En los anales de historia antigua, tenemos entre las grandes civilizaciones a la egipcia, la cual nos ha brindado maravillas que luego de miles de años continúan asombrando e intrigando a cuanto ser humano las contempla. Pero la referencia al Egipto faraónico tiene que ver con algo muy concreto. Tenían la costumbre de momificar a sus cadáveres, y para ello procedían a vaciar el cuerpo de sus órganos vitales. Para dejar el cráneo vacío, el cerebro era extraído con un gancho por la nariz, y luego rellenaban la cavidad craneana con alguna especie de betún. No estaríamos tan errados al afirmar, que la historia en este sentido no ha cambiado mucho. Pues si los métodos son más sofisticados, los resultados son más o menos parecidos. Las poderosas estructuras comunicacionales, informáticas y propagandísticas de estos días, actúan de manera similar a los antiguos momificadores egipcios, succionándonos el cerebro en forma métodica y contínua. Y precisamente por esta razón hay que estar muy atentos cuando aparecen personajes que a caballo de un discurso que se inscribe en la postmodernidad cambalacheana, se dedica a redactar auténticos opúsculos de irrefutable contenido patriofóbico.
¿Qué es la patriofobia? Así como nos inculcan conceptos tales como xenofobia (odio al extranjero), homofobia (odio a los homosexuales, aunque homo es hombre), nosotros observamos la existencia de una pavorosa patriofobia, es decir, del odio a la patria. Y el personaje de marras que ha dedicado su pluma a esta tarea es un tal Peter Sloterdijk, alguien que ostenta el título de filósofo y con el cual pretende respaldar su pseudoensayo titulado “Patria y Globalización. Notas sobre un recipiente hecho pedazos”. Notable la acrobacia dialéctica que emplea para reinterpretar y falsificar los hechos históricos y antropológicos, teñido de un fuerte contenido relativista, a tono con esa postmodernidad donde todo es igual y nada es mejor. Más allá del natural rechazo que produce, es importante tenerlo en cuenta a los efectos de saber cuál es la estructura discursiva utilizada y, sobretodo, conocer el trasfondo cosmovisional que la alimenta. Todo ello en aras de una impostergable labor de higiene mental. Para eso señalemos algunos puntos sobre esa nota:
1) En cuanto a los supuestos antecedentes históricos que sustentarían la tesis postmoderna de la no-patria, señala a doctrinas filosófico-religiosas como el budismo, estoicismo y cristianismo, en las que “el acento de la existencia humana pasó del arraigo nacional al desarraigo” (por aquello de la ética de la peregrinación o exilio global del alma). Comete un error al transpolar conceptos propios de la metafísica existencial a la dinámica movilizacion al de grandes conjuntos poblacionales y su relación con la tierra. Más aún, teniendo en cuenta que no hay nada más “sedentario” (término que utiliza el autor para referirse a la relación tierra - ser humano) que la contemplación y la meditación de aquellas doctrinas en su dimensión metafísica. La geografía terrestre es una cosa, y la celestial es otra.
2) Esboza una “nueva política del espacio”, marcando la supuesta diferencia entre un pasado estático y tranquilo, frente a un presente dinámico y lleno de riesgos, resignificando el sentimiento de patria en función al supuesto desarraigo. En realidad, las migraciones no son modernas ni nacieron hace doscientos años, son milenarias y la patria fue y sigue siendo un concepto medular de la conciencia popular, aún con importante movilidad espacial. La historia ha demostrado ser dinámica y estar llena de riesgos. La “movilidad” planteada por el autor como “pruebas históricas” es más bien un hecho conceptual que una realidad física. Paraleliza a la patria con lo estático, sin embargo las grandes expansiones territoriales y marítimas, llevaban en sus portadores el concepto cultural y sentimental de patria.
