
La clase capitalista -especialmente los poseedores del gran capital financiero- dañan también a la nación, de otra forma. Su tendencia es desplazar el centro de gravedad de sus negocios fuera de las fronteras del país. «El gran capitalismo es internacional -dice José Antonio-; «cuando recibe un golpe en un país, cubre las pérdidas con lo que en otros países gana» (61). Al no poseer una residencia fija, el gran capital no puede tener apego a ninguna nación. El capital financiero no tiene Patria. Emigra de un país a otro y crea constantemente a su favor una red de intereses que se sobreponen a los intereses de los distintos países. «Llega el momento -afirma Corneliu Codreanu- en el cual los partidos políticos no representan más la nación, sino los intereses de la finanza internacional (62). A semejanza del comunismo, el gran capital rompe el cuadro de la nación, creando estructuras supranacionales y antinacionales.
Advirtiendo el doble peligro que representa para los intereses de la nación el gran capital financiero, José Antonio preconiza una serie de reformas destinadas a reintegrarlo al control del Estado nacional. Sus adversarios, pertenecientes a los partidos burgueses-conservadores, lo atacan de una manera cobarde. Lo acusan de tendencias bolcheviques. Corneliu Codreanu sufrió las mismas invectivas por parte de los partidos políticos, porque pedía que el país se asentase sobre una base socialeconómica más justa (63).
José Antonio da a sus calumniadores una réplica magistral. Primero se pregunta ¿qué es el bolchevismo? Es una actitud materialista frente a la vida. En último análisis, el bolchevismo significa la materialización de la vida, la extirpación en el alma de los pueblos de todo lo que representa un residuo espiritual: Religión, Patria, Familia. El antibolchevismo no puede ser más que la posición desde la cual se mira el mundo bajo el signo de lo espiritual Bolchevique -concluye José Antonio- «lo es todo el que aspira a lograr ventajas materiales para sí y para los suyos, caiga lo que caiga; antibolchevique es el que está dispuesto a privarse de goces materiales para sostener valores de calidad espiritual (64). Los representantes del mundo capitalista, que encuentran su suprema satisfacción en la acumulación de fortunas superfluas, son los partidarios de la interpretación materialista del mundo y, como tales, los compañeros de los bolcheviques y verdaderos bolcheviques. «Y con un bolcheviquismo de espantoso refinamiento: el bolcheviquismo de los privilegiados» (65). El estado nacionalsindicalista se apoyará sobre el trabajo y derrumbará el mito de oro que sofoca a España y a los españoles.
Corneliu Codreanu ostenta la misma reacción frente al bolcheviquismo disfrazado bajo otras formas de materialismo: «No negamos, y no negaremos nunca, la necesidad de la materia en el mundo, pero negamos y negaremos siempre su derecho al dominio absoluto. Atacábamos, pues, a una mentalidad en la cual el becerro de oro era considerado como el centro y el sentido de la vida. La única fuerza moral, en los primeros tiempos de nuestra acción, la hemos encontrado en nuestra fe, inquebrantable, en que solamente apoyándonos en la armonía originaria de la vida -subordinación de la materia al espíritu- venceremos las adversidades y llegaremos a la victoria en contra de las fuerzas satánicas, coligadas para destrozarnos» (66).
La tajante réplica de José Antonio no es una polémica baladí. Se refiere a una situación real. El criterio recomendado por él para diagnosticar la infección bolchevique dentro del organismo nacional conserva su intacta validez en la actualidad. El mundo occidental se halla tan intoxicado por el marxismo, que no se da cuenta que ha llegado a pensar en categorías marxistas; no se da cuenta de que ha consentido que toda la lucha se desarrolle en el plano ideológico del adversario. Al materialismo marxista no se le opone hoy día una actitud espiritual, sino que se le contesta con otra afirmación materialista de principios, con otra clase de materialismo.
Si se hiciera una encuesta entre los hombres políticos del Occidente, preguntándoles en qué residen las divergencias entre el Este y el Oeste, la mayoría no dudaría en afirmar que en la base de aquéllas se halla la distinción de estructura económica entre los dos bloques: la sociedad de tipo capitalista se enfrenta con la sociedad de tipo comunista. Este juicio tiene sus orígenes en la dialéctica materialista de la Historia. Quien afirma que la lucha se da entre el capitalismo y el comunismo, acepta implícitamente la tesis marxista, que explica todos los acontecimientos históricos por los cambios que se efectúan en el sistema de producción de la sociedad. El Occidente se distinguiría en su constitución política del bloque comunista sólo porque la forma de producción es otra. Las diferencias de orden político son provocadas por la infraestructura económica distinta de estos países. No son las libertades humanas que se enfrentan con la esclavitud, no es la Iglesia que se enfrenta con los que quieren arrancar a Dios de las almas, no son los pueblos que se enfrentan con el imperialismo soviético, sino que toda la lucha se reduce a un conflicto entre dos sistemas económicos.
Nos hallamos delante de una formidable operación de desvío ideológico en favor del comunismo. Contentándose con la explicación servida por el enemigo, el Occidente se expone a los más grandes peligros, porque pierde de vista la parte esencial de la lucha en que se ha comprometido. Los objetivos del comunismo son mucho más profundos que la implantación de un nuevo orden económicosocial. La lucha entre los dos sistemas económicos constituye sólo una faceta, una cortina de humo detrás de la cual se ocultan intenciones mucho más terribles. Lo que realmente debe preocuparnos en el comunismo es el impulso satánico de esta revolución. El Estado soviético es una proyección total del mal en la Historia. Nada de lo que hoy día forma los fundamentos de la vida humana quedaría en pie, en la eventualidad de una victoria comunista total en el mundo. Todos los valores multimilenarios que han asegurado hasta ahora el equilibrio en la sociedad humana -la Religión, la Nación, la Propiedad, la Familia, el Derecho, la Moral, la Persona humana-, todos están destinados a desaparecer asesinados por los partidarios de la ideología marxista.
Los verdaderos anticomunistas no se sitúan sobre una posición materialista, no hacen el juego a los adversarios declarándose los defensores de un sistema económico contra otro sistema económico. «Nosotros somos también anticomunistas -dice José Antonio-, pero no porque nos arredre la transformación de un orden económico en que hay tantos desheredados, sino porque el comunismo es la negación del sentido occidental, cristiano y español de la existencia» (67).
Corneliu Codreanu también ve en el comunismo, ante todo, una calamidad de orden moral y espiritual: «El triunfo del comunismo en Rumania significaría: supresión de la Monarquía, disolución de la Familia, desaparición de la propiedad privada y la pérdida de la libertad. Significaría nuestro despojo de todo lo que forma el patrimonio moral de la Humanidad y, al mismo tiempo, la pérdida de todos los bienes materiales» (68).
El marxismo no es un sistema económico-social. Es la negación total del hombre. Tiende a la extirpación del alma humana, de los más profundos y sacros vestigios de espiritualidad y de vida libre. José Antonio ha presentado en expresiones estremecedoras la vida de infierno que prepara el comunismo a la Humanidad: «Si la revolución socialista no fuera otra cosa que la implantación de un nuevo orden en lo económico, no nos asustaríamos. Lo que pasa es que la revolución socialista es algo mucho más profundo. Es el triunfo de un sentido materialista de la vida y de la Historia; es la sustitución violenta de la Religión por la irreligiosidad; la sustitución de la Patria por la clase cerrada y rencorosa; la agrupación de los hombres por clases, y no la agrupación de los hombres de todas las clases dentro de la Patria común a todos ellos; es la sustitución de la libertad individual por la sujeción férrea a un Estado que no sólo regula nuestro trabajo, como un hormiguero, sino que regula también, implacablemente, nuestro descanso. Es todo esto. Es la venida impetuosa de un orden destructor de la civilización occidental y cristiana; es la señal de clausura de una civilización que nosotros, educados en sus valores esenciales, nos resistimos a dar por caducada» (69).
Para evitar la caída de la nación bajo el dominio del comunismo, no es suficiente proclamarse uno anticomunista, aunque quisiéramos comprender bajo esta denominación lo que es justo que se entienda: la lucha por la defensa de la civilización cristiana. Frente a una creencia, a una mística, que ha logrado convertirse en el polo de atracción de las masas obreras, no se puede oponer una negación. El ideal comunista sólo puede ser combatido con éxito oponiéndole otro ideal, otra creencia, otra mística que sobrepuje en intensidad a la mística comunista. Sólo un movimiento político dotado con una fuerza de atracción superior a la agitación comunista puede reintegrar a los obreros en el seno de la Patria. Todo el problema de la lucha anticomunista en un país libre se reduce en el fondo a lo siguiente: encontrar una fórmula política dinámica que arranque a los obreros del ambiente marxista y les convierta en militantes de la nación. «La única solución -afirma José Antonio- es que estas fuerzas proletarias pierdan su orientación internacional o extranacional y se conviertan en una fuerza nacional que se sienta solidaria de los destinos nacionales» (70).
Los antiguos partidos políticos no tienen fuerza para reintegrar a las masas obreras en la nación, porque ellos mismos defienden intereses de clase. Mediante este egoísmo de clase alimentan los conflictos sociales y provocan la deserción de los obreros del frente nacional. Al asalto marxista, ellos no pueden oponer otra cosa que una actitud de inmovilidad política, funesta no sólo para los partidos, sino para la nación entera. No son capaces de una movilización de las energías nacionales contra el comunismo, porque no están iluminados por una gran fe. Les falta el ímpetu y la generosidad. Sólo los movimientos nacionales pueden oponer a la aspiración revolucionaria del comunismo otra aspiración revolucionaria capaz de llenar la grieta operada en el edificio de la nación. Sólo ellos pueden realizar la síntesis entre lo social y lo nacional, porque sólo ellos se dirigen al país desde el centro de interés de la nación entera. Un movimiento no representa intereses subalternos; no une su destino a una clase o a un grupo de individuos; abraza los intereses de todas las clases sociales.
Los dos fundadores tratan el problema obrero desde un punto de vista superior a la lucha de clases. Para ellos lo social no es más que un aspecto de lo nacional. La separación entre las dos nociones es artificial. Siendo las clases sociales subdivisiones de la nación, las dificultades de convivencia entre ellas se eliminan buscando la solución en función de las necesidades del organismo entero. La lucha de clases modifica completamente su carácter si se enfoca desde la perspectiva de la nación. La nación no tiene ningún interés en que una parte de sus miembros vivan en la miseria, ya que -dice Corneliu Codreanu- «la nación encuentra apoyo igual entre los ricos y los pobres» (71). La elevación del nivel de vida de la población no es sólo una cuestión de justicia social. Es una cuestión nacional. Sólo cuando se salva a las masas de la miseria y de la ignorancia, el genio de un pueblo se puede desarrollar en su plenitud. Su base de creación se ensancha abarcando también las filas anónimas de la población.
El interés de la nación es que desaparezca la plaga de los sufrimientos materiales. La pobreza constituye un peso muerto en la lucha diaria que sostiene la nación para realizar su destino. Una nación azotada siempre por el hambre y por faltas materiales es una nación encadenada. No se puede emancipar de las necesidades cotidianas para consagrar sus energías a la cultura y a la historia. La justicia social es un derecho del individuo, derivado de la mera pertenencia a una comunidad política. Las aspiraciones de los obreros se integran en la aspiración total de la Patria. «El bienestar de cada uno -dice José Antonio- de los que integran el pueblo no es interés individual, sino interés colectivo, que la comunidad ha de asumir como suyo hasta el fondo, decisivamente. Ningún interés particular justo es ajeno al interés de la comunidad» (72).
José Antonio y Corneliu Codreanu piden que sea sobrepasada la lucha de clases en nombre de una realidad que abarca los intereses de todos. Tanto la clase obrera como la clase adinerada son culpables ante la nación, porque los unos como los otros tienen la tendencia a subordinar la nación a sus intereses de clase. Pero la nación tiene sus fines propios, independientes de los fines individuales, independientes de los fines de partido y de los fines de las clases que la constituyen.
Todas estas categorías sociales deben dar primacía a los intereses de la nación, que, a su vez, les tomará a todos bajo su protección. Ella cuida de los intereses de todos como si se tratara de sus propios intereses. Debe cesar la rivalidad entre el patrono y el obrero para dejar sitio a su cooperación en el conjunto de la producción nacional. De la absurda lucha entre el patrono y el obrero no puede aprovecharse más que el comunismo. Los patronos serán desposeídos de sus bienes y los obreros serán despojados de su libertad para ser rebajados a esclavos del capitalismo de Estado, tal como ha ocurrido en todos los países que han caído bajo la dominación comunista.
¿Cómo pueden ser convencidas las clases sociales para que renuncien a sus egoísmos y se integren en la comunidad nacional? La tarea no es fácil. Sus intereses representan algo vivo, concreto, palpable, mientras que la nación representa algo muy lejano, una imagen vaga, que sale fuera de las preocupaciones comunes de la vida. El impulso para la confraternidad sólo puede venir cuando se actualiza el destino histórico de la nación Sólo cuando se proyecta sobre la pantalla de la conciencia nacional una gran misión histórica, las clases se desprenden de su egoísmo, y tanto el rico como el pobre están dispuestos a hacer sacrificios por la Patria. Al impulso destructivo del marxismo hay que oponer el impulso creador de la nación. Para atraerse a las masas populares hay que infundirles el sentido nacional de la existencia bajo una forma accesible a su comprensión y a su imaginación. Sólo la visión del destino nacional puede salvar la integridad de la Patria. A las masas se les debe insuflar el gusto de las grandes realizaciones históricas. Entonces serán fieles a la Patria, entonces olvidarán sus sufrimientos y serán capaces de sacrificios ilimitados. Las masas no exigen lo imposible de sus dirigentes. Sólo piden que su esfuerzo tenga un sentido, que sea realizado en provecho de la comunidad nacional.
Lo social y lo nacional no pueden fusionarse más que bajo el techo de la Patria espiritual. La aspiración total de la nación debe convertirse en la aspiración de la clase obrera. Solamente por el empeño de la nación entera en una empresa colectiva se puede superar la lucha de clases. «Contra la anti-España roja sólo una gran empresa nacional puede vigorizarnos y unirnos. Una empresa nacional de todos los españoles. Si no la hallamos -que sí la hallaremos, nosotros ya sabemos cuál es-, nos veremos todos perdidos» (73). «No cabe convivencia fecunda, sino a la sombra de una política... que sirva únicamente al destino integrador y supremo de España» (74).
Supongamos ahora que mediante un feliz conjunto de circunstancias lográramos organizar una base humana de existencia para el pueblo entero. Esta conquista de orden económico y social no defiende a una nación del peligro de su desintegración. La justicia social no crea automáticamente buenos ciudadanos y buenos patriotas. El motivo es bien conocido y se relaciona con la psicología del hombre. Las necesidades materiales del hombre tienden a aumentar infinitamente. Nunca se dará por satisfecho con lo que posee. Siempre verá injusticias cuando compare su situación material con la de las personas mejor situadas que él. En vano buscaremos la paz social sólo en la satisfacción de las necesidades materiales, por generosa que sea la actitud de la nación hacia el individuo. Para que la justicia social no se transforme en una fuente continua de descontentos, debe ser realizada con vistas a un fin más alto: La armonía total en el seno de una nación «no puede surgir sino de la comunidad de ideales», dice Corneliu Codreanu (77).
La pasión de poseer se aplaca y el alma se serena cuando la vida del hombre está anclada en una realidad que pueda disminuir el interés por los bienes materiales. José Antonio sintetiza esta posición en la siguiente proposición: «Por eso la Falange no quiere ni la Patria con hambre ni la hartura sin Patria: quiere inseparable la Patria, el pan y la justicia» (78).
Es un grave error creer que el obrero sólo tiene por aspiración la de ser bien retribuido. No se le puede integrar en el Estado ni se le puede conquistar para la nación, por excelentes que sean las condiciones materiales que se le ofrezcan. Esto no basta para satisfacer sus aspiraciones. En Francia, en Italia, en otros países, los obreros gozan de un alto nivel de vida. Viven como pequeños burgueses; tienen unos salarios superiores a los funcionarios del Estado y, sin embargo, su adhesión al partido comunista continúa siendo elevada. ¿Cómo se explica este fenómeno? Ahora no es la miseria la que empuja a los obreros hacia el comunismo. ¿Qué es entonces? ¿Qué les determina a perpetuar su enemistad hacia la nación?
El obrero quiere algo más que un trozo de pan. Quiere salir de la categoría de paria de la sociedad y ser considerado como un ciudadano igual a los demás ciudadanos. Quiere convertirse en un miembro respetado de la comunidad política y en esta calidad, que se le resuelva también la cuestión de su existencia material. La falta de consideración con que es tratado por las demás clases sociales le hiere más profundamente que la falta de un pan mejor.
Para el obrero, el Estado representa un instrumento de represión social, que defiende los intereses de la clase explotadora. El obrero quiere que el Estado se convierta en una casa abierta para todos, en la cual pueda ser recibido con su parte de responsabilidad, de derechos y de beneficios. «Hay que tratar la cuestión profundamente y con toda sinceridad -dice José Antonio- para que la obra total del Estado sea también obra de la clase proletaria. Lo que no se puede hacer es tener a la clase proletaria fuera del poder» (79).
Corneliu Codreanu pide que el obrero sea elevado a la dignidad de ciudadano: «El Movimiento Legionario dará a los obreros algo más que un programa, algo más que un pan más blanco, algo más que una cama mejor. Dará a los obreros el derecho de sentirse dueños de su país, igual que los demás rumanos. El obrero andará con paso de amo, no de esclavo, en las calles llenas de luces y de lujo, donde hoy no se atreve a alzar su mirada. Por primera vez sentirá el gozo, el orgullo de ser amo, de ser el amo de su país» (80).