3) Los estados nacionales estarían siendo arrasados como un casa lo es por una tempestad. Empleando el sarcasmo de “una especie de calor de hogar” que le habrían dado a sus habitantes, sirviendo asimismo como estructura inmunológica, sostiene la globalización ha relativizado al estado como recipiente de una comunidad que busca desarrollarse en su destino. Sociológicamente hablando, el Estado es la cabeza de la Comunidad. Ninguna comunidad humana que se precie como tal ha existido sobre este mundo sin un órgano rector que la contenga y la conduzca. El estado es entonces un hecho social inherente a la propia naturaleza comunitaria. Y lo que se busca es licuar la relación estado-individuo, como etapa cumbre del histórico proceso de desconexión social, llevado a cabo por las ideologías racional-iluministas del siglo XVIII hasta la actual “postmodernidad”.
4) Nos presenta como ejemplo a seguir en el derrotero del desarraigo supuestamente inevitable que acontece con la globalización, a la diáspora judía como prototipo de la “desvinculación del sí-mismo del espacio”. La idiosincracia propia de ese pueblo le ha permitido sostener su identidad sin “relación a un suelo sustentador”. Resulta curioso notar que prácticamente todos los pueblos del planeta Tierra han mantenido una relación entrañable con el suelo que los alimenta y que sirve como depositario de los huesos de antepasados, y que sólo uno –y no uno cualquiera- se haya mantenido al margen de ese comportamiento humano, más allá de toda característica antropológica y cultural. Presentarnos la excepción a la regla no hace más que autoanular implícitamente la tesis que se pretende imponer. Y evidencia una falta total de comprensión acerca de las antípodas cosmovisionales que sobre esta cuestión ha sostenido el pueblo judío respecto de la generalidad de los seres humanos. El no apego a la propia tierra, y el obstinado rechazo a la patria como parte del propio ser, nos resulta absolutamente ajeno a nuestra esencia.
5) Persistiendo en un ejemplo carente de representatividad universal, niega el precepto de que “la tierra es el recipiente del pueblo y el propio suelo el principio del que deriva el sentido de su vida y su identidad”. Y de pronto, emerge una visión filomesiánica que proviene del afirmar que la humanidad ha sido engañada durante milenios por el sofisma de la autorreferencia territorial, siendo que a partir del “ejemplo” de ese pueblo tan particular de la historia humana la referencia de un pueblo podría no estar ligada a la tierra que lo alimenta. Al negar la “autorreferencia territorial”, ¿cuál es el punto de referencia para así poder autorreferenciarse? Más aún, denomina “falacia territorial” a la conexión supuestamente falsa entre territorio y propietario. Señala que los pueblos sedentarios hacen de la violencia un culto obsesivo en defensa de la patria. El claustro regional es un error fatal que está siendo relativizado por “una onda de movilidad transnacional, sin precedentes en la historia”. Esa onda no se manifiesta como ligada a nada en particular, parece incolora, inodora e invisible, pero de alcance universal, y muy eficaz por cierto. Esta idea de la “territorial fallacy” es propia de la dialéctica postmoderna que busca reemplazar a la patria (como sinónimo de la falacia) por la nueva “onda” desnacional y multilocal. Nuevamente: son palabras de guerra del discurso postmoderno hacia nuestra cosmovisión como enemiga de la modernidad dieciochesca. Aquí está presente la sentencia schmiteana de que la política se define por la relación amigo-enemigo: lo “nuevo” contra lo “viejo”, o más bien, antípodas cosmovisionales que responden a diferentes estructuras psicológicas como son los inconscientes colectivos.
6) La imprudencia para citar ejemplos, hace que el análisis muestral –en términos estadísticos- transpole resultados inexactos al universo en estudio. ¿Por qué? Porque se pretende establecer como ejemplo factual del paradigma de la “desterritorialización”, a las zonas geográficas que habitualmente constituyen lugares de tránsito de estancia limitada (aeropuertos, calles, plazas) donde las “personas se reúnen sin establecer un vínculo entre su identidad y la localidad”. Obviamente que cualquier lugar que transitemos no constituye nuestra patria. Carece de sustancia poner a las periferias híbridas que son tierra de nadie, como ejemplos de lo que puede ser –y a gusto del autor debería ser- el desapego por el propio terruño. Aunque de hecho, aquellos individuos que no poseen ningún sentimiento por el suelo, y deambulan errando por los cuatro puntos cardinales, son quienes sienten más placenteramente esas zonas de tránsito de población irregular propia de mercaderes.
7) Seguidamente se busca establecer un punto de quiebre de la historia, de la naturaleza humana en su relación con el cosmos espacio-espiritual: “La licencia expedida desde tiempos inmemoriales para confundir país y sí-mismo no puede renovarse infinitamente”. Volviendo a esa visión filomesiánica, de esa “luz de la razón que ilumina nuestra noche de ignorancia” como dice el himno a Sarmiento, se afirma que la globalización estaría cortando gradualmente ese vínculo ancestral entre el espacio territorial y los seres humanos, debido a una hipotética movilidad sin precedentes en la historia, con el consiguiente aumento de las “zonas de paso” (esa de los mercederes), con la imposibilidad de establecer una relación de residencia. Esta visión groseramente materialista, que ve sólo la relación hombre-tierra como hechos físicos y no como elementos sustanciales de la Creación, lleva a considerar la gran torpeza para comprender –estupidez- a la naturaleza humana. Nada puede arrancar al hombre de su amor al propio suelo, aún habiéndose alejado del mismo. Y ahí sí tendríamos millones de ejemplos, historias particulares, que refrendarían esta aseveración.
8) La cuestión del estado como contenedor social es relativizada por la falsa dicotomía entre un pasado homogéneo y un presente heterogéneo. Nadie más feliz, es de suponer, que este filósofo, por los efectos erosionantes de la globalización sobre los estados nacionales. Se pierde la autocerteza “en un sistema nacional cerrado que oscilaba dentro de sus propias redundancias”, a la vez que la debilitada “situación inmunológica” conlleva una tendencia hacia “un mundo de paredes delgadas y sociedades mezcladas”. Como se dijo anteriormente, los fenómenos migratorios son tan antiguos como el ser humano, y los estados “premodernos” no siempre eran castillos de concreto adonde no llegaba ninguna influencia del mundo exterior. Muchas sociedades cohabitaron espacios con grupos étnicos diferenciados, pero manteniendo la propia identidad. No todos los estados están tan erosionados por la heterogeneidad como el autor sostiene. Y más aún, en aquellos países como Estados Unidos donde el multiculturalismo está causando tantos problemas, la tendencia de las partes que integran ese todo social es a constituir unidades políticas propias. Como decía Platón, “los pájaros del mismo plumaje gustan de estar juntos”.
9) Sabido es que toda acción trae aparejada una reacción. De ahí las incesantes protestas contra la globalización, que el autor califica como “reacción inmunológica” inevitable de los localismos contra la infección de un “formato mundial más elevado”. Planteado en estos términos, podríamos decir que nuestro cuerpo estaría sanamente reaccionando (localismos) frente a los ataques de virus que lo ponen en peligro (mundialismo). Claro que el “reto psicopolítico” pasa por desconocer el “debilitamiento de la inmunidad tradicional y ética del contenedor” (del estado). Esta anemia equivaldría a un bajar la guardia, o como diríamos vulgarmente, a bajarse los pantalones. Se asemeja a un Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida de naturaleza cultural, dirigido desde lo global hacia lo nacional. Lamentamos que el autor celebre un SIDA para las naciones. Replantea un sistema de inmunidad que sería propia de los postmodernos, en condiciones “dignas de ser vividas”, aunque claro está, “no para todos”. En estas sociedades de “paredes delgadas”, esos mecanismos de defensa inmunológica no se ven por ningún lado, mientras claramente se define la relación amigo-enemigo: todos no entramos. ¿Habrá excluídos?
10) Todo lo contrario a nuestras esencias se constituyen en objetos de idolatría, como resulta serlo el individualismo egoísta. Calificado como “sentido inmunológico revolucionario”, los individuos se “desprenden de sus cuerpos sociales” en incesante persecución de la felicidad, el pursuit of happiness. La base referencial no estaría dada por la comunidad política, de cuyo destino busca desolidarizarse, puesto que todo puede lograrse en forma absolutamente individual. ¿Mejor ejemplo que el más espantoso y crudo individualismo egoísta, que el presente de nuestra patria, donde cada uno tira para su lado, llevando agua para su molino, en un enloquecedor sálvese quien pueda? Este pseudoensayo busca inducirnos hacia un nuevo sistema de valores propios de la postmodernidad, que tiene a los Estados Unidos como el paradigma de la felicidad individualista, al margen del cuerpo social de pertenencia, en una autosuficiencia mal entendida pues reniega del espíritu comunitario. Inevitablemente se viene a la memoria las enseñanzas del general Perón, cuando afirmaba que no existen hombres libres en una nación esclava, y tampoco puede haber realización individual en una comunidad que no se realiza.