VI
EL INDIVIDUO

La libertad de la persona se ve amenazada desde dos direcciones distintas: por un lado, las corrientes ideológicas que atribuyen a la libertad personal un sentido anárquico, erradicando al individuo de la colectividad, y por otro lado, las corrientes totalitarias.
Las primeras reconocen al individuo una posición absoluta dentro de la sociedad y dentro del Estado. El individuo es soberano sobre sus actos, sobre todos sus actos, incluso sobre aquellos que afectan a la vida de la colectividad. En el laboratorio individual se plasman las naciones y se decide su porvenir. Conforme a la filosofía liberal, cualquier organismo social nace del juego mecánico de las voluntades individuales. Por encima del individuo no existe nada importante. Ninguna norma limita su voluntad soberana. En su última consecuencia, la teoría democrática lleva al anarquismo.
Las doctrinas totalitarias vulneran la libertad individual por el otro extremo. Despojan al individuo de cualquier participación personal en la vida colectiva. Se le exigen continuamente servicios, trabajos, prestaciones, impuestos para el bien del Estado, pero sin cointeresar nunca su personalidad. El individuo es tratado como un material humano que no tiene otra finalidad que la de ajustarse a los moldes del Estado. No es tomada en cuenta de ninguna manera su opinión. Dondequiera que se mueva tropieza con el Estado. El Estado lo es todo; penetra incluso en el pensamiento intimo del individuo.
El Estado totalitario por excelencia es el Estado soviético. En Rusia el individuo es tratado como una pieza de máquina. Es un «robot» que sólo se distingue de los robots mecánicos por ser construido de una materia menos resistente. La inteligencia misma del hombre soviético es desarrollada sólo hasta el nivel de comprender la especialidad en la cual trabaja.
José Antonio atribuye a los Estados totalitarios nacionalistas circunstancias atenuantes. Es un intento desesperado, heroico, de una minoría para restablecer la armonía entre el individuo y la colectividad. Es un esfuerzo violento para impedir que el proceso de disgregación social llegue a consecuencias funestas para la nación, esfuerzo que se sostiene en la mayoría de los casos por la tensión genial de un hombre. José Antonio considera el Estado totalitario nacionalista como una solución transitoria, encaminada a dejar sitio más tarde para una fórmula que reconsidere la posición del individuo (81).
Entre el Estado totalitario nacionalista -con -sus defectos característicos a cualquier Estado de este tipo- y el Estado totalitario comunista existe, sin embargo, una enorme diferencia. Mientras los Estados totalitarios nacionalistas fueron creados para servir a la nación, los Estados totalitarios comunistas persiguen un objetivo diametralmente opuesto: fueron fundados para destruir las naciones, para desarraigar al individuo de su pueblo y perseguirle como «portador de valores eternos». Los totalitarios nacionalistas creen que para la salvación de la nación está permitido usar todos los medios, aunque algunos impliquen graves restricciones para la libertad del individuo. El Estado, dicen ellos, puede emplear incluso brutalidades para aplastar la voluntad de los individuos cuando los intereses de la nación están en juego.
El edificio político concebido por José Antonio y Corneliu Codreanu se levanta sobre otros principios que los de los Estados totalitarios. Ellos descubren una tercera posición ideológica, que evita los peligros de la falsificación de la vida colectiva que representan las dos soluciones extremas: el anarquismo democrático y el totalitarismo. Ellos descubren el punto de conciliación entre la idea de la libertad y la de autoridad en el mismo individuo.
La persona humana no es una célula que se ordene de por sí en un conjunto orgánico, ni un átomo o un grano de arena, partículas destinadas a agruparse en agregados sin manifestar oposición alguna. La persona humana es una realidad del espíritu y por tener este origen no puede ser tratada de otra manera que respetando su libertad interior. Es lo que hace decir a José Antonio: «La dignidad humana, la integridad del hombre y la libertad son valores eternos e intangibles» (82).
A su vez, Corneliu. Codreanu subraya que el Movimiento Legionario, en su estructura íntima, no es un movimiento de masas. La educación de los legionarios persigue la creación de un «hombre nuevo», el cual tiene que desarrollarse por un trabajo interior, por sus propios esfuerzos y convicciones. El Movimiento no hace más que ofrecer al individuo un ambiente educativo que puede avudar al desarrollo de las componendas de valor de su alma. «La piedra angular de la Legión es el hombre, no el programa político. La reforma del hombre, no la reforma de los programas políticos (83). En este hombre nuevo tienen que resucitar todas las virtudes del alma humana, todas las cualidades de nuestra raza» (84).
Según vemos, esta doctrina no enfoca el papel del individuo en la sociedad de una manera completamente distinta a la del «contrato social». Los dos fundadores consideran al individuo como unidad fundamental de la sociedad. Ellos discrepan del pensador ginebrino cuando establecen la identidad del individuo. ¿Qué es el individuo? ¿Un átomo social, un solitario en el mundo, libre de establecerse donde quiere en el espacio humano, entrando en una y en otra combinación según sus caprichos? Ellos sustituyen la imagen de este «caballero errante» de la vida social por el individuo de la libertad creadora. La libertad de que, goza el individuo no es un impulso anárquico. La verdadera libertad es un afán creador, que lleva al individuo por las cimas de la Historia, de la cultura y del espíritu. El individuo se realiza a sí mismo, es decir, se convierte en persona humana sólo cuando sigue su vocación interior y esta vocación le determina a entrelazar permanentemente su destino particular con el destino de su nación y el de la Humanidad entera.
Indagando en su propio ser, el individuo descubrirá que posee una estructura más compleja de la que parece al primer examen interior. Es poseedor de un patrimonio espiritual mucho más vasto que su yo psicológico. El individuo es «portador de valores eternos». El patrimonio espiritual del individuo se compone de su familia, de la comunidad nacional a la cual pertenece y de sus relaciones con la divinidad. Alberga en su alma un mundo que le supera como persona solitaria. No es una existencia pasiva que sólo se llena de contenido en contacto con el acontecimiento. No se convierte en algo en el curso de su vida. Es algo desde el momento en que hace su aparición en el mundo, es «un modo de ser en el mundo», que sólo utiliza lo exterior como ocasión para afirmarse y desarrollarse. La realización del individuo significa la puesta en valor de la totalidad de su dominio espiritual. En la medida de su desarrollo se desarrollarán también la familia, la Patria, la Iglesia y la religiosidad de un pueblo. La libertad individual es necesaria para dar ocasión a que se manifiesten sus fuerzas creadoras. Se cometería un pecado contra la creación entera si se oprimieran estas fuerzas La verdadera libertad es la libertad creadora, es la libertad que se alza por encima del individuo físico, abarcando el universo entero. Dios no dejó la libertad para que el individuo la gaste locamente, sino para que los valores eternos que en él viven lleguen a resplandecer. El individuo se halla integrado en una perspectiva creadora universal y colabora con Dios en la obra de la creación entera. «Cuando se logre eso -dice José Antonio- sabremos que en cada uno de nuestros actos, en el más familiar de nuestros actos, en la más humilde de nuestras tareas diarias, estamos sirviendo, al par que nuestro modesto destino individual, el destino de España y de Europa, y del mundo, el destino total y armonioso de la creación» (85).
El eje creador del individuo pasa por la nación y finaliza en Dios. Estas son las principales estaciones de la vida. Como ser histórico debe ayudar a la realización de su nación en el sentido de las leyes divinas y como ser metafísico debe prepararse para el reino de Dios. Corneliu Codreanu define en los términos siguientes la relación existente entre el individuo, la nación y las finalidades últimas de la Historia:.
«El individuo en el cuadro y al servicio de la nación.»
«La nación, en el cuadro y al servicio de Dios y de las leyes de la Divinidad» (86).
Existe un orden natural que el. individuo no puede infringir sin anular sus propios afanes creadores. «El hombre tiene que ser libre, pero no existe libertad sino dentro de un orden», observa José Antonio (87).
Al desaparecer el antagonismo entre el individuo y la comunidad nacional desaparece implícitamente el antagonismo entre el individuo y el Estado, porque el Estado no es más que un instrumento al servicio de la nación. La originalidad del pensamiento de José Antonio y Corneliu Codreanu radica en el hecho de que elimina la lucha entre el individuo y el Estado sin sacrificar la sustancia de ninguna de estas dos realidades. En su doctrina, esta conciliación se realiza por la identidad del fin perseguido. El individuo y el Estado está al servicio de la misma causa. La misión histórica de un pueblo -el título de justificación del Estado- coincide con la aspiración realizadora del individuo. El destino nacional representa una meta común, tanto para el individuo como para el Estado. «Hay una salida justa y fecunda para esta pugna -explica José Antonio- si se plantea sobre bases diferentes. Desaparece este antagonismo destructor en cuanto se concibe el problema del individuo frente al Estado, no como una competencia de poderes y derechos, sino como cumplimiento de fines de destinos. La Patria es una unidad de destino en lo universal y el individuo el portador de una misión peculiar en la armonía del Estado. No caben así disputas de ningún género; el Estado no puede ser traidor a su tarea, ni el individuo puede dejar de colaborar con la suya en el orden perfecto de la vida de la nación (88). «El individuo tendrá el mismo destino que el Estado» (89).
El conflicto entre el Estado y el individuo sólo puede aparecer cuando uno o los dos factores en presencia no son conscientes de su misión; cuando el Estado no se reconoce como servidor de las aspiraciones nacionales o el individuo ha perdido el contacto con la visión creadora de su vida.
La integración del individuo en el Estado se efectúa desde arriba hacia abajo, desde el plano de la nación. El Estado no representa un fin en sí mismo: es un valor instrumental. Es una norma, un conjunto de instituciones mediante las cuales la nación cumple con su misión histórica. En el Estado nacional el individuo reconoce su propia aspiración. Se siente como en su casa. Todo lo que se le exige es un acto de servicio para su nación. El Estado no hace más que reunir los esfuerzos de los individuos para soldarles en una energía unitaria. La multiplicidad de destinos individuales, unidos en el sentido de la Patria, constituyen el Estado.
La libertad personal sólo tiene sentido cuando se emplea para liberar del alma individual el fondo de valores eternos. Se respeta la dignidad del individuo cuando se reconoce su participación en la creación de una obra que sobrepase su efímera existencia. La integridad espiritual del individuo se mantiene mientras no se separa del destino nacional y de Dios. Un individuo sin Patria y sin Dios es un individuo mutilado espiritualmente. Ha desertado del ambiente creador de la vida, y se ha ahogado en el torbellino de la negación y de la inexistencia.
A la luz de esta concepción los actos que por parte del Estado se exigen al individuo pierden su carácter opresivo y se convierten en actos de servicio. El acto de servicio se distingue del acto efectuado mediante una coacción porque en su ejecución se compromete la responsabilidad del individuo. Este acto es a la vez un acto de realización para su propia persona. El individuo iluminado por una gran fe sabe que sirviendo al Estado participa en una gran empresa colectiva y que la gloria de esta empresa también recae sobre él. «Sólo es grande -afirma José Antonio- quien se sujeta a llenar un sitio en el cumplimiento de una empresa grande» (90).
El destino del individuo no desaparece en la estructura del Estado. Si hay algo que absorbe al individuo no es el Estado, sino la grandeza del fin hacia el cual aspira conjuntamente con todos sus connacionales. El máximum de libertad, el máximum de dignidad e integridad espiritual coincide con el máximum de sacrificios que se hacen para la colectividad y para Dios. La personalidad del individuo alcanza lo sublime cuando cumple con pasión y arrojo una misión en el cuadro de la misión general del Estado.
La disciplina colectiva es necesaria porque sólo a través de ella se puede asegurar la unidad del esfuerzo nacional. Si una nación quiere realizar algo grande en la Historia es imprescindible que se someta a una disciplina rigurosa. «Hay dificultades -dice Corneliu Codreanu- que solamente una nación enteramente unida, obedeciendo a un solo mando, puede vencer. No existe victoria sin unidad. Y no existe unidad sin disciplina. La disciplina es el más pequeño de los sacrificios que un hombre puede aceptar para la victoria de su nación. Si la disciplina es una renuncia, un sacrificio, ella no humilla a nadie. Porque todo sacrificio engrandece, no rebaja» (91).
El espíritu de sacrificio de que da muestra el individuo cuando se somete al Estado y junto con éste camina por el sendero de los grandes destinos universales, tiene sus raíces en el amor. «El sentido entero de la Historia y de la política -dice José Antonio- es como una ley de amor.» Sólo mediante el amor puede el individuo llegar a un entendimiento total de su existencia y a la aceptación serena de los sacrificios que le exige el Estado nacional. El amor es la cualidad fundamental del alma humana. Dios la plantó en las almas, y sólo aprovechándonos de este vehículo podemos subir hacia las esferas superiores de la Creación. Tomando como base de partida el testimonio del Apóstol San Pablo, que afirma que el amor lo es todo, Corneliu Codreanu indica que todas las virtudes «tienen sus raíces en el amor: tanto la fe, como el trabajo, el orden y la disciplina» (92).
El tipo superior de disciplina es el que se logra mediante el amor. El movimiento legionario rumano ha sido acusado a menudo de «totalitarismo» porque funciona sobre la base de la disciplina y jerarquía. Quien se familiariza con el modo de actuar del movimiento se da cuenta de que la disciplina y la jerarquía no tienen el sentido monolítico que les atribuyen los adversarios. No constituyen en sí mismos el último fundamento de la organización. Se acomodan a la libertad interior del individuo. La disciplina sólo existe cuando es libremente consentida. Cuando un legionario cumple una misión cualquiera no lo hace bajo el imperio de una coacción, sino impulsado por una convicción. No se somete a un mandato, sino que participa con su propio esfuerzo a la realización de unos valores que sobrepasan su propia persona. La comunidad legionaria es una comunidad de hombres libres. La disciplina legionaria muere cuando en el alma se extingue la magia de los valores eternos. «Allí donde no hay amor -dice Corneliu Codreanu - no hay vida legionaria. Mirad un momento esta vida legionaria y entenderéis lo que nos une a todos, a los grandes con los pequeños, a los pobres con los ricos, a los viejos con los jóvenes» (93).

VII
LA POLÍTICA NACIONAL

No existe una noción más alterada ni más suplantada por falsas interpretaciones que la de «política». Probablemente por hallarse en la boca de todos, su verdadero sentido se ha desgastado hasta la desfiguración. Los espíritus cultos la miran con repugnancia. Un hombre que quiere crear algo en la vida, no pierde el tiempo con la política. Es un charco de vulgaridad, un juego infame de intereses.
Esta especie de política, indudablemente, merece el desprecio de todos. Si la política se reduce solamente a un hacer y deshacer alianzas de intereses individuales, claro está que todo su sentido se desgasta en este juego. Esta política sólo la pueden hacer los individuos carentes de escrúpulos. La falta de lealtad en las relaciones entre los individuos se convierte entonces en norma suprema de cualquier acción política. El carácter, la línea recta de manifestación de un individuo, la moralidad pública, constituyen una carga demasiado pesada para la realización de una carrera política. Lo que interesa en esa política es mantener vivo el juego que alimenta las ambiciones de los partidarios por intrigas, golpes prohibidos, maniobras mezquinas y otros medios de la más repugnante especie.
El juego de intereses individuales representa una especie degenerada de la política que sólo se manifiesta en épocas de decadencia nacional. La política, en su verdadero sentido, es todo lo que puede ser más opuesto a esta interpretación. La verdadera requiere un sacrificio permanente por parte del individuo. Un hombre político debe considerarse llamado a velar por los intereses de todos, y esta misión no la puede cumplir sino despojándose de cualquier interés personal.
La verdadera política «la gran política», como la llama José Antonio, para distinguirla de su variante degenerada, está al servicio de la nación. Es un acto de servicio en provecho de la comunidad nacional. La política constituye el conjunto de los medios que elabora la nación para cumplir su misión histórica. Para que exista una política los dirigentes de in Estado deben precisar previamente el objetivo que persigue la nación en la época en que ellos viven. La política se relaciona continuamente con este objetivo, mide las distancias que la separan de él y se acerca a él etapa por etapa. No es un objetivo efímero, un objetivo de temporada, sino que es un objetivo que absorbe el esfuerzo de una o más generaciones. La política crea y maniobra fuerzas, en relación con las oportunidades existentes para alcanzar el objetivo establecido. Un Estado que no fija su objetivo y no se mueve en su dirección no posee ninguna política. Tal Estado vegeta simplemente. No vive.
La gran política representa al mismo tiempo una gran pasión. Un dirigente político debe vivir compenetrado con las finalidades nacionales. Un escéptico, un indiferente, un hombre falto de valor espiritual no puede convertirse en dirigente político. La política es una obra entusiasta, desinteresada.
La tensión interior del individuo que se consagra a la política no depende de su temperamento. Es el tono vital de la nación que se transmite al que interpreta su destino. Quien ha descubierto el itinerario histórico de la nación se siente invadido por sus caudales de energía. Quien no ha hecho esta experiencia no puede convertirse en un dirigente político. «Toda gran política -dice José Antonio- se apoya en el alumbramiento de una gran fe» (94). Corneliu Codreanu emplea una expresión análoga: «Los legionarios son los hombres de una gran fe, por la cual siempre están prontos a sacrificarse» (95).
¿Por qué es preciso que en el alma de un dirigente político se produzca esta intensa emoción nacional, este desencadenamiento fanático de las convicciones? Porque él actúa sobre las masas populares. Para atraerlas a una empresa colectiva debe encenderlas con el calor de su propia alma. Las masas no son capaces de descubrir el ideal nacional. Se incorporan a este ideal si sus dirigentes políticos se lo revelan. La responsabilidad de los individuos que se manifiesta en el primer plano de la política es enorme, afirma José Antonio. «De ahí la imponente gravedad del instante en que se acepta una misión de capitanía. Con sólo asumirla se contrae el ingente compromiso ineludible de revelar a su pueblo -incapaz de encontrarlo por sí en cuanto masa- su auténtico destino» (96). También Corneliu Codreanu piensa que la multitud es incapaz de descubrir por sí misma las leyes de la verdadera dirección política. «Si la multitud no puede entender o entiende con dificultad algunas de las leyes de inmediata necesidad para su vida, ¿cómo puede alguien imaginarse que la multitud, que en la democracia debe conducirse a ella misma, podrá comprender las más difíciles leyes naturales, podrá intuir las más finas y las más imperceptibles de las normas de dirección humana, normas que la sobrepasan, que sobrepasan su vida y sus necesidades, normas que no se refieren directamente a ella, sino a una entidad superior, la nación?» Su conclusión: «Un pueblo no se conduce por sí mismo, sino por su élíte» (97).
Las multitudes no son refractarias a una gran empresa histórica. En un Estado oscuro, el ideal nacional yace también en sus almas. Pero las multitudes se encuentran demasiado encadenadas por lo cotidiano para poder contemplar el porvenir lejano de la Patria. Por eso hace falta la existencia de una élite dirigente o de un gran jefe político. Oyendo su palabra, las multitudes se estremecen. Oyen la voz de su propia consciencia. Los depósitos aluvionarios de la vida cotidiana están revueltos por la lava que sube de las profundidades. «Este contacto con la nación entera -dice Corneliu. Codreanu- está lleno de emoción y de estremecimiento. Entonces las multitudes lloran» (98). José Antonio reconoce también «la calidad religiosa, misteriosa, de los grandes momentos populares» (99).
La imagen del hombre político es completamente diferente de la que nos ofrecen los partidos políticos. En él se ha apagado cualquier huella de interés personal. Es un sacrificado permanente. Cuida de la felicidad de todos. Toda su vida se encuentra modelada por el ideal, convirtiéndose en una actitud, en una escultura, en un estilo de vida. La función del hombre político se asemeja más a las funciones religiosas que cualquier otra profesión. Según José Antonio, es la más alta magistratura de la tierra, la más noble de las funciones humanas. «De cara hacia fuera -pueblo, historia-, la función del político es religiosa y poética. Los hilos de comunicación del conductor con su pueblo no son ya escuetamente mentales, sino poéticos y religiosos. Precisamente, para que un pueblo no se diluya en lo amorfo -para que no se desvertebre-, la masa tiene que seguir a sus jefes, como a profetas (100). Hay movimientos - dice Cornelin Codreanu- que poseen más queun programa: tienen una doctrina, tienen una religión» (101). Religión, no en el sentido de que la verdad nacional sustituya a la verdad religiosa, sino en el sentido de que entre las masas y los jefes se establece una relación de expresión mística, como explica José Antonio, «por proceso semejante al del amor».
Conociendo ahora el encadenamiento de las ideas de José Antonio y de Corneliu Codreanu, podemos reconstruir, con su ayuda, la arquitectura política del Estado nacional.