11) Habiendo esbozado toda la artillería de argumentos postmodernistas, finalmente plantea una reinvención de la patria, a partir de aquel viejo pensamiento propio de mercaderes como el de Venecia: “donde se está bien, allí está la patria”. Esto es, la preferencia por el bienestar material antes que el amor a la patria. Materialismo a ultranza, que pretende enfrentar dos circunstancias que no son para nada antagónicas, es decir a la patria versus bienestar. “La patria como espacio de la buena vida es cada vez menos fácil de encontrar”. Es el mensaje de la desestructuración mundial del ordenamiento natural humano, con el consiguiente caos de valores, guerra cultural y consagración final del materialismo egoísta como cúspide de la “moral” humana, y amenaza final de su efectivo cumplimiento, al sostener que el antiguo adagio “será obligatorio para todos”. Por supuesto que podríamos seguir con este tema, pero alguien se preguntará: ¿Vale la pena responder al trabajo de Sloterdijk? La respuesta es simple: sí. Porque no queremos ser momias vivientes, con el cráneo vacío y un cerebro succionado por estos mensajes patriofóbicos. No existen la polémica ni el debate frente a valores supremos que se vinculan con la pertenencia racial, religiosa o nacional. Entrar en el juego postmoderno, sería otorgarles autoridad para vituperar cuestiones sagradas a nuestra esencia. Debemos responderles como corresponde, y enfatizar nuevamente sobre el concepto de estupidez: torpeza grande para comprender. Pues la patria no se enraiza desde el bienestar material, sino como amor a la propia tierra que nos vio nacer, que nos permitió tomar sus alimentos, que nos dejó caminarla y en donde yacen los huesos de nuestros ancestros. Y ese sentimiento es inextinguible, aún en situaciones de profunda consternación nacional como la que padecemos los argentinos. Nadie emigra a otros países con alegría, sino con dolor. Por necesidad, no por odio. Nuestros abuelos vinieron a estas tierras buscando condiciones de vida mejores que las imperantes en sus propios países, pero hasta hasta el último hálito de vida, recordaron con emoción a su pueblo natal, y a los padres llorando a orillas del muelle.
Por: Enrique Mazaeda.
¿Qué es la patriofobia? Así como nos inculcan conceptos tales como xenofobia (odio al extranjero), homofobia (odio a los homosexuales, aunque homo es hombre), nosotros observamos la existencia de una pavorosa patriofobia, es decir, del odio a la patria. Y el personaje de marras que ha dedicado su pluma a esta tarea es un tal Peter Sloterdijk, alguien que ostenta el título de filósofo y con el cual pretende respaldar su pseudoensayo titulado “Patria y Globalización. Notas sobre un recipiente hecho pedazos”. Notable la acrobacia dialéctica que emplea para reinterpretar y falsificar los hechos históricos y antropológicos, teñido de un fuerte contenido relativista, a tono con esa postmodernidad donde todo es igual y nada es mejor. Más allá del natural rechazo que produce, es importante tenerlo en cuenta a los efectos de saber cuál es la estructura discursiva utilizada y, sobretodo, conocer el trasfondo cosmovisional que la alimenta. Todo ello en aras de una impostergable labor de higiene mental. Para eso señalemos algunos puntos sobre esa nota:
1) En cuanto a los supuestos antecedentes históricos que sustentarían la tesis postmoderna de la no-patria, señala a doctrinas filosófico-religiosas como el budismo, estoicismo y cristianismo, en las que “el acento de la existencia humana pasó del arraigo nacional al desarraigo” (por aquello de la ética de la peregrinación o exilio global del alma). Comete un error al transpolar conceptos propios de la metafísica existencial a la dinámica movilizacion al de grandes conjuntos poblacionales y su relación con la tierra. Más aún, teniendo en cuenta que no hay nada más “sedentario” (término que utiliza el autor para referirse a la relación tierra - ser humano) que la contemplación y la meditación de aquellas doctrinas en su dimensión metafísica. La geografía terrestre es una cosa, y la celestial es otra.