EL DESTINO NACIONAL

Al hablar de la reorganización del Estado, José Antonio emplea en un discurso una expresión extraña: «Nosotros tenemos que volver a ordenar a España desde las estrellas» (102). Un hombre político «realista» sonreirá leyendo estas líneas. Pensará que se trata de una palabra de efecto pronunciada en el acaloramiento de un mitin electoral. En realidad, todo lo que dice José Antonio, aunque hable delante de unos hombres sencillos, emana de un juicio político profundo.
¿Qué quiere decir José Antonio con la expresión «ordenar a España desde las estrellas?» Quiere decir integrar al Estado en el plano del destino nacional, conducirle conforme a las pulsaciones históricas de la nación. «Existe una línea en la vida de una nación -dice también Corneliu Codreanu-, y la primera ley que ha de seguir esa nación es la de moverse sobre la línea de este destino, cumpliendo con la misión encomendada» (103).

EL OBJETIVO HISTÓRICO

El destino nacional no es un valor circunscrito, localizado. Es una fórmula general de manifestación, aplicable en toda la vida y a toda la vida de un pueblo. El destino nacional constituye la metafísica del Estado. En esta forma no representa más que una visión, un estado de espíritu. Desde el punto de vista político es inutilizable. Debe venir el dirigente político para precisar el aspecto actual del destino nacional. ¿Qué metas concretas persigue un pueblo en una cierta época? Desde lo metafísico se desciende a lo político de la Historia, a una época histórica. La tensión espiritual de un pueblo se descarga en un ideal nacional. Su misión histórica en el mundo se acota, se fragmenta tomando el color de la época. Se define en relación con lo especifico de una época, convirtiéndose en una misión histórica cualquiera, con un nombre y un contenido exacto, con una dirección concreta de realización.
Si un pueblo no ha realizado su unidad nacional y vive diseminado en varios Estados, el ideal hacia el cual tiende este pueblo es el de reunir los fragmentos de la nación bajo un mando político único. Su destino en aquel instante es el de cumplir el ideal de la unidad nacional. Si un pueblo es esclavizado por otro pueblo, todas sus energías de vida se gastarán para liberarse de la dominación extranjera. El pueblo rumano no puede tener hoy otro ideal que el de romper el yugo comunista. La libertad y la unidad nacional son las primeras aspiraciones históricas de un pueblo. Solamente cuando un pueblo ha conquistado su independencia política y ha reunido bajo la misma bandera a todos sus hijos, empieza su historia propiamente dicha. Hasta este momento no ha hecho más que luchar para crearse una plataforma histórica, una base que le servirá para lanzarse a lo largo del mundo. Las luchas por la emancipación política de una nación no representan más que la fase infantil de su historia. Sólo después empiezan sus primeras hazañas históricas.
Una vez que la nación ha cuajado políticamente debe afianzarse a lo largo de la historia. Este momento es extremadamente peligroso. Puede derrumbarla como puede engrandecerla. Todo depende del ideal que elige, de la justa interpretación que un dirigente político dé al destino nacional.
Un ideal ennoblece a una nación cuando, conjuntamente con la gloria que ha conquistado para sí, aporta un servicio a la humanidad entera. Un ejemplo clásico lo aporta la conquista y la cristianización de América por parte de los españoles. Hay pueblos que sólo han brillado por su gloria militar, sin dejar nada constructivo detrás de ellos: los hunos, los tártaros, los turcos.
¿En qué dirección ve José Antonio que debiera realizarse hoy día España? ¿Qué rumbo histórico hay que darle? ¿Cuál sería su verdadera misión en la época moderna, después de superar la fase de las dificultades internas? Por el sendero de los grandes destinos universales él indica como objetivo para España la misión espiritual en el mundo hispánico, que es una comunidad de naciones libres, con un rumbo histórico solidario al servicio de la civilización cristiana. Las generaciones actuales tienen la misión de asegurar la preponderancia espiritual de España entre las naciones creadas por su impulso y sus sacrificios. Hoy día no hay tierras para conquistar, puntualiza José Antonio, ni se trata de volver por caminos torcidos a ejercer una hegemonía política en estos países (104). Lo espiritual tiene posibilidades de afirmación que no menoscaban la soberanía de estas naciones: la compenetración en el amor, la ayuda desinteresada por parte del pueblo español a estas naciones para que ellas, mismas lleguen a definir su propio centro de gravedad.
Después de un cuarto de siglo desde que José Antonio indicó de nuevo al pueblo español el camino de los conquistadores, comprobamos que esta empresa se ha convertido en una empresa de interés agudo para el mundo entero. En efecto, el comunismo mundial gasta anualmente cantidades inmensas de dinero y lanza hacia la América hispánica millares de agentes adoctrinados en las escuelas de Moscú, intentando acaparar a estas naciones para los fines de su revolución. Estos pueblos se encuentran en un gran peligro, porque no han tenido el tiempo necesario para forjar su personalidad. ¿Quién les puede ayudar a resistir a la subversión comunista? El único país que les puede ayudar a oponerse con éxito a estas infiltraciones nocivas en América del Sur es España, porque este país no tiene ni intereses económicos que defender ni alberga deseos de conquistas territoriales, ni amenaza la independencia política de estos países. España les puede ofrecer una ayuda de mucho más valor que cualquier ayuda material: un armazón espiritual. Si España no está presente en este continente, en el vacilo espiritual que allí se ha producido, lo invadirá el comunismo.

LA JUSTICIA SOCIAL

Una empresa histórica supone un esfuerzo total de la nación. No se puede realizar una misión universal con una nación desgarrada por luchas internas. Si los miembros de una nación luchan entre sí por intereses de clase, no tendrán ni el tiempo ni la energía necesarios para consagrarse a los grandes objetivos históricos.
Corneliu Codreanu y José Antonio no han pedido una profunda reforma del sistema económicosocial existente sólo con el fin de ofrecer una vida mejor al obrero. La cuestión de satisfacer los intereses materiales de esta clase juega un papel importante en su pensamiento, pero no es lo esencial. Ellos tienden, en primer lugar, a liberar estas fuerzas de las preocupaciones cotidianas y empeñarlas por el camino de los grandes destinos históricos. El problema social debe ser resuelto para valorar todas las energías de la nación y asegurar su unidad de esfuerzo. Con otras palabras, para elevar el nivel político del país.
El obrero debe tener una participación activa en el Estado, en plan de igualdad con los otros miembros de la nación. La misión del Estado nacional requiere que en su territorio se encuentre una masa acomodada de ciudadanos, que no estén obsesionados y absorbidos cada día por los problemas de la existencia. Sólo un ciudadano libre -y éste es el que tiene asegurado lo mínimo para la existencia- puede abarcar con la mirada los horizontes lejanos de la Patria. José Antonio y Corneliu Codreanu condenan los Gobiernos que tratan a los obreros como ciudadanos de segunda categoría. El Estado, cuando asegura una vida digna y humana, «no lo hace como limosna, sino como cumplimiento de un deber» (105).

EL FRENTE ECONÓMICO DE LA NACIÓN

La exacerbación de la lucha de clases hasta convertirse en peligro para la integridad de la nación es la obra de los enemigos de la Patria. El verdadero frente económico de la nación abarca a todas sus fuerzas productivas: patronos, técnicos, funcionarios de empresa, inventores, obreros. En este frente entran también los recursos financieros de que disponen los ciudadanos de un Estado. La misión natural de todas estas energías humanas es la de unir su talento y sus riquezas y de cooperar en la producción, formando, bajo la vigilancia del Estado, un bloque sólido de intereses económicos nacionales.
La verdadera lucha económica se desarrolla entre el capital nacional y las aves de rapiña del capital internacional. Para resistir a la presión del capital internacional, la clase poseedora debe cointeresar en la producción a los obreros. Sin esta solidaridad con los obreros, la clase acomodada se verá empujada en el dilema de ingresar en la casta de los banqueros internacionales, traicionando así a su Patria, o bien perderlo todo a causa de las agitaciones sociales. El obrero empujado hacia la periferia de la sociedad se dirigirá entonces a los comunistas para que se le haga justicia.

LA REVOLUCIÓN NACIONAL

«Se necesita la revolución -dice José Antonio - cuando al final de un proceso de decadencia, el pueblo ha perdido ya, o está a punto de perder, toda forma histórica» (106). Un pueblo pierde toda forma histórica cuando ha perdido el contacto con su alma metafísica. Apartándose de su línea de vida, dentro de su cuerpo empiezan a obrar los fermentos de la disgregación. Al alterarse el cimiento que une a todos los miembros de una nación -su destino histórico-, ésta se convertirá en un agregado amorfo. El proceso de autodestrucción sólo puede ser parado por un salto a otro orden. Esta transición de un orden antiguo en descomposición a una nueva estructura política, económica y social, se llama revolución.
Una revolución se corona con el éxito solamente si cumple con estas dos condiciones:
- Reponer la nación sobre el camino universal de los grandes destinos.
- Asociar las masas a esta empresa común, reorganizando la economía nacional sobre bases más justas.
Una revolución nacional afecta de manera igual los dos frentes de la nación: el frente interior y el frente exterior. Una revolución tiene una cara dirigida hacia la Historia y otra hacia las realidades internas de la nación. Todas las revoluciones que han tenido lugar hasta ahora en España han sido incompletas, acentúa José Antonio, «en cuanto ninguna sirvió, juntas, a la idea nacional de la Patria y a la idea de la justicia social» (107).
Pero la revolución no es revuelta, advierte José Antonio. El cambio por violencia del antiguo orden social no constituye más que su aspecto preliminar. La verdadera obra revolucionaria empieza en el momento en que el vacío político existente comienza a llenarse con el «nuevo orden». La transición, desde una situación a otra, no se puede conseguir sino con orden: «La revolución bien hecha, la que de veras subvierte duramente las cosas, tiene como característica formal «el orden» (108). El tumulto revolucionario debe cesar lo antes posible, para que sobre las ruinas del antiguo Estado se levante la arquitectura política nueva.

EL EJÉRCITO EN EL ESTADO NACIONAL

En condiciones normales de existencia del Estado, el Ejército tiene que quedar apartado de las luchas entre los partidos. Su principal misión es defender la tierra patria. El Ejército es un instrumento de la política exterior de un país. Pero cuando la lucha política interior sale del común, amenazando los cimientos mismos del Estado nacional, el Ejército tiene que tomar posición.
El Ejército es una institución consagrada de manera exclusiva a las permanencias de una nación. Cuando un régimen respeta estas permanencias, el Ejército no puede tener motivos de descontento nacional y de revuelta. Pero cuando el Estado se ha destacado de la nación y ha llegado a ser un instrumento de perturbación del destino nacional, el Ejército tiene el deber de intervenir. Él tiene que elegir entre la nación y los enemigos de la nación. Las nociones normales de orden y disciplina militar están superadas en un tal momento. El Ejército tiene que quebrantar el cuadro de la disciplina formal para entrar en el de la disciplina nacional. Al Ejército incumbe la misión de reconquistar el Estado nacional, afirma José Antonio. «En presencia de los hundimientos decisivos, el Ejército no puede servir a lo permanente más que de una manera: recobrándolo con sus propias armas» (109).
El levantamiento del Ejército español contra el régimen comunizante del Frente Popular en 1936, bajo el mando del general Franco, ha sido una necesidad histórica. Sin este acto de «indisciplina», el Estado nacional español habría dejado el puesto al Estado soviético número dos.
Cuando, frente al movimiento popular de septiembre de 1940, el rey Carol de Rumania ha pedido al ejército que disparara contra la multitud amenazadora en la plaza del palacio real, los comandantes del ejército no han obedecido la orden real. Consideraban que por sus crímenes y por sus errores políticos, había perdido el derecho de presidir los destinos de la nación. La dictadura del rey Carol habla tenido un carácter antinacional. Como el Frente Popular de España, deseaba someter el Estado rumano a fuerzas extranjeras, y, para poder realizarlo, intentaba aniquilar a todos aquellos que se oponían a tal plan.

LA POLÍTICA EXTERIOR

La política exterior de un Estado nacional tiene que respetar siempre los intereses fundamentales de la nación. Cualquier alejamiento de este principio la falsifica. Cada acuerdo, convenio, tratado, cada participación en un organismo internacional tiene que perseguir la creación de óptimas condiciones para el desarrollo histórico de la nación.
La política exterior es una proyección del destino nacional. Está siempre determinada por este destino. Tiene que preparar el porvenir de la nación, evitar los peligros apenas entrevistos en el horizonte.
La política la exterior pide la máxima atención por parte de los gobernantes, en vista de las consecuencias lejanas en el tiempo que puede traer cada acción en este dominio.
La política exterior es la utilización de las oportunidades en la perspectiva de las permanencias nacionales.

EL FONDO Y LA FORMA

José Antonio y Corneliu Codreanu hacen distinción entre el contenido del Estado y las formas que fijan ese contenido, entre su aspecto exterior y la vida que lo llena. Un Estado no se justifica por el sistema de gobierno que ha adoptado, sino por el espíritu que anima y controla sus actividades.
En lo que a la forma del Estado se refiere, no existen reglas universalmente valederas. Cualquier Estado auténtica se desarrolla en la vida misma de la nación, así como la concha que lleva el caracol se plasma de su propia sustancia. Cada pueblo tiene un estilo peculiar en la construcción del edificio estatal, expresión de su originalidad creadora en el dominio política. Por eso ninguna forma estatal es transmisible como tal. Un Estado extranjero puede servir como objeto de estudio para los dirigentes de una nación. El puede intervenir en la construcción de otro Estado sugiriendo una idea, un detalle arquitectónico, una técnica administrativa; pero si se intentase imitarle exactamente, se violentaría el modo de ser de la nación. El Estado de importación nunca llega a soldarse perfectamente con el ser de la nación. Es como un traje hecho a la medida de otros individuos. Dará lugar a un Estado híbrido que deformará las aspiraciones de la nación respectiva.
El Estado nacionalsindicalista pertenece con título de exclusividad a España. Este Estado puede contribuir con ciertas ideas a la organización política de otros países, pero no puede ser imitado. Una sola cosa tienen en común los movimientos de integración nacional con referencia a la forma del Estado: cualquier régimen político que se adopte debe tener como base la idea de la solidaridad nacional. Suponiendo que este régimen de solidaridad nacional se pudiese realizar en un pueblo dentro de la democracia, su doctrina no tendría nada que objetar. Sus bases no se alteran, si se respeta el principio arriba mencionado (110).