2) Esboza una “nueva política del espacio”, marcando la supuesta diferencia entre un pasado estático y tranquilo, frente a un presente dinámico y lleno de riesgos, resignificando el sentimiento de patria en función al supuesto desarraigo. En realidad, las migraciones no son modernas ni nacieron hace doscientos años, son milenarias y la patria fue y sigue siendo un concepto medular de la conciencia popular, aún con importante movilidad espacial. La historia ha demostrado ser dinámica y estar llena de riesgos. La “movilidad” planteada por el autor como “pruebas históricas” es más bien un hecho conceptual que una realidad física. Paraleliza a la patria con lo estático, sin embargo las grandes expansiones territoriales y marítimas, llevaban en sus portadores el concepto cultural y sentimental de patria.
3) Los estados nacionales estarían siendo arrasados como un casa lo es por una tempestad. Empleando el sarcasmo de “una especie de calor de hogar” que le habrían dado a sus habitantes, sirviendo asimismo como estructura inmunológica, sostiene la globalización ha relativizado al estado como recipiente de una comunidad que busca desarrollarse en su destino. Sociológicamente hablando, el Estado es la cabeza de la Comunidad. Ninguna comunidad humana que se precie como tal ha existido sobre este mundo sin un órgano rector que la contenga y la conduzca. El estado es entonces un hecho social inherente a la propia naturaleza comunitaria. Y lo que se busca es licuar la relación estado-individuo, como etapa cumbre del histórico proceso de desconexión social, llevado a cabo por las ideologías racional-iluministas del siglo XVIII hasta la actual “postmodernidad”.
4) Nos presenta como ejemplo a seguir en el derrotero del desarraigo supuestamente inevitable que acontece con la globalización, a la diáspora judía como prototipo de la “desvinculación del sí-mismo del espacio”. La idiosincracia propia de ese pueblo le ha permitido sostener su identidad sin “relación a un suelo sustentador”. Resulta curioso notar que prácticamente todos los pueblos del planeta Tierra han mantenido una relación entrañable con el suelo que los alimenta y que sirve como depositario de los huesos de antepasados, y que sólo uno –y no uno cualquiera- se haya mantenido al margen de ese comportamiento humano, más allá de toda característica antropológica y cultural. Presentarnos la excepción a la regla no hace más que autoanular implícitamente la tesis que se pretende imponer. Y evidencia una falta total de comprensión acerca de las antípodas cosmovisionales que sobre esta cuestión ha sostenido el pueblo judío respecto de la generalidad de los seres humanos. El no apego a la propia tierra, y el obstinado rechazo a la patria como parte del propio ser, nos resulta absolutamente ajeno a nuestra esencia.
5) Persistiendo en un ejemplo carente de representatividad universal, niega el precepto de que “la tierra es el recipiente del pueblo y el propio suelo el principio del que deriva el sentido de su vida y su identidad”. Y de pronto, emerge una visión filomesiánica que proviene del afirmar que la humanidad ha sido engañada durante milenios por el sofisma de la autorreferencia territorial, siendo que a partir del “ejemplo” de ese pueblo tan particular de la historia humana la referencia de un pueblo podría no estar ligada a la tierra que lo alimenta. Al negar la “autorreferencia territorial”, ¿cuál es el punto de referencia para así poder autorreferenciarse? Más aún, denomina “falacia territorial” a la conexión supuestamente falsa entre territorio y propietario. Señala que los pueblos sedentarios hacen de la violencia un culto obsesivo en defensa de la patria. El claustro regional es un error fatal que está siendo relativizado por “una onda de movilidad transnacional, sin precedentes en la historia”. Esa onda no se manifiesta como ligada a nada en particular, parece incolora, inodora e invisible, pero de alcance universal, y muy eficaz por cierto. Esta idea de la “territorial fallacy” es propia de la dialéctica postmoderna que busca reemplazar a la patria (como sinónimo de la falacia) por la nueva “onda” desnacional y multilocal. Nuevamente: son palabras de guerra del discurso postmoderno hacia nuestra cosmovisión como enemiga de la modernidad dieciochesca. Aquí está presente la sentencia schmiteana de que la política se define por la relación amigo-enemigo: lo “nuevo” contra lo “viejo”, o más bien, antípodas cosmovisionales que responden a diferentes estructuras psicológicas como son los inconscientes colectivos.
6) La imprudencia para citar ejemplos, hace que el análisis muestral –en términos estadísticos- transpole resultados inexactos al universo en estudio. ¿Por qué? Porque se pretende establecer como ejemplo factual del paradigma de la “desterritorialización”, a las zonas geográficas que habitualmente constituyen lugares de tránsito de estancia limitada (aeropuertos, calles, plazas) donde las “personas se reúnen sin establecer un vínculo entre su identidad y la localidad”. Obviamente que cualquier lugar que transitemos no constituye nuestra patria. Carece de sustancia poner a las periferias híbridas que son tierra de nadie, como ejemplos de lo que puede ser –y a gusto del autor debería ser- el desapego por el propio terruño. Aunque de hecho, aquellos individuos que no poseen ningún sentimiento por el suelo, y deambulan errando por los cuatro puntos cardinales, son quienes sienten más placenteramente esas zonas de tránsito de población irregular propia de mercaderes.
7) Seguidamente se busca establecer un punto de quiebre de la historia, de la naturaleza humana en su relación con el cosmos espacio-espiritual: “La licencia expedida desde tiempos inmemoriales para confundir país y sí-mismo no puede renovarse infinitamente”. Volviendo a esa visión filomesiánica, de esa “luz de la razón que ilumina nuestra noche de ignorancia” como dice el himno a Sarmiento, se afirma que la globalización estaría cortando gradualmente ese vínculo ancestral entre el espacio territorial y los seres humanos, debido a una hipotética movilidad sin precedentes en la historia, con el consiguiente aumento de las “zonas de paso” (esa de los mercederes), con la imposibilidad de establecer una relación de residencia. Esta visión groseramente materialista, que ve sólo la relación hombre-tierra como hechos físicos y no como elementos sustanciales de la Creación, lleva a considerar la gran torpeza para comprender –estupidez- a la naturaleza humana. Nada puede arrancar al hombre de su amor al propio suelo, aún habiéndose alejado del mismo. Y ahí sí tendríamos millones de ejemplos, historias particulares, que refrendarían esta aseveración.
8) La cuestión del estado como contenedor social es relativizada por la falsa dicotomía entre un pasado homogéneo y un presente heterogéneo. Nadie más feliz, es de suponer, que este filósofo, por los efectos erosionantes de la globalización sobre los estados nacionales. Se pierde la autocerteza “en un sistema nacional cerrado que oscilaba dentro de sus propias redundancias”, a la vez que la debilitada “situación inmunológica” conlleva una tendencia hacia “un mundo de paredes delgadas y sociedades mezcladas”. Como se dijo anteriormente, los fenómenos migratorios son tan antiguos como el ser humano, y los estados “premodernos” no siempre eran castillos de concreto adonde no llegaba ninguna influencia del mundo exterior. Muchas sociedades cohabitaron espacios con grupos étnicos diferenciados, pero manteniendo la propia identidad. No todos los estados están tan erosionados por la heterogeneidad como el autor sostiene. Y más aún, en aquellos países como Estados Unidos donde el multiculturalismo está causando tantos problemas, la tendencia de las partes que integran ese todo social es a constituir unidades políticas propias. Como decía Platón, “los pájaros del mismo plumaje gustan de estar juntos”.