VIII
EL SENTIDO DEL NACIONALISMO

Toda doctrina política que reconoce la primacía de la nación en la organización del Estado es una doctrina nacionalista, a pesar de que no se afirme de modo expreso este principio.
Los más intransigentes nacionalistas del mundo son los judíos Pero nunca se verá a este pueblo poner de manifiesto una profesión de fe nacionalista. Solamente después de haber fundado un Estado nacional se ha podido comprobar cuán sincera era su actitud: el nacionalismo sionista ha rebasado en intensidad a todos los demás nacionalismos. Frisa en el exceso, adoptando como base del nuevo Estado la idea del exclusivismo racial. La doctrina hitleriana, condenada en todo el mundo, ha resucitado en el Estado de Israel.
El nacionalsindicalismo y el nacionalismo de los legionarios rumanos se mantienen dentro de los límites del buen sentido. Ni en José Antonio ni en Corneliu Codreanu descubriréis estallidos de odio racial ni tendencias imperialistas. El chauvinismo y el imperialismo son sucedáneos degenerados del nacionalismo. José Antonio habla a sus contemporáneos de »la vocación imperial de España», pero subraya al mismo tiempo que con este lema él entiende una empresa de orden espiritual, una competencia con otras naciones en el campo espiritual y cultural (111). Corneliu Codreanu habla también de una misión rumana en el mundo, pero, igual que José Antonio, pone el acento sobre las realizaciones del espíritu. Las naciones, dice, no deben comportarse, en relación con otras naciones, según el instinto animal, según la ley de los brutos o de las fieras del bosque. La principal misión de un pueblo en la Historia es la creación cultural. Él sitúa la cultura por encima de la Historia: «Una nación vive en la eternidad por sus conceptos, su honor y su cultura» (112). La historia de un pueblo no se justifica más que en la medida en que crea un ambiente favorable a su expansión espiritual y cultural.
El patriotismo no es una manera de pensar, subraya José Antonio. Es «una manera de ser». Nadie nos enseña a ser rumano, español, francés, alemán. Uno lo es. El sentido de la Patria no es un invento de nuestros tiempos. No es una adquisición reciente del espíritu. Bajo una forma latente y primitiva ha existido desde que existe la Historia. En la época moderna ha crecido solamente su auditorio. En el pasado sólo una reducida parte de un pueblo era consciente de las verdades nacionales. Hoy día las masas populares se han convertido en portadoras de esta creencia.
Existe también una especie de nacionalismo telúrico, primitivo, una forma elemental de patriotismo, el cual, si no evoluciona, si no gana altitud histórica, daña a la nación, puesto que reduce la Patria a un complejo de sensaciones físicas. Vibra con una extraordinaria intensidad a todas las exhalaciones de la tierra nativa: el pueblecito en que hemos nacido, el lenguaje local, las antiguas melodías, el susurro de los ríos, los paisajes de las montañas. Este tipo de patriotismo, que José Antonio, al caracterizarlo, dice que tiene algo de sensual, que es de calidad vegetativa, cierra el horizonte de los hombres para las grandes verdades nacionales. Ata a los hombres a los límites del mundo en que han nacido, impidiendo ver su verdadera Patria, que es «el país del espíritu nacional» (Codreanu), «depositaria de los valores eternos» (José Antonio).
El patriotismo de solo tipo afectivo-regional retrasa el proceso de unificación de una nación. Los principados rumanos de Valaquia y Moldavia lucharon entre sí siglos, como si se hubiera tratado de dos pueblos distintos. Sólo en el siglo XVIII los habitantes de los dos principados han comenzado a darse cuenta de que pertenecen a la misma nación. La unidad nacional se ha realizado en la medida en que los fragmentos del pueblo rumano han llegado a la consciencia de su unidad de destino, superando el nacionalismo local.
El nacionalismo local, telúrico, vegetativo, en libertad para desarrollarse al azar, se convierte en un factor de disgregación nacional en épocas de decadencia histórica. A este tipo de nacionalismo de una especie inferior, José Antonio le opone «el nacionalismo misional», «el nacionalismo de la nación», entendidos como unidad de destino en lo universal (112). El papel de este «nuevo nacionalismo» es el de unificar las diversas regiones en una síntesis trascendente e indivisible. Él no ve inconveniente alguno en que las distintas regiones conserven su individualidad, pero con la condición de que sean conscientes de su pertenencia a la Patria común.

IX
RELIGION Y NACION

La nación no es la verdad absoluta, no es el último peldaño de la sabiduría. Por encima de la nación brilla la Iglesia de Cristo, la suprema autoridad espiritual del mundo entero. Hacia la Iglesia deben converger todas las glorias nacionales. «Ad majorem Dei gloriam» debe cumplirse también en el destino de los pueblos. Lo político está subordinado a lo religioso. Corneliu Codreanu expresa así las relaciones con la Iglesia:
«Hacemos una gran distinción entre la línea sobre la cual andamos nosotros y la línea de la Iglesia Cristiana. La línea de la Iglesia está situada a millares de metros por encima de nosotros. Ella alcanza la perfección y lo sublime. No podemos rebajar esta línea para explicar nuestros actos.
»Nosotros, por nuestra acción, por todos nuestros hechos y nuestros pensamientos, aspiramos a esta línea, nos levantamos hacia ella en la medida que nos permite el peso de nuestros pecados y la condena por el pecado original. Queda por ver cuánto hemos podido elevarnos hacia esta meta, mediante nuestros esfuerzos terrenales» (113).
José Antonio sigue exactamente el mismo pensamiento. La nación encuentra su suprema realización en lo religioso:
«Lo espiritual ha sido y es el resorte decisivo, en la vida de los hombres y de los pueblos.
»Aspecto preeminente de lo espiritual es lo religioso.
»La interpretación católica de la vida es, en primer lugar, la verdadera; pero es, además, históricamente, la española.
»Por su sentido de catolicidad, de universalidad, ganó España al mar y a la barbarie continentes, desconocidos. Los ganó para incorporar a quienes los habitaban a una empresa universal de salvación.
»Así pues, toda reconstrucción de España ha de tener un sentido católico» (114).
El reconocimiento de la verdad religiosa como, fundamento de la vida de los individuos y de los pueblos tiene un efecto bienhechor sobre la nación. Estando la Iglesia por encima de los pueblos, modera sus impulsos, impidiendo que cometan. errores. Las posibles exageraciones del nacionalismo hallan su inmediata corrección en la enseñanza de la Iglesia. Es una limitación fecunda de las posibilidades creadoras de la nación. En el cauce divino de la Iglesia confluyen todas las variedades creadoras de las naciones.
El Individuo, la Nación y la Iglesia forman una armazón espiritual completa e inseparable. Cualquier debilitamiento de una de estas realidades tiene como efecto el aflojamiento de las demás. El proceso de disgregación de una nación repercutirá también en el dominio de la fe, así como una Iglesia en declive alejaría el pueblo de sus deberes hacia la Patria.
La compenetración entre el individuo, la nación y el cristianismo se averigua también por el hecho de que el bolchevismo ataca de manera simultánea toda la serie de las realidades espirituales. El Estado comunista oprime a la persona humana, oprime a la familia, oprime a la nación, destruye el Estado nacional y oprime a la Iglesia. Esto significa que en cada una de éstas, el espíritu puede encontrar un último refugio y solamente, por su destrucción en bloque puede asegurarse el triunfo de esta religión satánica. De aquí el inmenso peligro que representa el comunismo por su lucha para apartar a las almas de la nación, para apartarlas de la Iglesia y aún más de su propio yo.
El individuo, la familia, la patria, la propiedad, la profesión, la economía, no pueden ser comprendidas plenamente y no pueden ser integradas en una jerarquía de los valores sin el sentido religioso de la vida, así como nos fue revelado por nuestro Redentor, Jesucristo. Quien posee el sentido religioso de la vida, lucha por dar a todas las cosas con las cuales se pone en contacto un perfil divino.
El individuo, la familia, la patria, la propiedad deben esculpirse según los mandatos de la Iglesia. Esta obra no se puede realizar sin una permanente lucha contra las fuerzas del mal. José Antonio cita a San Francisco de Asís: «De la batalla eterna contra el mal sale el triunfo del bien.»