9) Sabido es que toda acción trae aparejada una reacción. De ahí las incesantes protestas contra la globalización, que el autor califica como “reacción inmunológica” inevitable de los localismos contra la infección de un “formato mundial más elevado”. Planteado en estos términos, podríamos decir que nuestro cuerpo estaría sanamente reaccionando (localismos) frente a los ataques de virus que lo ponen en peligro (mundialismo). Claro que el “reto psicopolítico” pasa por desconocer el “debilitamiento de la inmunidad tradicional y ética del contenedor” (del estado). Esta anemia equivaldría a un bajar la guardia, o como diríamos vulgarmente, a bajarse los pantalones. Se asemeja a un Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida de naturaleza cultural, dirigido desde lo global hacia lo nacional. Lamentamos que el autor celebre un SIDA para las naciones. Replantea un sistema de inmunidad que sería propia de los postmodernos, en condiciones “dignas de ser vividas”, aunque claro está, “no para todos”. En estas sociedades de “paredes delgadas”, esos mecanismos de defensa inmunológica no se ven por ningún lado, mientras claramente se define la relación amigo-enemigo: todos no entramos. ¿Habrá excluídos?
10) Todo lo contrario a nuestras esencias se constituyen en objetos de idolatría, como resulta serlo el individualismo egoísta. Calificado como “sentido inmunológico revolucionario”, los individuos se “desprenden de sus cuerpos sociales” en incesante persecución de la felicidad, el pursuit of happiness. La base referencial no estaría dada por la comunidad política, de cuyo destino busca desolidarizarse, puesto que todo puede lograrse en forma absolutamente individual. ¿Mejor ejemplo que el más espantoso y crudo individualismo egoísta, que el presente de nuestra patria, donde cada uno tira para su lado, llevando agua para su molino, en un enloquecedor sálvese quien pueda? Este pseudoensayo busca inducirnos hacia un nuevo sistema de valores propios de la postmodernidad, que tiene a los Estados Unidos como el paradigma de la felicidad individualista, al margen del cuerpo social de pertenencia, en una autosuficiencia mal entendida pues reniega del espíritu comunitario. Inevitablemente se viene a la memoria las enseñanzas del general Perón, cuando afirmaba que no existen hombres libres en una nación esclava, y tampoco puede haber realización individual en una comunidad que no se realiza.
11) Habiendo esbozado toda la artillería de argumentos postmodernistas, finalmente plantea una reinvención de la patria, a partir de aquel viejo pensamiento propio de mercaderes como el de Venecia: “donde se está bien, allí está la patria”. Esto es, la preferencia por el bienestar material antes que el amor a la patria. Materialismo a ultranza, que pretende enfrentar dos circunstancias que no son para nada antagónicas, es decir a la patria versus bienestar. “La patria como espacio de la buena vida es cada vez menos fácil de encontrar”. Es el mensaje de la desestructuración mundial del ordenamiento natural humano, con el consiguiente caos de valores, guerra cultural y consagración final del materialismo egoísta como cúspide de la “moral” humana, y amenaza final de su efectivo cumplimiento, al sostener que el antiguo adagio “será obligatorio para todos”. Por supuesto que podríamos seguir con este tema, pero alguien se preguntará: ¿Vale la pena responder al trabajo de Sloterdijk? La respuesta es simple: sí. Porque no queremos ser momias vivientes, con el cráneo vacío y un cerebro succionado por estos mensajes patriofóbicos. No existen la polémica ni el debate frente a valores supremos que se vinculan con la pertenencia racial, religiosa o nacional. Entrar en el juego postmoderno, sería otorgarles autoridad para vituperar cuestiones sagradas a nuestra esencia. Debemos responderles como corresponde, y enfatizar nuevamente sobre el concepto de estupidez: torpeza grande para comprender. Pues la patria no se enraiza desde el bienestar material, sino como amor a la propia tierra que nos vio nacer, que nos permitió tomar sus alimentos, que nos dejó caminarla y en donde yacen los huesos de nuestros ancestros. Y ese sentimiento es inextinguible, aún en situaciones de profunda consternación nacional como la que padecemos los argentinos. Nadie emigra a otros países con alegría, sino con dolor. Por necesidad, no por odio. Nuestros abuelos vinieron a estas tierras buscando condiciones de vida mejores que las imperantes en sus propios países, pero hasta hasta el último hálito de vida, recordaron con emoción a su pueblo natal, y a los padres llorando a orillas del muelle.
Por: Enrique Mazaeda.
(Alianza Nacional)
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