X
LA NACION Y EL PORVENIR DE LA HUMANIDAD

En la época actual, toda una serie de libros y de estudios tratan, con la ayuda de un extenso aparato propagandístico, de desacreditar el patriotismo y todos los valores nacionales. Con una falta total de respeto para la verdad, se está afirmando, en un sinfín de variaciones, que las naciones representan una forma de vida colectiva anticuada y que la Humanidad no tendrá más remedio, en breve, que sufrir disturbios y disgustos a causa de la existencia de las naciones. Todos los pueblos, y hasta todas las razas, se mezclarán en una única masa humana, bajo el mando de un único gobierno con autoridad sobre toda la tierra.
Mientras los peritos de la historia venidera proclaman «urbi et orbi» que las naciones están para desaparecer, los hechos les dan cada día un nuevo mentís. En ninguna época de la Historia -tampoco entre las dos guerras mundiales, cuando los grandes Estados nacionales dominaban la actualidad- la idea nacional ha sido pregonada y aplicada en más extensas regiones del mundo como ahora. La conciencia nacional de los pueblos está afirmándose con más vigor que nunca en lucha contra toda forma de imperialismo.
En el imperio soviético, las naciones esclavizadas no esperan más que una ocasión favorable para derrumbar el régimen tiránico comunista. La revolución de Hungría ha dado una réplica tajante a todos aquellos que pretendían que la educación marxista ha aniquilado en las nuevas generaciones el instinto nacional. «El hombre soviético» ha aparecido como una mera ficción. No ha llegado a ser una realidad ni en la misma Rusia, donde el pueblo aspira a la libertad igual que los otros pueblos cautivos bajo el dominio comunista.
De otro lado, en Asia y Africa, el mapa político, está cambiando cada año su aspecto. Nuevos Estados nacionales aparecen sobre las tierras dominadas hasta ahora por las potencias coloniales. En la América Hispánica misma, las naciones manifiestan una fuerte tendencia a emanciparse de toda clase de tutela extranjera. Las naciones de la Europa Occidental, a su vez, empujadas por una doble presión -la del comunismo y la del nacionalismo de los pueblos de color-, tratan de fortalecer su caráeter nacional, ya que todas las fórmulas políticas corrientes han demostrado su ineficacia ftente a los problemas que el comunismo plantea a las naciones libres.
El hecho más significativo, desde el punto de vista de la doctrina nacionalista, es, tal vez, la conversión abierta de los judíos a los principios nacionalistas. El pueblo errante de la Historia se ha radicado en la tierra de sus antepasados, creando un Estado nacional.
Frente a las manifestaciones explosivas de la energía nacional de los pueblos, se desvanecen todas las teorías que profetizan la desaparición de las naciones. La Humanidad no se dirige hacia un conglomerado amorfo, sino, al contrario, está viviendo un proceso de integración y afirmación nacional extendido sobre toda la tierra. Hasta las más pequeñas unidades étnicas aspiran a formas propias de vida nacional.
La extensión del movimiento de emancipación política de todas las naciones no descarta la colaboración siempre más estrecha de las naciones en conjuntos regionales y hasta continentales. Pero también en estos casos la meta de tales acuerdos no es la destrucción de las naciones, sino, al contrario, promover y asegurar en conjunto el libre desarrollo de las calidades específicas de cada nación.
La extensión universal del movimiento de integración nacional hoy día lleva la doctrina de José Antonio y Corneliu Codreanu al primer plano de la actualidad, ya que se trata de una doctrina que va al ritmo de las transformaciones que está viviendo la Humanidad entera.
Su pensamiento representa una pura forma de doctrina nacional, que no se ha rebajado a estallidos de odio de raza ni tampoco ha ostentado jamás el intento de sojuzgar a otros pueblos; es, por el contrario, un movimiento de tipo espiritual, lleno de respeto hacia la Iglesia y a todas las exigencias de la vida cristiana.
Tal característica ofrece a esta doctrina el privilegio de poder cooperar en la tarea de restaurar, frente al mundo entero, la verdadera cara del nacionalismo, deformada por los acontecimientos políticos que han llegado a su fin con la última guerra mundial. Al mismo tiempo puede servir a la clarificación de la posición ideológica de los pueblos que, hasta ayer, han mantenido fuertes reservas frente al nacionalismo o le han mostrado una enconada enemistad.
Para las naciones del mundo libre no hay otra posibilidad de salvarse -frente a la amenaza comunista- que asentar su existencia sobre bases nacionales y religiosas. El resto no es más que divagación política. Unicamente las energías nacionales de los pueblos pueden oponer una barricada inexpugnable a la invasión comunista y crear las condiciones propicias para la liberación de las naciones cautivas.

NOTAS:
(1) Codreanu: Pentru Legionari, pág. 418.
(2) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera. Edición cronológica. Recopilación de Agustín del Río Cisneros. Madrid, 1951, pág. 167.
(3) Idem, pág. 168.
(4) 1 Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 204.
(5) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 129-.
(6) Codreanu: Pentru Legionari, págs. 312-313.
(7) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, págs. 87-89.
(8) Obras completas de José. Antonio Primo de Rivera, pág. 88.
(9) Idem, pág. 97.
(10) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 240
(11) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 106
(12) Idem, pág. 97.
(13) Codreanu: Pentru Legionari, pág. 396.
(14) Idem, pág. 397.
(15) Idem, pág. 396.
(16) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera pág. 755.
(17) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 288
(18) Codreanu: Pentru Leggionari, pág. 398.
(19) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 97
(20) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 557.
(21) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 158.
(22) Codreanu: Pentru Legionari, pág. 394.
(23) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 240.
(24) Idem, pág. 639.
(25) Codreanu: Pentru Legionari, pág. 394.
(26) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 210.
(27) Codreanu, Pentru Legionari, pág. 395.
(28) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 102. (29) Codreanu Carticica Sefului de Cuib. Edición de exilio. Colectia «Omul Nou pág. 87.
(30) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 640.
(31) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 268.
(32) Codreanu: Carticica, págs. 126-127.
(33) Obras completas de José. Antonio Primo de Rivera, pág. 365.
(34) Idem, pág. 343.
(35) Codreanu: Pentru Legionati, págs. 387-388.
(36) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 50.
(37) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág, 51
(38) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 89.
(39) Idem, págs. 319, 387 y 563,
(40) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 163.
(41) Codreanu: Pentru Legionari, págs. 284-285.
(42) Obras completas de J. A. Primo de Rivera, pág. 57, 73, 91, etc.
(43) Codreanu: Carticica pág. 139.
(44) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera. pág. 600.
(45) Codreanu: Pentru Legionari, pág. 391.
(46) Idem, pág. 392. (1) Codreanu: Circulari si Manifeste Edición de exilio. Colectia «Omul Nou», 1951, pág. 111.
(47) Codreanu: Carticica, págs. 137-138.
(48) Codreanu: Pentru Legionari, pág. 312.
(49) Codreanu: Carticica, pág. 148.
(50) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 270 (51) Idem, pág. 147.
(52) Idem, págs. 94 y 71
(53) Codreanu: Carticica, pág. 87.
(54) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 168.
(55) Idem, pág. 168.
(56) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 203.
(57) Codreanu: Pentru Legionari, pág. 24.
(58) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 470.
(59) Codreanu: Pentru Legionari, pág. 24.
(60) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 266.
(61) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 605.
(62) Codreanu: Carticica, pág. 140.
(63) Codreanu: Pentru Legionari, pág. 416.
(64) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, ps. 521-522.
(65) Idem, pág. 522.
(66) Codreana: Pentru Legionari, pág. 278.
(67) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera., pág. 673.
(68) Codreanu: Carticica, págs. 85-86.
(69) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 700.
(70) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 145.
(71) Codreanu: Circulari si Manifeste, pág. 134.
(72) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 204.
(73) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 547.
(74) Idem, pág. 267.
(77) Codreanu: Carticica, pág. 13.
(78) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 509.
(79) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 145.
(80) Codreann: Circulari si Manifeste. Edición de exilio. Colectia «Ornul Nou», 1951, pág. 161-162.
(81) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 578.
(82) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 282.
(83) Codreanu: Pentru Legionari, pág. 286.
(84) Codreanu: Carticica, pág. 88.
(85) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 416.
(86) Codreanu: Pentru Legionari, pág. 65.
(87) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 350
(88) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 399;
(89) Idem, pág. 416.
(90) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 59.
(91) Codreanu: Pentru Legíonari, pág. 302.
(92) Codreanu: Pentru Legionari, pág. 300.
(93) Codreanu: Pentru Legionari, pág. 301.
(94) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 603
(95) Codreanu: Carticica, pág. 149.
(96) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera pág. 603.
(97) Codreanu: Pentru Legionari, pág. 388.
(98) Codreanu: Pentru Legionari, pág. 234.
(99) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 569.
(100) Idem, pág. 603.
(101) Codreanu: Carticica, pág. 149.
(102) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 447
(103) Codreanu: Pentru Legionari, pág. 398.
(104) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 155.
(105) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 91
(106) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 543.
(107) Obras compleias de José Antonio Primo de Rivera, pág. 166.
(108) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 199.
(109) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 268.
(110) Si todos los partidos poseyeran el sentido de la Patria habría sitio para todos dentro del Estado. En este caso, los partidos no serían más que equipos de trabajo al servicio de la Patria. Pero los partidos que han conocido José Antonio y Corneliu Codreanu eran instrumentos políticos de desintegración de la Patria. Creemos que a esta eventualidad -desgraciadamente difícil de realizar- se refiere también José Antonio cuando afirma que «hay una manera de salvar a España y hacer triunfar a todos los partidos si se hace que triunfe la unidad española ... ». (Obras..., pág. 137.)
(111) Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, pág. 87. (112) Codreanu: Pentru Legionari, pág. 397.
(112) Obras completas de Jose Antonio Primo de Rivera, pág. 187.
(113) Codreanu: Pentru Legionari, págs. 393-394.
(114) Obras completas de J. A. Primo de Rivera, págs. 92 y 93.

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